El gran novelista Fernando del Paso, director de la Biblioteca Iberoamericana Octavio Paz, de la Universidad de Guadalajara, nos hacía notar la extraña influencia de Fernand Léger, el pintor predilecto del fascismo, en los murales revolucionarios de Siqueiros y Amado de la Cueva que decoran techo y paredes de la Biblioteca. Toda la parafernalia de la revolución está presente en la obra monumental: estrellas rojas de cinco puntas, hoces y martillos, obreros y campesinos entusiastas, con los puños en alto y los instrumentos de trabajo esgrimidos como armas. Al fondo, un Zapata-pantocrátor convoca a la lucha por la tierra a los ``humillados y ofendidos''. El hermoso edificio fue, en su primer momento, el Colegio Universitario de la Compañía de Jesús y, a raíz de la expulsión de los entonces ilustrados padres decretada por los ilustrados consejeros del inteligente borbón, Carlos Tercero, Virrey de Nápoles y más alcalde de los madriles que monarca de todas las Españas, pasó de mano en mano y fue bodega, cuartel y oficina de correos y telégrafos. Guiados por Fernando recorrimos el local y pensamos en los temas relacionados con el arte y la ideología. Siqueiros, De la Cueva y Léger nos señalaban los caminos de la revolución en la tierra de la ``cristiada'' y el FESO (Federación de Estudiantes Socialistas de Occidente); del fundamentalismo derechista y el integrismo de la izquierda; de la Acción Católica con resabios belicosos (``Que viva mi Cristo, que viva mi Rey, que impere triunfante por siempre su ley. Viva Cristo Rey, Viva Cristo Rey...'') y de la masonería que oscilaba entre la cautela dictada por la presencia todopoderosa de la derecha y su voluntad de acabar con el ``oscurantismo'' (un mi tío, miembro prominente del Rito Nacional Mexicano, cuando alcanzó el grado máximo en la logia tapatía, recibió un título que me hundió en la perplejidad geográfica: ``Gran Oriente de Occidente.'' Su ateísmo era tan militante, que cuando alguien exclamaba un clásico ``¡Ay Dios!'', replicaba presuroso: ``No hay''). Fernando del Paso y los señores participantes en el homenaje a Paz, comentamos que Octavio hubiera gozado las especulaciones sobre el extraño maridaje estilístico y las contradicciones ideológicas implícitas en el mural que juntó a Siqueiros con Léger.
Ernesto Flores, sabio y memorioso, y este bazarista dedicaron una tarde lluviosa a la tapatía, con gran maquinaria de truenos y rayos, torrentes incontenibles y, de repente, el cielo limpio y el gran sol hundiéndose por los rumbos del Pacífico, al recuerdo de Victoriano Salado çlvarez, historiador, cuentista, memorialista, diplomático y hombre de cultura descomunal y de memoria sólo comparable a la de Carlos Monsiváis. Sus Episodios Nacionales reeditados por el Fondo de Cultura Económica, registran, a la manera de Galdós, los momentos fundamentales de nuestra historia de invasiones, vejaciones y algunos, muy contados, momentos de gloria (de acuerdo con los nuevos valores que integran la llamada ``identidad nacional'': el triunfo del 5 de mayo y el gol que Luis Hernández les encajó a los holandeses). Por años y años, don Victoriano examinó los inmensos fondos documentales y bibliográficos de la Biblioteca del Congreso. Trabajaba en nuestra Embajada y le robaba horas al sueño para realizar sus investigaciones. Don Guadalupe de Anda murió siendo senador de la República (representaba al gremio ferrocarrilero de acuerdo con el peculiar sistema corporativo que siempre ha privado en el PRM, el PNR y el PRI). Era conocido por su novela Juan del riel, y apenas unas cuantas personas sabían de la existencia de una trilogía novelística que no llegó a terminar. La formaban: Los cristeros, Los bragados y El catorce. Hace unos años, la Secretaría de Cultura de Jalisco, dirigida por el infatigable promotor Juan Francisco González, publicó Los cristeros. En ella se hace la crítica objetiva de las guerras cristeras y, muy lejos del maniqueísmo y de la hagiografía (actitudes constantes en una buena parte de la literatura que trató temas relacionados con el conflicto), nos entrega un conjunto de preciosos retratos de personajes de ese momento trágico y un lenguaje campesino lleno de sorprendentes claridades. Juan Rulfo leyó con entusiasmo el trabajo de don Guadalupe y luchó por su publicación. La edición está agotada. Afortunadamente, Guillermo Schmidhuber y Carlos Eduardo Gutiérrez Arce emprenderán muy pronto la tarea de publicar una nueva edición enriquecida con trabajos críticos. HGV
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¿Cómo se pinta un cuadro? Se vale todo. Puedes pintar lo que ves, como Van Gogh o Monet, un paisaje, un retrato fino, unos limones en una mesa, la rotunda manzana puede ser una aventura estética. O lo que ves en una foto, como Degas o Lautrec. O puedes pintar no lo que ves, sino lo que inventas, atlética y salvajemente, como Pollock o Franz Kline, en cuadros enormes; o con delicadeza, en cuadros pequeños, como el dulce maestro Paul Klee. Ahora, cuando digo ``todo se vale'' no quiero decir que pintar sea el reino de la arbitrariedad. Al contrario, todo cuadro genera un orden y con él cierta necesidad, no lógica, sino estética. Puede decirse sin exageración que cada pincelada compromete y restringe las posibilidades. Dado un comienzo cualquiera, una mancha, unas líneas, lo demás tiene que ser consecuencia. Empezado el cuadro, no puedes hacer lo que te dé la gana, sino sólo lo que corresponde y es coherente con ese planteamiento. Ahí está la dificultad. Un ejemplo extremo y delicioso puede aclarar lo que estoy diciendo. Figura en un libro que el dealer Ambroise Vollard escribió sobre Cézanne y es muy aleccionador. Dice así:
Mal puede imaginar quien no haya visto pintar a
Cézanne hasta qué punto era lento y penoso su trabajo algunos
días. Hay en mi retrato (que por entonces Cézanne pintaba), sobre la
mano, dos zonas minúsculas carentes de pintura. Se lo advertí a
Cézanne.
-Si sale bien la sesión que hoy he acabado en el Louvre -me contestó-,
quizá mañana halle el tono justo para tapar esos claros. Compréndalo,
señor Vollard, si pusiera ahí cualquier cosa al azar, no me quedaría
más remedio que volver a empezar todo el cuadro a partir de ese
sitio.
No pude menos que temblar ante semejante perspectiva. Cuando el pintor es, como Cézanne, grande, la precisión es extrema. Trata de cambiar palabras en los versos de Bécquer o Góngora, o notas en Bach, Debussy o Ravel. Pero aquí, ojo, Cézanne, el más revolucionario de los pintores, declara su necesidad de ir al Louvre con tela y pinturas a copiar humildemente a los viejos maestros. Raro sería oír decir a un poeta ``si me salen estos versos a imitación de un metro raro que usa Darío, puedo terminar mi poema''. Pero en pintura no tiene nada de raro: la apropiación del modo de hacer ajeno es directa y sin recato. Ashile Gorky, padre fundador de la Escuela de Nueva York, copió picassos sin descanso antes de hallar su propio camino. Pero de él dijo De Kooning un elogio que ya quisiera cualquier pintor, a saber, que tenía en los ojos un infalible contador Geiger que sonaba ante lo valioso cuando recorría las salas de los museos. La mitad de un pintor es saber apreciar. Stravinsky también aconseja: si te sientes dudoso o confundido, toma un modelo y síguelo.
En mi caso sucedió esto. Llevaba mucho tiempo nada más dibujando y quería, naturalmente, llevar lo que hacía en papel y lápiz a la tela. Así pinté unos diez o quince cuadros. Bien dibujaditos e iluminaditos. El resultado era pobre y me sentía inquieto y desalentado. Un día descubrí en la librería Las Sirenas un telón de fondo que Léger pintó para un ballet de Darius Milhaud. Me gustó la vivacidad de su ritmo. Pedí permiso para fotocopiarlo, me lo concedieron y me fui con la fotocopia al taller. La puse delante de mí y empecé a pintar. No quería propiamente copiarlo, sino ``hacer algo como eso'', es decir, tomarlo de modelo en el sentido que Stravinsky aconseja. Trabajé. Unas horas después tenía un cuadro distinto del de Léger y distinto de los que hasta ese momento había pintado. Algo había sucedido. Terminé el cuadro y me senté a verlo y a pensar. ¿Qué había hecho? Había logrado pintar, por decirlo así, todo el cuadro al mismo tiempo. Había podido ir al bulto, a la sustancia del cuadro con energía constructiva, sin entretenerme. Había suprimido detallitos y atendido al conjunto. Y, lo que es más importante: había logrado, a medio trabajo, que el cuadro me hablara, que él mismo me indicara cómo debía organizarlo. Yo lo miro, él pide y yo le doy. Sin preconcepciones, libremente, en diálogo con la tela. Ahora de veras estaba pintando. Fue un descubrimiento y un frenesí. Había logrado lo más difícil para mí, a saber, simplificar. Por eso el cuadro hablaba, se organizaba y pedía, porque habría en él claridad completa, es decir, simplicidad. Y tomé una a una las primeras diez telas pintadas y con alegría pinté sobre ellas en el estilo nuevo. Si eso es bueno o no, yo no lo sé. Pero ahora, aunque estoy aún lejos de donde vislumbro o conjeturo que hay que llegar, me siento menos frustrado que al principio, y creo que vale la pena seguir adelante.
En el transcurso de la Historia del mundo hay un número de veces en que algunos se han preguntado: ``¿Por qué los calcetines tienden a perder su par?'' Las respuestas han sido variadas. Una aclaración: no vamos a empezar con los aztecas, porque ellos no conocían los calcetines (el huarache con calcetín es un invento de Teddy Roosevelt). Según el mito griego, Zeus había decidido amanecer con Afrodita, quien le comunicó: ``No van a estar mis papás.'' Pero en el camino a verla, se revolcó un poco con Aracne -Zeus se tuvo que disfrazar de mosca para lograrlo- y perdió un calcetín. Así que llegó hasta Afrodita, tarde, y zumbando. Afrodita, celosa al notar que Zeus tenía un solo calcetín, se lo quitó, lo despedazó a mordidas y arrojó los pedazos de tela al mar y, dice Heráclito, ``la pedacería resultante es el origen de los dos continentes'' (los griegos sólo conocían unas cuantas islas). Los chinos tienen su explicación. Hace miles de años, Tang soñó que era un calcetín y se preguntó si, en realidad, él no era más que un calcetín soñando que era Tang. Consultó al Emperador, y éste le respondió: ``Tang, estás soñando que hablas conmigo y, cuando te mande decapitar, también estarás soñando.'' San Agustín escribió: ``No importa por qué se pierden los calcetines, sino quién los perdió, y contra él habrá que usar más rigor, de modo que, cuando confiese, pueda haber lugar para demostrarle clemencia.'' Santo Tomás de Aquino calculó que el número de los pares extraviados era de mil por cada dos. Lo tacharon de optimista. Ya en su madurez, Aquino dijo: ``El goce ocasionado por traer calcetines que no hacen juego, es uno de los goces más apreciados por los ángeles. Por lo tanto, para saber cuántos calcetines sin par hay, debemos calcular el número de los ángeles. A mí se me ocurre que son dos veces el número que pensaste.'' Maquiavelo le reveló al Príncipe: ``Uno de los calcetines asesina al otro para mantener su poder'', y los dos salieron huyendo al exilio.
Fue Hobbes el primero en sostener una aseveración sin rodeos: ``En el estado de naturaleza los hombres son bastante iguales: todos tienen la misma capacidad para robarse calcetines, capacidad que cesa solamente con la muerte. Y, como sabemos, es el miedo a que los demás estén planeando dejarnos con calcetines disparejos, lo que lleva al hombre a firmar un pacto con el Estado que, de pronto, hace acto de presencia en las azoteas.'' Descartes mencionó una sola vez el asunto: ``Dudo de que exista algo así como calcetines dispares: podemos sumar azules con rojos, y es lo único que podría preocuparnos.'' Rousseau se saltó a Descartes para responderle a Hobbes: ``El hombre nació sin intenciones de dejar a los demás sin calcetines en pares, aunque por doquier ande intentándolo. Pero es producto de los calcetines particulares, no del calcetín general, fuente legítima de todo Estado, que no es que aparezca a la hora de la firma del contrato social, sino que es su principal testigo.'' Parece que Kant introdujo una nueva perspectiva: ``El calcetín sin par es una presuposición de toda experiencia calcetinesca posible.'' Adam Smith incluyó el tema en su clásico texto: ``Nadie se propone, por lo general, dejar al otro con calcetines que no hacen juego. Cuando lo hace, únicamente considera su propio interés, el mayor valor posible, su ganancia propia, pero en este como en muchos otros casos, es conducido por una mano invisible: a la larga, todo par extraviado regresará a su dueño.'' Hegel volvió sobre el mismo punto, tras saludar a las tropas francesas que venían de saquear su casa: ``Lo calcetinesco es la particularidad reflejada en sí y referida a la universalidad, esto es, la individualidad; esta es la autodeterminación del calcetín de ponerse en lo Uno como negación de sí mismo, en cuanto determinado y, al mismo tiempo, de quedarse en sí.'' Marx señaló las diferencias entre el calcetín ``concreto'' y el ``abstracto'': ``A un determinado nivel de desarrollo de la producción, del comercio y del consumo, corresponden determinadas formas de la constitución social de los calcetines, una determinada forma clasista de lavarlos, tenderlos y enrollarlos (la `bolita' de dos calcetines expresa un modo de producción); en una palabra, una forma concreta del calcetín. Por lo tanto, el que se pierdan y queden disparejos, no es más que la expresión de un sistema social injusto.'' Nietszche afirmó en su juventud: ``Sólo las vacas apolíneas pueden juzgar a un calcetín porque se quedó sin par y luego irle a lloriquear a sus mamás.'' Y ya en el manicomio, dijo: ``Les va a resultar curioso, pero estoy peor que un calcetín sucio.'' Freud apuntó en su diario algo sobre el tema, aunque de manera tangencial: ``Frau T. llegó con todo eso de que los calcetines se quedaban sin par. Y a continuación contó un sueño en que le desnudaba los pies a su hijo, con los dientes. Y, a la mañana siguiente, se despertó, y gritó la palabra `strudel' tres veces y se desmayó.'' A Husserl le extraemos este párrafo de la Fenomenología del calcetín: ``Mi calcetín carece de presuposiciones, a pesar de que esto que acabo de escribir es una presuposición. Perdón.'' Heidegger: ``El hombre como Ser-en-el-mundo se preocupa por los pares de calcetines como facticidad de la existencia como Ser y como tiempo-en-el-Ser, y, si descubre sus misterios, todo estará perdido.'' Hasta que, más recientemente, Derrida aportó: ``El calcetín es un signo.'' Y, mientras, los calcetines siguen perdiéndose.
Hace unos cuantos días la Asociación Internacional de Hispanistas (AIH) llevó a cabo su XIII congreso trianual en la ciudad de Madrid. Entre los grandes rubros a estudiar se encontraban las literaturas de los siglos de oro y medieval, que son -o cuando menos así parece- el eje central de la Asociación. Pero también en el congreso se leyeron ponencias sobre temas de moda, como los centenarios de la generación del 98 o del nacimiento de Federico García Lorca. Otros campos que, se dijo ante la prensa, tendrían gran relevancia en el encuentro de casi mil especialistas de todo el mundo y de España, fueron la literatura femenina, la hispanoamericana en general y el auge que está teniendo Internet en el desarrollo, acumulación y estudio de las letras de habla hispana. Si esto último se presentó como la gran novedad del congreso, también sería el tema que más ampollas sacó y que con más claridad descubrió algunos intríngulis tanto de la Asociación como de la visión esquizofrénica que la red está provocando en casi todos los terrenos de estudio dentro de las humanidades y, en particular, en el ámbito de nuestra lengua. Con una minúscula proporción de sesiones programadas en relación con los otros rubros, el análisis de la digitalización de textos, documentos e imágenes hecha con la idea de mejorar la enseñanza, el estudio y la escritura y lectura de la literatura escrita en castellano fue presentada por la AIH como la propuesta contemporánea que con toda certeza cambiará la actitud de lectores, escritores y académicos ante las letras del pasado y del presente. Pero también, y con esto se dio un duro golpe a las sesiones de trabajo, en el inicio del congreso y desde las alturas, con viejas consignas superadas ya en otros países y otros medios, se condicionó la importancia de Internet e incluso se llegó a amenazar su libertad. Mucho se presumía en los pasillos de la Universidad Complutense, en concreto en dos de las facultades históricas durante la guerra y la toma de la capital, Medicina y Filosofía, de que si no se había realizado antes una reunión en Madrid era porque, siendo una ciudad absolutamente franquista, a la Asociación, creada por hispanistas cercanos a la II República, no se le había invitado hasta ahora. Sin entrar en detalles, lo que me importa destacar en relación con esto es que si ese espíritu de libertad tuvo la Asociación en sus inicios, otro tenor pareció presentar en Madrid poco antes del cambio de presidencia. De entrada, sin serlo necesariamente, gracias a las palabras oficiales todos los participantes fuimos hispanistas en bloque festejados por la corte. Cualquier matización estaba de sobra. Pero además, gracias al discurso de Agustín Redondo, presidente en funciones de la AIH, todos temíamos al bilingüismo. Ya en relación con las nuevas tecnologías, de forma oficial la postura resultó no sólo distinta sino aun opuesta a la expresada promocionalmente por la Asociación. El que cervantistas de la importancia de Jean Canavaggio mantuvieran ciertas reservas ante la digitalización de textos; el que hablaran de peligros frente a ``entidades autónomas incontrolables'' resultaba en cierta forma una postura comprensible. Sobre todo porque respondía a una opinión personal e inteligente. ``Las ediciones electrónicas de libros -dijo Canavaggio- están muy bien, pueden llegar a ser muy útiles, pero siempre que sean un medio y no un fin. Hay que adaptarse a la revolución, sin duda, pero no debemos hacer de eso la única razón de ser del oficio.'' Y creo que este es el sentido de ediciones en CD-ROM como la del Quijote editada por el instituto Cervantes, la del Banco de Datos de la Academia o la de las obras completas de Menéndez Pelayo del CSIC. O de otros tantos trabajos que se han hecho en Hispanoamérica. Pero lo que nunca debió pasar durante este XIII congreso es que el presidente de la Asociación, en el discurso inaugural, hiciera declaraciones como la siguiente. Allí Redondo expresó ante un público menos asombrado de lo que uno esperaría como testigo y partícipe del fin del siglo: ``La extensión de las autopistas de la información puede provocar, si no se le canaliza y domina, graves problemas para el idioma y la cultura española e hispanoamericana.'' Esta forma de enfrentar el asunto es la que ha provocado el desinterés de las instituciones académicas en cuanto a dar un apoyo amplio a proyectos de digitalización y presentación en red o en CD-ROM de materiales, con el consecuente desequilibrio que se está creando entre los editores y servidores de habla hispana y los de otras lenguas y culturas. Resulta paradójico que, mientras los reyes de España aceptaron departir de forma abierta y relajada con todos los miembros de la AIH, sin importar la nacionalidad de éstos ni sus ideas políticas, Redondo pusiera en boca de todos, y sin ninguna consulta previa, ideas como las de que el mayor peligro de la lengua es el bilingüismo o de que la canalización y el dominio de la red, el medio con más libertades del momento, son la única política correcta a seguir. Estas palabras, al contrario de sonar a republicanas, remiten al monarquismo y a los directorios de más viejo cuño.
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