Las obsesiones no son gratuitas: dependen de la historia personal o de estímulos externos repetidos. Por supuesto, la combinación de ambos es frecuente. La seguridad y la violencia en el Distrito Federal y en buena parte del país se han convertido en obsesión. Obsesión nacional: nadie está a salvo. Se asalta a pobres y ricos por igual. Ya no importa la magnitud del botín: se roba por algunas decenas de pesos o por millones de dólares. La pobreza ilimitada carece de fronteras: siempre habrá a quién hurtar. Por eso la violencia, los asesinatos y la inseguridad se han convertido en una especie de identidad nacional. Triste la hermandad emanada del terror. Lúgubre la realidad nacional. Peor aún la inquina de la ciudadanía contra el gobierno. ¿Hay acaso algún ciudadano que piense que no es el gobierno el responsable de lo que sucede en las calles? O bien, ¿habrá en el poder quien considere culpables a los empresarios, a los zapatistas, a los universitarios o a los niños de la calle? Los errores del gobierno han hecho de la inseguridad obsesión cotidiana.
Hablando de certidumbre, de sentir las calles como propias y a los transeúntes como símiles, el error de diciembre es pequeño; estamos ante la quiebra de años y de sexenios. Es probable que la gravedad del problema no se conozca desde las alturas pues abundan los guardaespaldas, las fachadas levantadas a toda prisa, los jardines sembrados a vuelapluma y las limpiezas improvisadas. Cuando algún Presidente ha visitado mi lugar de trabajo --Instituto Nacional de la Nutrición Salvador Zubirán-- así ha sucedido: se plantan jardines para el día y no se recorren las vecindades. No invento: siembran plantas pero dejan las raíces afuera. Por eso, la violencia y la inseguridad han crecido y dudo que en el corto plazo disminuyan. Los maquillajes se desvanecen con la misma facilidad con la que se pintan.
Bienvenido el Programa Nacional de Seguridad Pública y la convocatoria para que se lleve a cabo una Cruzada Nacional Contra el Crimen y la Delincuencia. Lástima que se implementen después de tantos entierros y después de que muchos mexicanos optaron por la vía del delito como único camino para la supervivencia. No hay disculpas para quien roba, hiere o asesina, pero hay que detenerse antes de juzgar.
Al ciudadano común le preocupan, principalmente, dos fenómenos: la corrupción de la policía y la magra impartición de justicia. El sentir callejero asevera que es nula la diferencia entre ser víctima de la policía que serlo del hampa. El sensor civil cuestiona cada vez más la rectitud de la justicia mexicana.
A todos nos gustaría ser El Divino --ahora casi convertido en héroe nacional-- y nadie optaría por ser el ladronzuelo atrapado tras haber cometido un pequeño hurto. Mientras que el primero obtendrá probablemente la libertad, el segundo quedará hacinado tras las rejas. Esas son las dos preocupaciones centrales de los mexicanos: policías corruptas e injusticia inimaginable. Y esos son los ejes del discurso de Francisco Labastida Ochoa: mejores policías y mejores ministerios públicos. Seguramente nadie discrepará del análisis expuesto desde el poder, pero, sin duda, el diagnóstico es incompleto.
La radiografía del crimen, del criminal, de la perpetuación de la injusticia, de la inequidad en los juicios y de las causas fundamentales que han hecho proliferar el hampa fueron soslayadas.
Estoy convencido que los criminales ``natos'' son pocos. Estoy también cierto que son rarísimos los policías que deciden serlo para encubrir algún instinto delincuente. El problema es más profundo: la miseria, la falta de trabajo y la desesperanza, cierran la mayoría de los caminos, mientras que la corrupción e impunidad acaban con las intenciones sanas. Es poco probable que la Cruzada Nacional Contra el Crimen y la Delincuencia tenga éxito si no se sanan las afrentas de la pobreza y la corrupción.
Es claro que ni la inseguridad ni la violencia nacieron por azar. Incrementar el número de ciudadanos para convertirlos en policías y aumentar el gasto para construir nuevas cárceles y mantener a reos no es el camino. Si hubiese trabajo digno, si la policía fuese remunerada con decoro, si la corrupción e impunidad disminuyeran, la población no requeriría escuchar discursos que prometan combatir la inseguridad. Cualquier político sabe que las obsesiones tienen varias caras: la de cuidar el pellejo para no ser asaltado no es gratuita. Sobre todo cuando no se sabe quién es el maleante.