La Jornada miércoles 26 de agosto de 1998

Arnoldo Kraus
Pena de muerte

México es un país injusto. Injusto en lo global y en lo particular. Injusticia plagada de enormes sesgos y cegueras impensables. La saña y voracidad de lo inequitativo demarcan su fuerza sobre quienes menos tienen y menos hablan a la par que suelen exonerar, aun siendo culpables, a los opuestos. Las paredes de los tribunales y las bancas silentes de los juzgados bien lo saben: cuando el transgresor carece de poder, la sentencia es no sólo predecible, sino que incluso se conoce antes del veredicto. La transparencia y la equidad de la justicia mexicana son más letra que realidad. En eso se parece nuestra ley a la Estatua de la Libertad neoyorquina: ambas tienen los ojos vendados.

Nadie duda de la sanidad de los debates públicos, práctica, por cierto, inusual en nuestra cultura poco democrática. La captura reciente de un afamado secuestrador y asesino ha suscitado que la sociedad y algunos políticos consideren oportuno abrir un debate público acerca de la viabilidad o no de la pena de muerte. Mientras que Francisco Labastida Ochoa, secretario de Gobernación, se manifestó a favor de polemizar acerca de la pena de muerte, el diputado del PRI en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, Luis Miguel Ortiz Haro fue tajante: ``...sin embargo, a mí me parece que no sólo pensemos en la muerte, sino incluso en muerte muy dolorosa. Habría que generarle un gran sufrimiento, pues es lo que merece, por lo que mi propuesta es que lo colguemos en una plaza pública vivo, y repartamos alfileres para que la gente, todos los ciudadanos, piquen sus partes nobles hasta que muera'' (La Jornada, 20 de agosto).

Labastida Ochoa también consideró oportuno comentar que ``estoy absolutamente convencido de que debe hacerse más severo el castigo para quienes están ofendiendo a la sociedad''. Las reflexiones anteriores no pueden soslayarse: provienen del poder e invitan al diálogo. Tampoco deben menospreciarse pues la pena de muerte, junto con otras controversias bioéticas como el aborto o la eutanasia deberían ser motivo de discusiones públicas.

No hay sociedad que se haya beneficiado por la muerte impuesta. No hay quien haya podido demostrar que los índices delictivos u homicidas disminuyan gracias a la pena de muerte. Tampoco existe sistema judicial en el mundo que asevere que la conducta de individuos propensos a agredir a sus congéneres, se modifique tras las lecciones emanadas de las muertes programadas. Pretender modificar el comportamiento de los individuos matando es apostar al fracaso. Sugerir que la inseguridad, la violencia y el crimen disminuirían después de cometer ``asesinatos selectivos'' es erróneo. Y quedan, sobre todo en nuestro país, otros temas en el tintero: ¿podría siempre aseverarse que el condenado fue el culpable? ¿Será que corrupción e impunidad dejarán de ser algún día marca mexicana registrada?

La moral y la ética no son los estandartes de nuestros sistemas judiciales. En cambio, son directamente proporcionales la injusticia y la pobreza. Lo sabe el gobierno, lo sabe la ciudadanía. El dictum bíblico conocido como la ley del Talión quedó en desuso en la Edad Media; reinstalarlo, bajo las riendas de un sistema judicial poco probo, sería una gran aberración. No dudo que en nuestro medio, la pena de muerte sería un arma con demasiados filos, pues evaluaría desfavorablemente la moralidad y la eficiencia de los códigos éticos y de justicia imperantes. Arizmendi es un psicópata recién capturado. Quedan muchos Arizmendis uniformados, conocidos y solapados, libres y activos.

Suprimir la pena de muerte en Inglaterra fue una de las grandes preocupaciones de Arthur Koestler quien incluso fundó la Campaña Nacional para la Abolición de la Pena Capital. Koestler solía comentar que ``...el patíbulo no es solamente una máquina de la muerte, sino el símbolo más antiguo y obsceno de esa tendencia de la humanidad que la impulsa hacia su autodestrucción moral''. Leer a Koestler podría, después de desdibujar, iluminar algunas lecturas del poder; el gobernador de Nayarit, Rigoberto Ochoa Zaragoza, también sugirió que ``...deberíamos tomarte la palabra a Arizmendi y aplicarle la pena de muerte''. Temible sentencia. Hay que deambular por los tribunales antes de pensar que la pena de muerte debería instituirse.

No hay duda que debatir es crítico. Pero antes de tamizar la opinión pública en relación a la pena de muerte, Gobernación tiene la obligación de explicar y disminuir los orígenes de la violencia. No deben ser los casos aislados lo que más preocupe, pues muchos de ellos tienen explicaciones psicopatológicas en ocasiones tratables. En cambio, la injusticia que padece buena parte de la población, la violencia institucionalizada, el ridículo porcentaje en que se aplica la ley --entiendo que es menor al 5 por ciento--, el temor constante y creciente de ser capturado y vejado por las policías del país, sí son temas que merecen debatirse en y con el gobierno.