La Jornada Semanal, 30 de agosto de 1998



Claudio Magris

ensayo

Delito de Conferencia

``Quien, como muchos de nosotros, aseste a menudo y repetidamente conferencias, descarga su conciencia pensando que raramente éstas son escuchadas en serio'', dice Claudio Magris mordiéndose un poco la lengua conferenciera. Se dio una mordida igual el olvidado literato Giuseppe Garzolini, autor del delicioso opúsculo ``Contra la Conferencia''. Muchos lectores y el Director del Suplemento tendrán que ponerse el saco al leer estos vejámenes.

La libido de hablar en público: una manía antigua, que hoy asume aspectos cada vez más grotescos.

Se ha perpetrado una conferencia'', anunciaba en 1893 Giuseppe Garzolini con el tono dramático de quien, en una novela policiaca, descubre un delito invitando a buscar al culpable y el móvil. Literato menor e inevitablemente olvidado, Garzolini -por lo menos a juzgar por sus escritos endebles y extravagantes, dedicados con puntillosa precisión a curiosidades humanas y lingüísticas- debe haber sido una de aquellas personas que alegran la vida gracias a la agradable ironía con la que toman las cosas por los cabellos, dejándolas ir antes de que su peso se vuelva demasiado insostenible, mirándolas sólo lo suficiente para entender el juego, y volteando hacia otro lado antes de que muestren su rostro de Medusa.

Hoy día sería mucho más difícil individualizar al autor de aquel delito; si se tuviera que perseguir a quien haya dado una conferencia, se debería incriminar a grandes multitudes, de modo que no queda más que despenalizar el delito de conferencia, según la tendencia -siempre más difundida y sostenida especialmente no tanto por quien está molesto por la corrupción creciente de Tangentopoli, cuanto por quien busca combatirla- con base en la cual un delito no es ya considerado tal cuando se vuelve demasiado frecuente.

Pero ya un siglo atrás la libido loquendi, la libido de hablar y hablar lo más posible -junto con aquella, más frenética, de adoctrinar, iluminar y persuadir a los demás- tuvo que haber cubierto al mundo como una baba espumosa, si un literato de provincia como Garzolini tuvo el capricho de escribir un delicioso opúsculo con el título Contra la conferencia, dándole la forma de una de aquellas conferencias que él tenía el vicio de impartir.

¿Qué es, se pregunta, lo que impulsa cada día a tantos valientes a volcar sobre tantos hombres de bien un torrencial flujo de palabras, agresivas, persuasivas o pensativas, según el carácter, el lugar o la circunstancia? Hijo del siglo de los grandes sistemas filosóficos, que encerraron al mundo en las espesas mallas de los conceptos y de las categorías generales, Garzolini clasifica, ordena, subdivide los diversos tipos de oradores, después de haber trazado la parábola que ha llevado desde el originario conferencista al más modesto conferenciante y, en fin, al agitado e inflado rollero. Existen el orador novato y emocionado, aquel acostumbrado a aplausos y a salas vacías, el que se las sabe todas, y ese ambulante que ``lleva el pan eucarístico de su ciencia a los moribundos lejanos del campanario de su feligresía'', el ``machacón'' que martilla siempre sobre el mismo clavo; existen el curial y el provocador, el que se nutre de calamidades, y aquel que levanta los ánimos al sol del progreso; quien lamenta el relajamiento de las costumbres, la debilitación del patriotismo, el vilipendio de la religión, la decadencia del arte y el atontamiento de la juventud. Naturalmente, también el público se divide en categorías precisas: los amigos, los amigos de los amigos, los cómicos, los fieles al rito social, los curiosos, los malignos, los holgazanes, los perversos, los comprometidos, los ansiosos de intervenir, y aquellos que buscan, al menos por una hora, una compañía cualquiera porque el Eclesiastés dijo: ``¡Ay de quien está solo!'', y ellos lo viven en carne propia.

El erudito Garzolini abandona pronto la idea inicial de buscar un motivo recóndito tras el evidente y anunciado en el título. El conferencista obedece a una pulsión primaria con fin en sí misma, a un componente de la sangre, suya y de toda su especie; más aún, a una fuerza cósmica, a una especie de ley física universal, ya que Garzolini hace la hipótesis de que ``la conferencia tuvo que haber existido aun antes de los seres organizados'', en la reacción de vapores corrosivos y en el mar bullente de la atmósfera en la época de formación del planeta.

La broma del buen Garzolini, que se burla también de sí mismo, registra un proceso que desde entonces ha ido creciendo sin parar en la sociedad y en la cultura. La tierra exhala palabras, opiniones, comentarios, alocuciones, comunicaciones, burbujas y burbujitas que la envuelven como un gas, en una fiebre de hablar que recuerda la locuacidad forzada e irrefrenable de ciertos inmortales personajes de Dostoievski. Antiguos preceptos -ama a tu próximo, carpe diem, proletarios de todo el mundo uníos- ceden el paso al eslogan universal: hablemos. Conferencias, debates, entrevistas, mesas redondas. Si algo pasa, los periódicos no investigan lo que pasó, sino que publican declaraciones, opiniones y comentarios sobre lo sucedido, que termina por pasar a segundo plano o por desaparecer.

Cada quien dice lo suyo, como es justo, sobre Dios o la alcoba, pero no le basta con decirlo -y escucharlo- con los amigos en la cervecería. Con frecuencia tiene la necesidad de subir al podio o de sentarse frente a un podio, lo que es lo mismo, porque da un toque de oficialidad y de importancia, da la ilusión de no estar frente a un jarro de cerveza, frente a la vida y a la muerte que avanza entre un trago y otro, sino en la pasarela de la Cultura y de la Historia. A decir verdad, las sonrisas en ciertos rostros que pasan al lado, la justa presión de la cerveza y los amigos que están a la mesa deberían ser suficientes para amar el tiempo que pasa; descuidarlos para ir a dar o escuchar una conferencia puede ser una culpa.

Se peca también por omisión, dice el catecismo, y seremos llamados a responder por todas las veces que hemos descuidado el amor y el sexo para participar en un convenio sobre el sexo, la cultura y la sociedad. Pero vivir es evidentemente difícil, si hay tanta necesidad de exhibirse, de dominar la propia ansiedad, dándose importancia y volviéndose conferencista de los propios amores o de las propias desdichas, yendo por ejemplo a debatir en público -según un programa preciso, que establece la hora, la duración y la secuencia de las intervenciones- con sus propios amantes o genitores, con la ilusión de que la tribuna o la pantalla televisiva den más consistencia a la fragilidad de nuestros sueños y de nuestras penas.

El viejo Garzolini, que en conferencias era experto, sabía bien que muchas de ellas son honradas e inteligentes, capaces de establecer un contacto real y crear un verdadero encuentro, llegar a las conciencias y atestiguar valores, constituir una experiencia y abrir nuevos horizontes. Pero el significado, la participación intelectual y emotiva de una comunicación hacen más justificada y feroz la sátira de su abuso y de su degeneración autoparódica. Sin embargo, aquel ruido de fondo es también benévolo y misericordioso. En una intensa página de su Laberinto, Eugenio Scalfari confronta el Yo oscuro, impersonal del cuerpo -ignaro de ser e ignaro de la muerte, infeliz aunque torpe unísono con el fluir de la naturaleza- y el Yo intelectual, civilizado, que lo sacude a su ignaro abandono y lo obliga a entrar en el engranaje de la cultura y de la sociedad, dándole dignidad, pero también, como la antigua serpiente, la conciencia de la muerte. Una vez que esto se aprende, no se olvida jamás; es arduo regresar con absoluta serenidad a los elementos y asumir a sabiendas, en silencio radical, el propio disolverse en la nada, como acontece al personaje del Laberinto. Con frecuencia aquel desnudo silencio, que pone cara a cara con el vacío, es insoportable, y no queda más que buscar aturdirlo, distraerse de su pensamiento. Hablar, hablar sin interrupción, sirve también para eso: para distraerse de la nada. Y entonces, las palabras que uno se vierte encima se vuelven un juego, un pasatiempo, como las pelotas de nieve que se arrojan los muchachos. El Yo oscuro y profundo del cuerpo, despertado de su beatífico entorpecimiento, tiene la necesidad de trastornarse en el mecanismo de la retórica; ella, dice Michelstaedter, es el fragor que los hombres hacen para sentir menos la muerte.

Quien, como muchos de nosotros, aseste a menudo y repetidamente conferencias, descarga su conciencia pensando que raramente éstas son escuchadas en serio. Quien se sienta entre las filas de los oyentes deja a menudo vagar la mente en una agradable indeterminación, mecido por

el sonido que llega del podio, como cuando se miran las espirales del humo del cigarrillo; el estornudo de un vecino puede hacer perder el hilo del discurso y desvía hacia otros pensamientos.

Entre los varios tipos de conferencistas, Giuseppe Garzolini menciona aquel hipnótico, que induce al sueño. Puedo atestiguar su existencia. Hace muchos años, di una conferencia en un círculo de damas, la mayoría entradas en años. Mientras yo hablaba, alrededor de la mitad dormía, profunda y serenamente. Me sentía halagado de darles aquella paz y aquella libertad interior; pensaba en el valor religioso del sueño, sueño de confiado abandono a la vida y a Dios, como dice el padre Brown en un cuento de Chesterton, mientras el insomnio es atormentada inseguridad y ansiedad de culpa; pensaba en una página de Singer sobre el sueño después del amor y estaba virilmente orgulloso de haber satisfecho tan plenamente a las durmientes, tanto que procuraba no despertarlas hablando con tono bajo, mientras que miraba de reojo a las pocas despiertas, evidentemente no tan satisfechas. Desafortunadamente el aplauso final de estas últimas arrancó brutalmente del sueño a las otras, entre las cuales una en primera fila, beatíficamente volcada en la silla, dijo: ``¿Puedo hacerle una pregunta?'', quizá para hacer olvidar su siesta. ``Seguro, señora'', contesté con la nobleza del liberal abierto al diálogo. ``¿Usted habló de Kafka, verdad?'' ``No, señora, de Goethe.'' ``Oh, perdóneme.'' ``No hay de qué.'' Y así concluyó aquella conferencia, como debe ser, con un pequeño debate.

Traducción: Annunziata Rossi