Dos acontecimientos han sacudido a la opinión pública internacional y nacional, en las últimas semanas. El bombardeo por misiles contra Afganistán y el africano Sudán, en represalia a la dinamitación de dos embajadas estadunidenses ubicadas en el continente negro, es el primero. Claro que el ataque a estas representaciones merece la condenación más enérgica, pero tan inadmisible es el acto terrorista como la respuesta que reúne características semejantes, calculada y manipulada por el poder público. Es decir, el terrorismo faccioso y el terrorismo de Estado violan por igual las normas morales y jurídicas de la convivencia humana, porque uno y otro tienen el mismo origen: un dogmatismo incompatible con los valores que hacen posible la civilización del hombre.
Los agravios que activan la agresión de las sociedades secretas fundan su violencia en un enjuiciamiento dogmático de las cosas: el terrorista se asume a sí mismo como parte, juez y verdugo, apoyándose en la convicción de ser dueño de la verdad absoluta que justifica el acto depredador. El enorme peligro del terrorismo no está sólo en las prácticas criminales que genera, sino principalmente en el fundamentalismo que lo impulsa al descubrirse personero de una verdad absoluta y autorrevelada en su conciencia.
El perfil terrorista se replica en cualquier gobierno que se siente parte, juez y verdugo de los demás pueblos, condenándolos sin derecho de audiencia y sin importar por supuesto la existencia de órganos o tribunales internacionales; se trata de una censurable réplica de la vieja Santa Inquisición inventada por la Iglesia romana y vaticana. La conclusión está a la vista. El gobierno que decide actos de violencia de una manera unilateral es tan terrorista como el terrorista que arroja una bomba contra gente indefensa, y luego esconde la mano.
Una vez más duele y sangra el corazón al ver cómo la Casa Blanca repite sus imperdonables errores. No puede olvidarse que el Tío Sam está lleno de negros pecados; el inútil bombardeo de Grenada, en el Caribe; la matanza de panameños en el barrio El Chorrillo, con el pretexto de la aprehensión de Noriega; el financiamiento militar de la contra nicaragüense que saboteó a los revolucionarios sandinistas; las bombas de perforación que hicieron estallar refugios en Bagdad; los múltiples golpes económicos y militares que ha denunciado La Habana a partir de 1959; y la difusión de guerras de baja intensidad identificadas sin duda con el sigilo terrorista, son ejemplos recientes que abruman los anales contemporáneos de las élites políticas norteamericanas.
El otro hecho no es menos acongojante. Las denuncias del PRD muestran la terrible corrupción que azota al país desde hace medio siglo. Al transgredir el gobierno la Constitución de 1917 se transformó en órgano político de los señores del dinero locales y extranjeros, rompió el estado de derecho y resultó asociado con minorías financieras contrarias al bien de la población. Esta distorsión política destruye al país desde que se perfeccionó el corporativismo gubernamental, hacia 1947. La crisis que nos abate no es sólo económica, jurídica o política, pues es una crisis histórica que alienta y explica todas las otras crisis en que nos hallamos. La democracia justa del Constituyente 1916-1917 fue cambiada por un presidencialismo autoritario que oprime los derechos de las mayorías y sirve a minorías destinatarias del más alto porcentaje de la renta nacional. Con la denuncia del martes pasado, el PRD desvela parte de las oscuras complicidades del presidencialismo autoritario con los círculos financieros interesados como el que más en mantener y acrecentar el poder político de los gobernantes que los favorecen; exhibir estos vergonzantes mecanismos en el teatro de la república no deja de horrorizar la buena fe de los ciudadanos, sin perjuicio de invitarlos una vez más a volver por los fueros de la democracia como palanca legal y legítima en el propósito de reinstalar en la patria el estado de derecho.