Hace tiempo que pasó de moda preguntarse por la viabilidad de México como nación. Incluso, hablar de proyecto nacional y de su necesidad primordial para la política y el desarrollo del país, lo hacía a uno digno de toda sospecha. Nación había y los proyectos estaban bien establecidos en la Constitución, para algunos, en las leyes de la historia o el mercado, para otros, pero existían de una vez y para siempre.
La llamarada chiapaneca, junto con sus derivados en la ciudad de México, entre los contingentes más jóvenes de la cultura citadina, fue y por desgracia se cristalizó como tal, una espectacular y traumática llamada de atención en contrario. Ni geográfica ni socialmente, tampoco desde el punto de vista político, México podía presumir de ser un país bien cohesionado, integrado por algo más que el discurso o las ilusiones de sus elites o las fantasías de sus clases medias, que precisamente ese año volvían a soñar con una entrada pronta y triunfal al mundo del progreso y la buena vida.
Las jornadas frenéticas de ese año, en las calles de Barcelona, destinadas a dotar al sistema político de vías seguras para desenvolverse como un nuevo mecanismo para constituir y luchar por el poder, funcionaron. Y a partir de 1995, a través de muchos sobresaltos, la política pudo mostrar su viabilidad y hasta sus promesas. En 1997 nos asomamos por fin a las luces de una política plural productiva.
Sin embargo, pronto asomaron las sombras. Del festín democrático pasamos sin el menor trámite a la dificultad burocrática y emergió con toda su fuerza la gran falla que determina el rumbo y el ritmo de la democracia como forma efectiva de gobierno: el gran déficit institucional que pone en entredicho radical la ingenuidad democrática, que de la mano con la ilusión neoliberal, postula hasta el tedio que basta con elecciones y mercados libres para que lo demás, la vida y la sociedad buenas, se den por añadidura.
Las promesas del cambio estructural conforme al recetario del llamado Consenso de Washington no se han cumplido. La pobreza se ha extendido y vuelto más severa, y el crecimiento económico, cuando se da, no alcanza para el empleo que se requiere ni para imprimirle solidez al conjunto del esfuerzo productivo nacional. La vulnerabilidad secular de la reproducción capitalista se vuelve fragilidad de miedo y lo que priva y vuelve a privar, así en la economía como en la política, es una incertidumbre que poco tiene que ver con la que describen los textos sobre las virtudes de la democracia y el mercado.
Sin promesas cumplidas, la duda sobre nuestra viabilidad vuelve a aparecer en el horizonte más cercano, aquél que define la ambición política y pone a prueba el verdadero compromiso de Estado de los políticos. De los negociantes que se han apresurado a ``cubrirse'' en dólares o a reclamar del gobierno premios majaderos en materia de tasas de interés de los Cetes, para qué hablar. Su viabilidad y promesas no son de este mundo; no al menos del mundo de los que por su peso demográfico y electoral, pueden volver a dar sentido nacional a la pluralidad política y a la creatividad económica. A ellos debería dirigirse por fin el discurso de los que mandan o quieren hacerlo. Llegó el tiempo de hacerlo, sin más.