Para abordar el tema de los zapatos de mujer, hay que empezar por los botines de Jeanne Moreau en la película El diario de una recamarera de Luis Buñuel. Jeanne, según cuentan los biógrafos y los chismosos, sentía una admiración desmedida por Buñuel. La poca medida, tan poca que no era capaz de contener la admiración, llevaba a la actriz a rebasar la línea del castin y de la actig, con la idea de que don Luis rebasara la línea del directing y accediera a ponerse muy cerca de ella, digamos en línea paralela. Don Luis era sumamente estricto y evitaba enredarse, aunque las posiciones fueran nada más paralelas, con sus actrices. Para equilibrar esta fuerza estrangulada estaba la manía del señor Rabour, que era el viejo de la casa donde trabajaba la recamarera, que era Celestine, que en realidad era Jeanne la de la fuerza estrangulada. El viejo tenía una colección de botines de mujer que guardaba celosamente y sacudía, y de paso acariciaba, cada vez que sentía deseos de hacerlo. Su colección y su manía se volvían útiles cuando le pedía a Celestine que se pusiera un par y caminara por la habitación, mientras él la observaba con unos ojos propios de quién echó a andar las máquinas de la lascivia. La escena es ciertamente estremecedora, la cámara se cierra sobre las piernas de Celestine, sus pies van dentro de unos botines, de tacón alto, que vacilan cada vez que dá un paso. Así don Luis, muy a su manera, rebasaba con Jeanne Moreau, la línea del casting, y del directing.
Dentro de la vasta historia de zapatos de mujer que estremecen, podemos destacar los de la señora Arnoux, que aparecen en la Educación Sentimental, de Flaubert. Frédéric, joven heredero y provinciano, llega a París en busca de un amor apasionado. Sin perder el tiempo, a unas cuantas páginas de iniciada la novela, apunta las baterías de su corazón a la señora Arnoux. La señora es mayor que él y está casada con un amigo suyo, sus baterías le han apuntado a un objetivo complicado, y más aún cuando descubrimos que Frédéric, a causa de su enamoramiento súbito y fatal, se pasma cada vez que está con ella y es incapaz de manifestarle su amor. Frédéric alcanza la cima del gozo contemplativo cuando, por ejemplo, la señora Arnoux se sienta al piano a cantar una canción. Este joven provinciano y desgraciado se acerca, por la vía de la amada frente al teclado, a Werther, el personaje, probablemente más desgraciado, de Goethe. Werther, enamorado a tope de Carlota, escribe en una carta: ``Ha recurrido al clavecín y se ha puesto a cantar con tan dulce voz. Nunca me han parecido más tentadores sus labios''. Y más adelante, igual de pasmado que Frédéric, escribe: ``Oh divinos labios de celestial pureza, jamás me atreveré a besarlos``. Estos dos jovencitos compungidos, el de Flaubert y el de Goethe, practican con sus amadas imposibles ciertos desfogues del género lúbrico-ridículo. Un día Frédéric, a la hora de saludar a la señora Arnoux, haciendo acopio de valentía, francamente osado, en vez de besarla en el guante, como era costumbre, le planta la boca en el espacio de piel que quedaba entre el guante y la manga. Werther, por su parte, practica la suerte del beso emplumado: observa que Carlota se pone una miga de pan en la boca para que se acerque un pájaro y le ponga el pico en los labios; el joven se acerca para que el pájaro ponga ese pico, lleno de Carlota, en los suyos; cuando esto sucede, Werther siente que ha besado a Carlota en la boca.
Pero aquí el asunto son los zapatos y Flaubert tiene, entre otras, dos escenas grandes, Frédéric, en uno de sus encontronazos castos con madame Arnoux, no se atreve a echar a andar las máquinas de la lascivia, como lo haría muchos años después el viejo Rabour, En el Diario de la Recamarera de Buñuel: ``La señora Arnoux, vuelta de espaldas a la luz, se inclinaba hacia él. Sentía él sobre su frente la caricia de su aliento, a través de la ropa el contacto indeciso de todo su cuerpo. Se estrecharon las manos; la punta de su botín sobresalía un poco bajo el vestido, y él le dijo, con una voz casi desfalleciente: la vista de su pie me turba''.
La segunda escena de Flaubert es verdaderamente la lujuria del zapato; no pertenece a La Educación Sentimental, aparece cerca del final de Madame Bovary. Emma, que fácilmente pelearía el galardón de la mujer más deseable de la literatura, estaba sentada en las piernas de León, su amante: ``Cuando se sentaba en las rodillas de él, su pierna quedaba colgando sin llegar al suelo, y aquel calzado primoroso sin talón sólo quedaba sujeto por los dedos a su pie desnudo''.
Don Luis Buñuel y don Gustave Flaubert hubieran podido decir ``a sus pies'' o ``a sus zapatos'' indistintamente.
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