De acuerdo con una de las versiones del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, desmoralizar es ``corromper las costumbres con malos ejemplos o doctrinas perniciosas''. En otra más es, simplemente, ``desanimar'' (21a. ed., 1992).
Me parece que las dos definiciones nos caen de perlas, porque México sufre una evidente corrupción de sus costumbres y pocos podrán dudar, aunque muchos lo nieguen, que la raíz de nuestros problemas, nacionales e internacionales, deriva de las ideas neoliberales o, dicho de otra manera, de ese capitalismo que creía haber triunfado a partir de la caída del muro de Berlín, en noviembre de 1989. Pero, al mismo tiempo, somos una sociedad sin alma: des animada.
Hemos perdido la moral y esto es cada vez más notorio. De nada sirven las doctrinas trascendentales, inspiradas por decálogos, particularmente cuando los más conspicuos representantes de las iglesias no comparten las angustias y necesidades de la grey. Obviamente, hago una excepción para cierto obispo de San Cristóbal a quien respeto y admiro y para todo su equipo. Pero tampoco sirven otras doctrinas, del color que se quiera, en gran medida, porque se han olvidado. ¡Obsoletas, dicen!
La moral perdida es, por supuesto, de las dos maneras. Pero me interesa sobre todo la segunda manera: la pérdida del alma o del ánimo. Recuerdo, y quizá sea irme a lo muy remoto, la guerra de España, cuando se decía, tal vez después del triunfo en Guadalajara sobre las fuerzas expedicionarias italianas al servicio de Franco, que la moral de nuestras fuerzas era muy elevada. O, meses después, cuando los bombardeos sobre Barcelona colocaban a nuestra moral a su más bajo nivel.
En ese sentido de moral, más que en el otro, me parece que México atraviesa por una etapa profundamente peligrosa. Dominan la desconfianza, el escepticismo, el miedo, tanto físico como ese otro que ve hacia el porvenir sin perspectivas. Nadie cree ya en la autoridad ni se deja convencer por las frases repetidas hasta el cansancio de que vamos bien, de que vamos por el buen camino. Lo que recuerda la manida frase de que los buenos caminos o los caminos empedrados de buenas intenciones, llevan derechito hacia el infierno.
Todo ello tiene que ver con los tres caminos hacia la democracia. Sin duda, y hay que reconocerle el mérito al presidente Zedillo, la democracia política es ya un logro, no porque sea perfecta, sino porque al menos en lo electoral está funcionando y funcionando bien, sobre todo a partir de eso que ahora llaman ``ciudadanización'' de los procesos electorales.
La democracia económica está de los perros. El famoso y bien intencionado en sus orígenes Fobaproa, ha desquiciado a la sociedad que se aterra ante la propuesta presidencial de convertir sus desgracias en deuda pública, sobre todo a partir de que tendrá la contrapartida de la ganancia privada de unos cuantos sinvergüenzas, conocidos y por conocer. Tampoco es fácil lograr otra solución, lo entiendo, pero confío en que en el proceso de su búsqueda, en la consulta del PRD de este domingo, se encuentre el camino justo.
¿Y qué decir de la moral social? La delincuencia masiva es la respuesta ante la imposibilidad de vivir en una sociedad del trabajo. Pero también ayuda a la desmoralización, y no poco, la presencia cada vez menos justificada -política, social y moralmente- de las estructuras sindicales corporativas. Y creo que habría que inventar otra palabra para no usar la muy valiosa de ``sindicato'' que permitiera describir a la clase de explotadores que los dirigen con el pretexto de la representación de intereses obreros. Hay que acabar con esas organizaciones. Y una primera respuesta, pero no la única, está en la reforma de los aspectos colectivos de la LFT. Fuera registros y tomas de nota y verdadera libertad sindical son las exigencias.
El problema es que tenemos que recuperar la moral. Empezando desde muy abajito. Entendiendo que una vieja y pervertida palabra, pero muy bella, ``solidaridad'', puede ser el principio. El problema es de todos a favor de todos y no de todos contra todos.