El presidente Ernesto Zedillo formuló ayer un nuevo llamado a la nación para unir esfuerzos en el combate a la inseguridad y la delincuencia.
La alocución presidencial tocó temas centrales de este grave problema y no eludió los señalamientos autocríticos en torno a la insuficiencia e ineficiencia de las acciones gubernamentales ante el embate del crimen organizado. Particular relevancia revisten el propósito de establecer sanciones más severas para los delitos financieros y el llamado a los medios para no convertir el crimen en espectáculo.
Por otra parte, tanto Zedillo como el secretario de Gobernación, Francisco Labastida Ochoa, se refirieron a la connivencia entre autoridades y delincuentes como una de las razones fundamentales del fracaso de los esfuerzos hasta ahora realizados.
En efecto, la causa central del deterioro de la seguridad pública, de la proliferación de la delincuencia organizada y del incremento alarmante de la impunidad, es la existencia de redes de complicidad, encubrimiento e interés común que vinculan a las corporaciones policiales y a instancias de procuración e impartición de justicia con los grupos criminales.
Tales redes dejan a la ciudadanía en una indefensión absoluta en la medida en que los servidores públicos encargados, en teoría, de protegerla, se alían con sus agresores.
En un segundo momento, esos vínculos obstaculizan la investigación de los delitos, impiden la captura y el castigo de los delincuentes y generan, así, los inadmisibles e indignantes grados de impunidad de que disfrutan los infractores en su gran mayoría.
Es evidente que las bandas de criminales como la que encabezaba Daniel Arizmendi, los cárteles del narcotráfico, los grupos que comercian con documentos oficiales desde las entrañas mismas de la administración pública, o los delincuentes financieros que se apoderan de sumas multimillonarias al amparo de sus cargos en el sector privado o en el gobierno --cuatro ejemplos de actividades delictivas de distinta índole y gravedad--, no podrían operar en la extensión y con el grado de organización que ostentan de no ser por el amparo y la connivencia con servidores públicos de distintos rangos.
En otro sentido, la corrupción y la infiltración del poder público por parte de intereses criminales son fenómenos que, así como provocan la exasperación ciudadana, desalientan la participación social en la necesaria observancia de las leyes.
En esta lógica, resultaría inevitable concluir que --salvo por lo que se refiere a los delitos de cuello blanco, para los cuales nuestra legislación no establece sanciones proporcionales al ilícito-- habría que asegurar el cumplimiento generalizado de las leyes existentes antes que proponer normas nuevas y más severas.
A su vez, para que este propósito sea practicable, se requiere sanear a fondo los organismos de seguridad pública y de procuración e impartición de justicia, así como localizar y desmantelar las vastas redes de la corrupción que existen en ellos, y de ese modo restaurar la confianza ciudadana en tales instituciones.
En tanto no se alcancen estos objetivos, parece insuficiente el margen para convocar a la colaboración entre autoridades y a la amplia participación social en el combate a la delincuencia.