En el momento actual, en Rusia confluyen una crisis económica sin precedentes y una crisis política y moral. La desconfianza respecto del gobierno de Boris Yeltsin y Victor Chernomirdin --quien declaró que defendería al rublo y al día siguiente lo devaluó-- aumenta la clásica tendencia a ahorrar divisas extranjeras, incluso fuera del sistema bancario, y ello retroalimenta la caída de la moneda nacional y arrastra a las de los países vecinos.
Los bancos alemanes que concedieron fuertes créditos a Rusia pierden a su vez millones de dólares. Las grandes empresas transnacionales que creyeron ingresar a un mercado virgen y promisorio sufren graves percances económicos, y las corporaciones rusas --que, como consecuencia de las privatizaciones, terminaron en su gran mayoría en manos de sus ex directores-- no se han renovado ni han invertido, con lo cual son cada vez menos competitivas en el mercado mundial y hasta en el de la antigua Unión Soviética.
Por su parte, las mafias, los tecnócratas y la burocracia ex comunista no constituyen una clase capitalista inteligente y dinámica. Yeltsin, en quien el Grupo de los Siete había depositado todas sus esperanzas, ha perdido el control de la situación y diversos comentaristas rusos e internacionales prevén su renuncia, a pesar de sus declaraciones en contrario. Para colmo, el Fondo Monetario Internacional advierte que si el nuevo gobierno ruso no aplica la política económica previamente acordada con ese organismo, podría no entregarle los créditos ya concedidos. Pero éstos son notoriamente insuficientes y, en caso de un agravamiento de los problemas actuales, el FMI no dispone de los fondos necesarios para paliar siquiera parcialmente una crisis que supera con mucho a la de los países asiáticos.
En esas condiciones, Chernomirdin se mueve en dos direcciones difícilmente compatibles entre sí: por una parte negocia con el FMI y por la otra busca dar a la economía un giro proteccionista y estatista, cuyo correlato político sería un gobierno de coalición con el Partido Comunista que Yeltsin pretendió desmantelar en 1991.
Aunque la balanza comercial rusa muestra números positivos (10 mil millones de dólares en el último semestre), la caída de los precios de las materias primas (petróleo, maderas, minerales, gas) en casi 30 por ciento y la devaluación del rublo encarecen las importaciones y no le permiten a Moscú contar con los recursos para cubrir los pagos de su deuda externa y superar la crisis reanimando y modernizando la economía. Hay que prever, por lo tanto, los efectos de la crisis rusa en toda Europa oriental, una mayor depreciación de las exportaciones petroleras debido a las ventas masivas de crudo para obtener divisas, una campaña presidencial marcada por el nacionalismo, muy potente en las fuerzas armadas ex soviéticas, la aparición de tendencias proteccionistas y el retorno de algunas normas económicas de tiempos de la URSS. Los cambios en Rusia apenas comienzan y tal vez los que están por venir sean tan dramáticos, o más, como los ocurridos en lo que va de esta década.