Adolfo Sánchez Rebolledo
La pena de muerte
Sobre la ola de horror suscitada por las confesiones de Arizmendi, el secretario de Gobernación pidió que se abriera el debate sobre la pena de muerte. Si bien es moralmente imposible pedir pensamientos ecuánimes ante una conducta tan execrable y abyecta como la del secuestrador Arizmendi, la autoridad, en cualquier caso, tiene el deber de ponderar con sensatez el significado de una discusión como ésa para evitar que se convierta en una fantasía punitiva. No ha ocurrido así.
Gracias a la generosa e irreflexiva participación de los medios se reavivaron todos los viejos argumentos a favor de la pena de muerte, vista como la solución al problema de la inseguridad que nos azota. Muchos buenos y cristianos ciudadanos, colocados ante el dilema de optar entre el mandamiento religioso que prohíbe matar (tan presente en el caso del aborto) y poner a salvo su seguridad potencialmente amenazada, no dudan un segundo en solicitar la pena de muerte en caliente para los delincuentes. Sería un enorme retroceso.
En vez de legalizar la pena capital requerimos de buenos jueces y mejores leyes. La justicia está contaminada por la impunidad y la corrupción. Es imposible combatir al crimen organizado sin una fuerza que defienda a la sociedad, aun bajo las circunstancias más adversas. Moralizar a los cuerpos de seguridad es un asunto de Estado impostergable, si queremos algún día vivir bajo el imperio del derecho. Pero es una utopía creer que podrá realizarse por la sola voluntad de los gobernantes o como resultado de la necesaria ``capacitación'' de las policías.
Siendo imprescindible profesionalizar la acción de la justicia como un todo, hace falta más que eso: en primer lugar y antes que ninguna otra cosa es preciso poner orden en la casa con el fin de crear un clima de confianza entre la sociedad y las instituciones que hoy no existe o está quebrantado. O lo que es lo mismo: es indispensable culminar de una buena vez la transformación democrática del Estado, pasar la página de la transitoriedad en la que estamos viviendo con el propósito de comenzar a afrontar con seriedad los problemas que dividen a la nación en los dos Méxicos de siempre. Es decir estamos urgidos de una genuina reforma moral que devuelva a la sociedad en su conjunto y las instituciones la iniciativa que han perdido. De otra manera seguiremos resistiendo inermes la expansión destructora del crimen organizado.
Reitero aquí algunos temores: la misma sociedad civil que pide castigos cada vez más severos para los menores infractores y exige la pena de muerte, culpa a las comisiones de derechos humanos de ``no apoyar a las víctimas'', arrojando sobre sus actividades una responsabilidad que no tienen junto a consideraciones que no merecen. Esta campaña no puede pasarse por alto. Las comisiones de derechos humanos no ``defienden'' delincuentes pero sí impiden que la autoridad actúe con impunidad. Si queremos vivir bajo un régimen de derecho es obligado pedir que la ley se cumpla, sin excepciones, sin corruptelas.
En cuanto a implantar la pena capital prefiero los viejos argumentos de Beccaria expuestos en el siglo XVIII:
``No es útil la pena de muerte por el ejemplo que da a los hombres de atrocidad. Si las pasiones o la necesidad de la guerra han enseñado a derramar la sangre humana, las leyes, moderadoras de la conducta de los mismos hombres, no debieran aumentar ese fiero documento, tanto más funesto cuanto la muerte legal se da con estudio y pausada formalidad. Parece un absurdo que las leyes, esto es, la expresión de la voluntad pública, que detestan y castigan el homicidio, lo cometan ellas mismas, y para separar a los ciudadanos del intento de asesinar ordenen un público asesinato.'' (C. Beccaria, De los delitos y las penas)