La Jornada 2 de septiembre de 1998

Riqueza y marginación se entreveran en Cuajimalpa

Humberto Ortiz Ť Ya sea que llueva, caiga una helada o haga calor, doña Juana Ruiz no quiere dejar sus 20 metros cuadrados de terreno que Odilón, El Güero, le ``renta'' en 200 pesos mensuales con ``todos los servicios...''

Allí se levanta una casucha hecha de madera en cuyo interior huele a frijoles y sopa que cocina para sus 2 hijas -abandonadas por sus ``drogados y briagos'' maridos-- y seis nietos a los que todavía, a sus 58 años de edad, se comprometió a criar.

La improvisada vivienda está dividida en dos gracias a un tapanco que permite ``ampliar'' las posibilidades de ocupación.

Es una de las aproximadamente 40 casas asentadas en una loma de la zona habitacional irregular llamada Las Maromas, en el poblado de San Lorenzo Acopilco, delegación Cuajimalpa. Le han denominado simplemente Las Cabañas.

Se ubican debajo de enormes torres de alta tensión, a lo largo de la sierra de Las Cruces que atraviesa la demarcación. De ellas se cuelgan o columpian los niños. Pero también se cuelgan, como telarañas interminables, diablitos que no son otra cosa que conexiones ilegales a la línea de energía.

Hijos de la supervivencia, hermanos de la pobreza y afectados siempre por la escasez de tierra y vivienda, los habitantes de los más de 50 asentamientos humanos irregulares de Cuajimalpa --la mayoría con más de 20 y hasta 35 años de antigüedad, ubicados indistintamente en terrenos federales, comunales o ejidales, o de reserva ecológica-- demuestran cómo en esta jurisdicción se mezclan caprichosamente la riqueza y la marginación.

Y es que a unos metros de allí, en el centro de San Lorenzo Acopilco, dentro del exclusivo rancho Hacia el cielo, una joven pareja monta briosos caballos en el interior de un picadero techado. El conjunto residencial ofrece casonas con chimenea, desayunador con estructura de cristales y una vista maravillosa al valle. En una de sus cocheras se distingue un automóvil Honda plateado. Un restaurante da al otro lado y enfrente está un campo de equitación.

Contrastes así, sólo en Cuajimalpa pueden verse. De un predio a otro. De una callejuela a otra. Sin más frontera que la posición social y económica.

Cerca de allí, doña Juana y su familia, igual que sus vecinos, toman agua de manantial en ocasiones ``agusanada'', sobreviven con 800, mil 500 o, si bien va, mil 600 pesos mensuales que ganan los hombres de la casa como obreros y viven bajo constante riesgo por la inestabilidad del suelo y los efectos de la alta tensión que, dicen los ecologistas, a determinada distancia provoca incluso cáncer en el ser humano cuando la exposición es demasiado prolongada.

Eso no asusta a la mujer bajita, dicharachera y luchona, quien pone a su nietecita de ocho años a lavar ropa de rodillas, sobre una piedra, ``pa' que se le pelen y aprenda a trabajar...''

Sin servicios básicos de seguridad a la mano, los niños crecen malnutridos, con los dientes chuecos y amarillentos y con ``bichos'' en el estómago. Para llegar a las escuelas tienen que atravesar la carretera que va a Toluca y entrar a la comunidad de San Mateo Tlaltenango.

Ella cuenta: ``Ya me quería zafar, pero tengo seis hijos regaditos en la ciudad y ellos me jalan'', lamenta con nostalgia.

Se pregunta: ``¿Por qué vivo aquí, en el lodazal? Porque aquí tenemos todo y vivimos casi gratis...''. El Güero Odilón les alquila, ya sabemos, a 200 pesos cada cabaña incluidos todos los ``servicios''. ¡Toda una ganga en medio de la marginación...!

Cacicazgos dispersos, marginación perenne

A unos metros de allí, bajando por la cañada, está San Bernabé, un cinturón de casuchas de madera, lámina y cartón, en algunos casos apoyadas en frágiles construcciones de ladrillo, por donde baja un riachuelo a cuyas laderas se extienden asentamientos irregulares tan dispersos como viejos.

A esa zona se le denomina Las Lajas y está considerada, junto con La Pila, como una de las de más alto riesgo en época de lluvias.

Pero sus habitantes se dicen herederos legítimos de la Revolución y, por tanto, ese legado de sus abuelos y padres es inconmutable e intransferible.

Al menos esto es lo que asegura Eduardo Rodríguez Rivera, quien, junto con seis hermanos más y sus respectivas familias, recibe con recelo al reportero. Para llegar allí es necesario bajar por una brecha de lodo y hoyancos, para luego descender a pie por una pendiente fangosa.

Rodríguez Rivera increpa: ``¿Qué quiere aquí?'' Y concede, se ablanda cuando le decimos de qué se trata. Quizá por eso a los nativos de San Lorenzo Acopilco, como él, se les llama jabalíes o de plano marranos...''

Sin preámbulos, afirma: ``Esta tierra es de nosotros. Tierra y libertad, como Zapata, ¿no? La Revolución. A mí me la dio el pueblo en asamblea. Nos la dio una representación popular pa' quitar a los hacendados...''. Confiesa que ha talado bosques para poder vivir.

Por eso, asegura estar dispuesto a dar la vida para defenderse de quien pretenda despojarlo. Con 25 años asentado en ese suelo, este hombre de rostro adusto, bigote ralo, cachucha y vestimenta sucia y raída, de manos callosas, ha endurecido el carácter.

Y pone su índice allá arriba, en la cima de la cañada, donde viven Fernando Villanueva y Teódulo Villegas, los presuntos caciques de la región a quienes la delegada Jenny Saltiel distinguió aceptándoles una comilona.

Ambos han ``vendido'' terrenos de 15 y hasta 30 metros cuadrados, según las posibilidades de las personas, para levantar casuchas de cartón en terrenos federales. Es común verlos llegar en sus trocas Ram Charger último modelo hasta unas casas de madera donde, supuestamente, viven y despachan sus asuntos.

Y nadie, con los años y las administraciones, priístas o perredistas, ha podido tocarlos. Hoy, todavía, la autoridad no sabe qué hacer con el problema.

Y llegaron los narcos

Trepando por la cañada se extiende todavía la zona poblacional Las Lajas, pegadita a La Pila, en San Lorenzo Acopilco.

Doña Mercedes y doña María de la Luz viven con sus familias en las laderas del río San Borja. Ni agua ni luz les faltan. Es más, hasta teléfono tienen algunas casas.

A sus espaldas, encaramada en lo más alto del lugar, está la casa de don Goyo, presidente de una asociación de colonos de la región, cuya construcción es la mejor de la colonia.

Cosa extraña, los vecinos no se quejan mucho, excepto por la falta en ocasiones del vital líquido. Las dos mujeres aseguran tener papeles que documentan su propiedad. Pero la realidad es que son terrenos federales y, como casi siempre ocurre en estos casos, vivales o seudolíderes les ``venden'' el suelo.

El problema ya no es tanto su marginación o pobreza, dicen, sino la inseguridad.

Y es que en la loma, a la vista desde la avenida Monte de las Cruces, está el deportivo Ulamas, donde los narcotraficantes provenientes del poblado de San Fernando se han asentado para distribuir su ilícita mercancía. Todo mundo sabe que de esa localidad viene la droga, menos, al parecer, la policía.

Ya con el sol oculto, por las tardes se plantan para vender enervantes y enviciar, denuncian, a los niños de 10 años y sumarlos a la pléyade de drogadictos de la zona.

La banda de Los Cheos, El Calaco, El Moco, El Venado, El Solovino, El Maya, entre otros, son miembros de los grupos criminales que azotan a los vecinos y les quitan lo poco que tienen.

Cuenta doña María de la Luz que a su suegra le han quitado borregos del rebaño que cuida tan afanosamente a la vista de todos los habitantes de Las Lajas. Pero también roban la ropa tendida en las casas, asaltan a los transeúntes que osan pasar por las oscuras callejuelas o atracan a los automovilistas que transitan por allí.

Y las patrullas ni entran por acá, mucho menos en la noche, cuando la región marginada de San Lorenzo Acopilco duerme con ``el Jesús en la boca...''

La barranca del diablo

Del otro lado, en San Mateo Tlaltenango, las cosas no cambian. No bien acaba de ser azotado este poblado por una tromba que costó cuatro vidas y graves destrozos, y las familias que viven en las orillas del río San Borja ni siquiera han pensado en salirse, pese a la alerta continua que les ha enviado la delegación Cuajimalpa.

Reynalda Cortés y Alfonso Chávez, con 40 años de habitar en las laderas del caudaloso río, dicen tener toda una vida allí. ``Aquí nacimos y aquí moriremos''. Hay casas de cartón y lámina, pero también construcciones formales de ladrillo y concreto. En ellas puede observarse cómo atacó la naturaleza el sábado 25 de julio.

``Ya nos acostumbramos'', dicen.

Rumbo a la barranca del diablo, las enormes torres de alta tensión lucen imponentes en el accidentado terreno boscoso.

De allí salen los diablos que surten de electricidad a las aproximadamente 30 familias que habitan este suelo inestable, fangoso y empinado.

Los pequeños Omar y José se echan por la pendiente resbaladiza por la lluvia. Es su juego favorito. Aristeo Martínez y Adriana Segura Reyes, vecinos desde hace 25 años en el lugar, se ufanan de su privilegiado hábitat: árboles, agua, luz, paisaje, aire puro y hasta línea telefónica en algunas casas, la mayoría de éstas construidas de lámina y madera.

Les falta drenaje, nada más. ``Tenemos todo'', insisten. Cecilio Céspedes Chávez vive allí desde hace 20 años y, como su padre, no piensa dejar la tierra que lo vio nacer y crecer. ``¡Tá' rebonito...!''

Y es que nomás de pensar en la neuralgia del centro capitalino, mejor echar raíces en la barranca del diablo.

No podemos ignorar el problema

Los funcionarios de la delegación saben que el problema es enorme y complejo. Y más aun cuando los habitantes de los más de 50 asentamientos humanos irregulares de Cuajimalpa, con alrededor de 20 familias cada uno, perciben ingresos de 2.5 a 3 salarios mínimos, cuando mucho.

``No podemos violar la ley para darles servicios. Legalmente estamos impedidos para dotarlos'', afirman José Cipriano Gutiérrez y Jaime Schlitle, secretarios de Desarrollo Social y de Fomento Económico y Rural de la delegación, respectivamente.

Reconocen que a esta situación se aúna la escasez de recursos presupuestales, ya que la jurisdicción ocupa el decimocuarto lugar en la asignación de dineros públicos en la ciudad. Más aún, con el recorte presupuestal reciente le quitaron 20 millones de pesos adicionales. No obstante, aseguran, la cobertura de servicios básicos está en 93 por ciento y de agua 90 por ciento.

La jurisdicción cuenta con una población de alrededor de 150 mil personas y 80 por ciento de su territorio está compuesto por zonas de conservación ecológica, contra solamente 20 por ciento de zonas habitadas y comerciales.

Gutiérrez afirma que el problema principal es la cobertura de servicios de salud, especialmente en la niñez, pero garantiza que es prioridad fundamental de la gestión de la delegada Jenny Saltiel.

Los recorridos de los funcionarios son continuos. Insisten ante los colonos en la reubicación, principalmente de aquellos asentados en zonas de alto riesgo. Pero sólo obtienen el rechazo. Son invasiones de hace 20 y hasta 35 años, con rellenos clandestinos en cañadas y bajo torres de alta tensión, todas impulsadas por líderes que proliferan en esta zona y ``venden'' las tierras federales o de reserva forestal.

Para solucionar todos estos problemas, reconoce Cipriano, tendrán que alcanzar los 3 millones 700 mil pesos asignados al rubro social en Cuajimalpa.

Lo absurdo del caso es que en la delegación se asientan lugares como Bosques de las Lomas, Santa Fe y Lomas de Chapultepec, donde viven familias que son incluso más ricas que la propia autoridad de la demarcación, ironiza el secretario de Desarrollo Social.