El problema de la vivienda en la ciudad de México se ha agudizado en los últimos 20 años. Así lo muestran: la desatención de la necesidad de nuevas viviendas surgida por el crecimiento demográfico, la formación de nuevos hogares y el desdoblamiento de los antiguos; el mantenimiento de los déficits del pasado, no cubiertos, mostrado por el hacinamiento en las vecindades del área central y el crecimiento de formas de vecindad en las colonias periféricas; el deterioro físico y de la habitabilidad de la vivienda antigua en vecindades y colonias populares periféricas; el aumento de la vulnerabilidad de la vivienda localizada en áreas de alto riesgo, ante emergencias naturales (sismos, inundaciones, trombas y deslaves) o sociales como incendios.
Este deterioro se debe a que la acción del gobierno del Distrito Federal y sus organismos, los promotores inmobiliarios, las organizaciones sociales y los individuos en el campo de la vivienda de interés social y popular, enfrenta serios límites. No hay coordinación suficiente en la programación y acción, entre el gobierno federal (Sedesol, Infonavit, Fovissste), el del estado de México y los municipios conurbados y el del DF. A la necesidad de controlar y limitar el crecimiento extensivo de la ciudad sobre áreas agrícolas, reserva ecológica y zonas de alto riesgo, se contrapone la falta de disponibilidad de suelo a bajo costo en áreas interiores dotadas de infraestructura y servicios, debida al monopolio privado ocioso, su alto costo derivado de la escasez, y lo limitado de las reservas territoriales, congeladas durante los últimos sexenios.
La urbanización periférica implica: altos costos por ampliación de redes de infraestructura y servicios; destrucción irreparable de áreas agrícolas y reservas ecológicas indispensables para la preservación del ambiente; ocupación de terrenos inadecuados y de alto riesgo como barrancas, lechos de ríos y zonas minadas, que llevan a posteriores costos elevados de protección y adecuación; y problemas sociales para todos los capitalinos como transporte inadecuado, saturación vial y contaminación, aumento de horas perdidas en desplazamientos, carencia de servicios y deterioro de la calidad de vida.
El incremento del desempleo abierto, el subempleo y la informalidad y la caída en un 70 por ciento del ingreso de los hogares populares, han reducido la proporción de familias con capacidad y condiciones para ser sujetos de crédito de los organismos públicos y empresas privadas; al tiempo, se eleva la proporción del ingreso que debe ser destinado a la amortización de la vivienda. El gasto público social ha disminuido considerablemente en los últimos 17 años, incluyendo el destinado a la vivienda; el recorte presupuestal decretado durante este año, agrava la situación. Las agudas devaluaciones monetarias (1995 y 1998), el aumento correlativo de la inflación, las altas tasas de interés para frenar la huida de capitales y la reducción del crédito conducen a la insolvencia, las ``carteras vencidas'' y la pérdida de la vivienda por los adquirentes.
La normatividad oficial, muy exigente, es inadecuada e impone requisitos muy onerosos en la situación de necesidades emergentes. Las reglas de operación del sistema financiero (Bancos, FOVI, SOFOLES), excluyen al sector informal y en un 75 por ciento, a los integrantes de organizaciones sociales, a nombre de la ``oferta abierta'' y la ``eliminación de monopolios (?) o presiones organizadas'', bloqueando la acción autogestionaria popular organizada. La carga heredada de anteriores administraciones capitalinas (rescate financiero, obras sin concluir, sobreoferta frente a la capacidad real, rezago en desincorporación de predios, etcétera), en medio de la coyuntura de crisis, limita aún más la capacidad de acción del gobierno capitalino. El problema se agrava por la escasez extrema de vivienda en renta a bajo costo, cuya generación está paralizada por falta de estímulo y por la lógica privatizadora de la ideología neoliberal.
Todo indica la necesidad de modificar a fondo la política de vivienda heredada para revertir o aliviar estos cuellos de botella y, en ese marco, poner en marcha un programa emergente urgente, basado en un consenso democrático entre todos los actores que intervienen en el sector.