El obispo de Cuernavaca, Luis Reynoso Cervantes, dejó claramente establecida la posición de la Iglesia católica en torno a la posibilidad de que se reinstale en México la pena de muerte. Hizo consideraciones teológicas y concluyó que la medida no está en contra de la ``ley divina'', pero consideró que su ejecución depende de las circunstancias que la motiven. El prelado sintetizó la práctica eclesiástica sobre el tema: ``Éen el correr de los tiempos, la línea de la Iglesia no estuvo siempre con el sermón de la montaña sino más bien en línea con la jurisprudencia del tiempo, y por ello no ha condenado nunca el uso de la pena capital por parte de los Estados'' (La Jornada, 20 de agosto).
Infinidad de historiadores, teólogos y críticos han afirmado lo mismo que el obispo Reynoso. Muchos de ellos han sido perseguidos o anatematizados por la Iglesia católica, el delito que les imputa la institución eclesiástica es haber concluido que Roma se ha guiado en su accionar más por conveniencias políticas que por las enseñanzas de quien consideran el fundador del catolicismo. Dos casos recientes de persecución inmisericorde contra pensadores católicos, Leonardo Boff y Hans Küng, son ejemplo de cómo actúa la Iglesia romana contra quienes se atreven a criticar desde su interior a la alta burocracia católica por su manejo de los asuntos eclesiales. Uno de los mayores esfuerzos dentro de la Iglesia católica ha consistido en disminuir, y si es posible erradicar, de su larga historia a los que en su seno se rebelaron contra la tendencia católico-romana a bendecir al poder que en retribución concedía privilegios a tan comprensiva Iglesia.
El viraje histórico, en contradicción con las enseñanzas del Nuevo Testamento y hacia la sacralización de la violencia, sucedió en el siglo IV cuando el emperador Constantino se convirtió en defensor de la fe y fundió a ésta con los intereses políticos del Imperio. Desde entonces el uso de la espada fue considerado en concordancia a los designios de Dios, para imponer la verdad a individuos y naciones que no entendían que si se usaba la fuerza contra ellos era por su bien. Fue Agustín de Hipona (354-430) quien mejor sistematizó los principios de la guerra justa. Esos principios no se restringían solamente al combate del Imperio cristiano contra sus enemigos paganos, sino que se llevó también al terreno espiritual. Como los obstinados donatistas se negaban a rendirse ante las enseñanzas católicas, Agustín llegó a la conclusión de que el único camino para convertirlos era la represión violenta. El obispo de Hipona escribió: ``A quien no sea hallado dentro de la Iglesia no hay que preguntarle por qué. Sencillamente ha de ser corregido y convertido. Y si se pone terco, que no se queje de las consecuencias''. En el siglo XVI, cuando los teólogos católicos discutían acerca de la licitud de exterminar a los seguidores de herejías, Erasmo de Rotterdam solía decir que respecto a la guerra y la fuerza armada todos citaban a San Agustín, pero nadie citaba a Jesucristo.
Lo que Reynoso Cervantes expresó como un intento de que la opinión pública entienda, y admita, las explicaciones de la Iglesia católica sobre la aceptación de la pena de muerte en un contexto determinado, en realidad es una manifestación cándida del alejamiento ético del catolicismo romano con respecto de la no violencia neotestamentaria. El haber optado históricamente por la bendición de la espada ha llevado a la Iglesia con sede en Roma a embarcarse en aventuras sangrientas como las Cruzadas, a callar ante las atrocidades cometidas por dictaduras que respetan la autoridad espiritual católica. ¿Acaso no fue así en el caso de Francisco Franco, el catoliquísimo sátrapa español? ¿Y el silencio frente al genocidio de Hitler en los momentos en que se estaba llevando al cabo? Porque el reciente documento papal sobre el Holocausto en nada reconoce la responsabilidad de la máxima autoridad católica por el silencio que guardó cuando los nazis estaban asesinando a los judíos. En el asunto pesó más el antisemitismo católico que la clara noción bíblica de respeto a la dignidad humana. Roma estuvo muy lejos de la valiente posición asumida por el Sínodo Confesante de la Iglesia Evangélica Alemana, realizado durante el segundo año del régimen totalitario de Hitler. El Sínodo rechazo tajantemente la rendición ideológica de los cristianos ante el nazismo, se opuso decididamente a la limpieza étnica.
Ante la imposibilidad histórica por parte de la Iglesia católica de guardar una ética que se desprende del Sermón del Monte (Mateo 5-7), hecho reconocido por el obispo Luis Cervantes, cabe preguntarse entonces qué autoridad tienen los jerarcas eclesiásticos para exigir a sus feligreses se ciñan a unos principios que son negados en la práctica por la institución romana.