En el mensaje Avances y retos de la nación, leído ayer por el presidente Ernesto Zedillo ante el Congreso de la Unión con motivo de la entrega de su cuarto Informe de Gobierno, se presenta un país que ha llegado a la democracia plena y que, salvo por lo que concierne a la inseguridad y el crecimiento de la delincuencia, avanza en forma sostenida en la solución de sus problemas más acuciantes. El mandatario describió una economía con bases muy sólidas, que ha dejado atrás la crisis económica iniciada en diciembre de 1994 y que, de no ser por los deplorables factores externos que todos conocen, se ha eximido del riesgo de una nueva crisis sexenal. Zedillo reseñó también importantes logros gubernamentales en política social, educación, salud, infraestructura y promoción del federalismo, entre otras materias.
Es posible pensar que, una vez más, el Informe respetó el ritual de todos los anteriores: prescindir de la mínima tentación de la autocrítica. ¿Para qué poner en duda la sabiduría irrefutable e irreprochable de las decisiones gubernamentales? Pero es precisamente ese acercarse a los puntos debatibles de la administración lo que permite el inicio y la consolidación del diálogo democrático. Antes del Informe del Presidente se vivió en el Palacio Legislativo la energía y la esperanza de los discursos críticos de los partidos de oposición, y sólo la intervención de la bancada priísta nos hizo evocar los tiempos en que desde el gobierno el único trato generoso con la oposición era el indulto.
Pero el informe le pareció a muchísimos un acto de cancelación del diálogo verdadero que siempre incluye a la autocrítica. A diferencia de otros, aquí se prescindió de la confrontación directa, lo que es de agradecerse, pero se volvió a declarar perfecta la acción gubernamental sin siquiera advertir las numerosas objeciones que van desde los proyectos distintos sobre el Fobaproa del PAN y del PRD, a los señalamientos específicos de corrupción en el caso de fondos entregados al PRI en la campaña de 1994, al deterioro creciente de las condiciones de vida en Chiapas y al ostensible empobrecimiento de las mayorías.
El discurso presidencial no percibió siquiera la posible verdad de estos hechos ni registró el amplio descontento innegable en el país. Por supuesto, no se le pide a gobierno alguno que le conceda automáticamente la razón a sus adversarios, pero sí que conteste o incorpore, para descalificarlas analíticamente, algunas de sus objeciones primordiales. En el Informe se repitió lo básico y lo ya dicho a lo largo del año; en este sentido, no fue una síntesis sino una proclamación de las ``verdades ya clarificadas''.
Vale la pena, y es incluso obligado, que el gobierno considere las razones de la crítica, la desconfianza, la falta de credibilidad, el recelo, las sensaciones de ingobernabilidad, todas ellas presentes en el país de un modo que no disipan los discursos más optimistas. El Presidente evadió o consideró francamente insignificantes temas del año transcurrido que a un sector enorme nos preocupan de manera profunda. Así, por ejemplo, la matanza de Acteal del 22 de diciembre de 1997, es uno de los hechos más trágicos del México contemporáneo que ha mezclado racismo (practicado incluso por indígenas), impunidad, investigación más que defectuosa y banalización oficial. Así, el desempleo abierto y el negado por las estadísticas se han vuelto otra de las inmensas tragedias de México que debió merecer siquiera un comentario; en vez de eso se prefirió la magia de las estadísticas a las que, ciertamente, es posible oponer otras, en sucesión interminable.
No queremos aquí entablar una polémica a fondo con el Informe presidencial, que se irá dando a lo largo de los días en muy diferentes espacios, pero no es posible evitar la precisión periodística: toda falta radical de cuestionamiento y autocrítica, vuelve a un documento asunto de fe y no de conocimiento público.
Ha de señalarse que la visión presidencial de la nación dista de ser compartida por el conjunto de la sociedad. Para la mayoría de los asalariados, los efectos de la crisis económica --desempleo, carestía, reducción del ingreso, desprotección y, en general, deterioro de la calidad y el nivel de vida-- siguen siendo una realidad amarga y cotidiana. Para la mayor parte de los ejidatarios, comuneros y pequeños propietarios, el abandono y la postración en que se encuentra el agro son datos reales. Para los indígenas, siguen vigentes las lacras de la discriminación, la marginación, la opresión, los cacicazgos, el saqueo y la sombra de la guerra. Para una buena parte de la ciudadanía, la transición a la democracia es un proceso inconcluso, peligrosamente acotado por la erosión y desgaste institucional y de pérdida de la credibilidad, fenómenos que no sólo afectan al sistema de justicia, sino a los organismos del Estado e incluso a instancias ajenas a él.
La pluralidad y las diferencias de criterio --naturales y positivas en un contexto de libertades, como lo señaló el propio Zedillo-- explican estas percepciones contrastadas, así como el hecho que en el horizonte presidencial no aparezcan los desencuentros entre el Ejecutivo y el Legislativo a propósito del Fobaproa, ni los riesgos de un nuevo descarrilamiento mayor del panorama económico como factores relevantes de preocupación.
Desde cualquiera de esas lógicas, sin embargo, resulta por demás difícil entender la omisión del conflicto chiapaneco en el mensaje presidencial. La descomposición imperante en Chiapas, las ramificaciones del problema, la cada vez más precaria paz en esa entidad, así como el sufrimiento humano que esos procesos imponen a los más ignorados y agraviados de los mexicanos, debieran merecer algo más que el silencio.