La Jornada viernes 4 de septiembre de 1998

Horacio Flores de la Peña
El mexicano del siglo XXI /I

La gente se asoma al siglo XXI, abatida y sin esperanza la mayor parte. Sin embargo, un grupo pequeño activo y luchador, principalmente de jóvenes e intelectuales, cree en un México mejor y lucha porque sabe que los cambios políticos son tardados, pero invariablemente llegan, cuando las estructuras del poder ya no armonizan con la realidad. Aun cuando el gobierno utiliza el terror sordo y la represión física para imponer el silencio, el pueblo no ignora los atentados que comete el Estado y que amenazan la integridad del país. Por ello, el mexicano ve el año 2000 con la indiferencia de quien nada espera del futuro, porque lo han engañado.

De los grandes problemas que tendremos en el 2000 destacan la desigualdad, la pobreza y un dualismo que acentuaron los neoliberales a partir de la década de los ochenta, cuando el gobierno abandona las políticas sociales y económicas seguidas hasta entonces, y que aseguraron un crecimiento de la economía de más de 6 por ciento durante 40 años, con un aumento notable de las oportunidades de mejoramiento social y económico.

El México de ese periodo fue una sociedad abierta con una gran capilaridad económica, social y política que facilitaba el ascenso de toda la sociedad. Estos canales de ascenso finalmente se cerraron con el neoliberalismo, que se basa en cuatro falacias.

1. Confiar en las fuerzas del mercado para garantizar el crecimiento armónico de la economía.

2. La identificación de los intereses individuales con los de la comunidad.

3. La compatibilidad de la economía de mercado sin regulación y el sistema democrático.

4. La ausencia del Estado en el proceso económico.

Estos cuatro supuestos constituyen la base de la mitología económica que hoy es utilizada por lo tecnócratas, y que no toma en cuenta dos factores esenciales:

--Que la política económica debe tener como metas crecer más y distribuir mejor, mediante un aumento de los salarios y el empleo.

--Que la democracia sólo sobrevive donde puede garantizarse un nivel mínimo aceptable de vida para toda la población, junto con las libertades básicas.

Al implantar el neoliberalismo, impuesto por una élite del poder y del dinero que ejerció el poder dentro de un marco de ineptitud y corrupción pocas veces visto en nuestra historia, se cerraron todos los canales de la capilaridad social y se fue conformando una sociedad donde no había lugar para los pobres. La élite dominante trató a la población como si fuera un país militarmente ocupado y se rompieron los lazos de solidaridad entre la sociedad civil, por un lado, y los empresarios y gobierno, por el otro.

Se anuló el estado de derecho para dejar a la población aún más desprotegida ante los abusos del poder. En este sistema se han cometido crímenes políticos sin número y con impunidad, al problema de la pobreza lo convierten en estadística y, con esto, se vuelve trivial y pierde todo su perfil trágico.

Durante largo tiempo fuimos pobres, pero teníamos una gran confianza en el futuro; hoy no vemos nada en él, nos lo robaron al mismo tiempo que destruían nuestro presente. Por eso, para los jóvenes resulta que su pasado reciente se parece a su futuro pero al revés; en términos de expectativas nacieron muertos.

Por otro lado, la hostilidad del medio físico nos enseñó a sobrevivir en condiciones sumamente adversas, porque cuando para otros seres más privilegiados toda posibilidad de vida termina, para nosotros comienza la existencia. Estamos acostumbrados a resistir, pero el hambre y el desempleo despiertan el México bronco que ningún tecnócrata sería capaz de controlar.

Por esto, hemos aprendido a querer a nuestro país, nos ha costado mucho formarlo para permitir que una élite de mediocres lo destruya. Es el único lugar en donde cobramos conciencia plena de que somos seres humanos. Fuera de México, nuestros valores desaparecen y la personalidad se extingue, nos perdemos en la nada de un medio extraño y como nos formamos en la adversidad, por eso nos oponemos a todo cambio que signifique destruir nuestras raíces; ellas nos dan nuestra identidad.

Desde 1968, cuando ocurrió esa Revolución que no lo fue, pero que revolucionó todo, se ha visto con claridad que la sociedad que deseábamos formar se ha ido diluyendo hasta casi desaparecer. Así, estamos obligados a vivir una época absurda donde se cometen serios atentados contra la sociedad, su patrimonio y su independencia, y se olvidan al día siguiente. Parece que hoy la impunidad es la sola fuente del poder político, de más arbitrariedades y de más errores en un círculo infernal donde hemos perdido hasta la capacidad para sorprendernos y protestar. Los tecnócratas que nos gobiernan se empeñan en alcanzar objetivos falsos; si fueran honestos, los calificaríamos de víctimas de una serie de espejismos políticos y económicos, pero como no lo son, insisten en ganar en la legislación ``huizachera'' las batallas que pierden en la vida real.

La crisis permanente, que se inició en 1982, produjo una miseria cada vez más generalizada, la degradación total de la sociedad y se entró en un abierto proceso de subdesarrollo que condenó a la población a vivir sólo en el presente, suspendida en el vacío de la incertidumbre y en el cuestionamiento generalizado a unas instituciones ineptas, mentirosas y corruptas, y a gobernantes que son hombres de pensamiento débil y de una acción lenta y poco brillante.