La Jornada miércoles 26 de agosto de 1998

ASTILLERO Ť Julio Hernández López

La vocación polemizadora del gobierno federal (el aborto, la pena de muerte) busca llenar de alguna manera (la que sea) el gran vacío de ideas y proyectos del grupo en el poder.

La tecnocracia dominante ya no tiene nada interesante que ofrecer a los gobernadores. Es como si, de pronto, el sexenio hubiese terminado, pero aún así se hubiera dado una especie de prórroga forzada, como un actor que hubiese terminado su rutina y fuese obligado a mantenerse en el escenario, improvisando enfrentamientos, esperando la milagrosa caída del telón salvador.

Gravemente entrampado por los muchos problemas soslayados (como si tan sólo se estuviese a la espera del final, ansiando ya el relevo), el gobierno federal (o, mejor dicho, la cúpula conductora del gobierno federal) a lo único que aspira es a encontrar la puerta de salida: Chiapas, pudriéndose; la presión internacional creciendo (¿qué dirán ahora, a la luz de dictámenes oficiales de la ONU, denunciantes del grave deterioro de los derechos humanos en México, aquellos que aseguraron que la visita de Kofi Annan había sido un claro espaldarazo al presidente Zedillo?), la economía deshaciéndose, el futurismo desatado, la burocracia sin control, la sociedad irritada... (Ah, pero eso sí: pomposa comisión para celebrar con fecha equivocada, para variar, el arribo del nuevo milenio. Comisión intersecretarial para discutir sobre la calidad de la pólvora de los juegos pirotécnicos y la instalación de los tapancos donde se viva la ¿gran fiesta popular?).

¿Hay condiciones estructurales para la pena de muerte?

Montado en la ola de morbo e ira creada por el caso de Daniel Arizmendi, el secretario de Gobernación, Francisco Labastida Ochoa, logró filtrar una propuesta de tintes electorales: debatir sobre la implantación de la pena de muerte.

Hay una diferencia entre las convocatorias a debate planteadas por Labastida, respecto a la pena de muerte, y antes, semanas atrás, por el secretario de Salud, Juan Ramón de la Fuente, en relación con el aborto.

De la Fuente planteó la posibilidad de incidir en la solución de un problema real, diario, múltiple, poniendo a disposición de las mexicanas mecanismos clínicos confiables, científicos, ciertos, para evitar embarazos no deseados y, sobre todo, daños con frecuencia mortales al caer en manos impreparadas.

El rechazo a la propuesta de De la Fuente fue de índole moral, y corrió a cargo de la extrema derecha nacional. Planteando una alternativa confiable de solución, el titular de la secretaría de Salud corrió riesgos políticos y muy seguramente canceló posibilidades personales.

Labastida, en cambio, aprovechó el muy superficial enojo de las mayorías mexicanas deseosas de castigar en la persona de Arizmendi las culpas que no alcanzan a entender como responsabilidad de un sistema, de una clase política, de una forma de conducir a la sociedad y de distribuir (injustamente) la riqueza nacional.

Al ladrón, ha dicho Labastida, induciendo a las miradas de enojo hacia la zonas más primitivas de la reacción popular. Matemos al delincuente pero no toquemos al sistema que le ha hecho posible.

Y algo más, peor, aterrador. Con la actual estructura de altísima corrupción que se vive en el sistema de justicia, la pena de muerte sería un instrumento más de injusticia selectiva y clasista. ¿Dónde estarían los investigadores policiacos y los juzgadores profesionales que con limpieza y honorabilidad decidieran quién debería ser asesinado por la fuerza del Estado?

Poca seriedad puede haber en una propuesta de debate sobre la pena de muerte cuando a los ojos de los mexicanos está clara, dolorosamente expuesta, comprobada y demostrada, la complicidad criminal del aparato de procuración y administración de justicia con la delincuencia.

Agentes del Ministerio Público que sólo se mueven con dinero, ejerciendo el monopolio de la acción penal a contentillo de quienes les compran. Procuradores de justicia, subprocuradores y jefes de área convertidos en delincuentes que por sí o por bandas propias practican los delitos que deberían perseguir. Jueces y magistrados dominados por las amenazas o la extorsión. Procesos torcidos intencionalmente desde le principio para garantizar que en el curso del litigio los abogados de los narcos, de los lavadólares, de los secuestradores, de los empresarios ladrones, puedan encontrar salidas cómodas. Sentencias favorables a los ricos maleantes capaces de comprar su libertad.

Para tener un buen botón de muestra, pasemos a comentar uno de los textos recibidos en esta columna. Son las pruebas no corregidas de un interesante ejercicio periodístico que nos ayudará a preguntarnos y a contestarnos si acaso la pena de muerte de la que habla el secretario Labastida (y que ha llevado al recuerdo obligado de masacres como la de Acteal, es decir, las sentencias de muerte que ya ha dictado este régimen) no está ya vigente, diaria, cotidiana, dosificada.

Un país encarcelado

Llamativo sobre todo porque incluye dos viñetas de la vida tras las rejas de los dos presos más famosos del país, Mario Aburto y Raúl Salinas de Gortari, ha visto la luz Cárceles, un amplio reportaje que en forma de libro ha publicado Julio Scherer García en Alfaguara.

Sustraídos del escrutinio público mediante su confinamiento en la prisión de alta seguridad de Almoloya, ambos, Aburto y Salinas, son tratados en este recinto contra toda letra de la ley y todo espíritu de rehabilitación; reos del sistema contra quiénes se aplican medidas de segregación increíblemente toleradas por una sociedad convencida de que las sentencias y procesos por los que están allí justifican el inhumano y enloquecedor apartamiento en el que se les mantiene.

Pero no son lo mejor del libro, a juicio de este redactor, las indudables joyas informativas derivadas de la inusual visita de Scherer a Almoloya y las entrevistas (no a fondo, no extensas, hechas con la terrible dificultad de las circunstancias carcelarias y el tiempo insuficiente) con el joven de Tijuana y con el hermano del ex presidente.

La fuerza real de Cárceles está en la descripción detallada, atormentada (la confesión de un cómplice por omisión) que el doctor Carlos Tornero Díaz hace de las redes carcelarias, de la destrucción del ser humano en las mazmorras donde reinan la droga, la corrupción, la extrema violencia cruel, el miedo pegado a la piel, los abusos de las autoridades, el horror cotidiano...

Cárceles no es más pero tampoco menos que el retrato a lápiz (siempre en negros y grises, casi nada en blanco, ni siquiera la muerte) de una de las desgracias de esta nación, acaso su síntesis, acaso su expresión más dramática.

Tornero Díaz tiene una larga historia en el penitenciarismo. Llegado Cuauhtémoc Cárdenas al poder capitalino, decidió intentar desde la esperanza del cambio algo de lo que nunca antes pudo hacer. Tampoco ahora encontró condiciones propicias, y no por falta de voluntad política de sus superiores, sino porque la estructura histórica de la corrupción impide que los simples soplos individuales puedan mover la mole de intereses peligrosos, criminales, desbordados.

Leer este acercamiento a las cárceles del país es leer un fragmento de la tragedia nacional. Constatar los fracasos en la rehabilitación de los delincuentes es entender también las razones por las que no se puede cambiar el país tan sólo con buenas voluntades.

Julio Scherer García ha vuelto a escribir una obra importante (no como la de Salinas y su imperio, que resultó decepcionante para muchos, entre ellos el autor de estas líneas) y a confirmar, como dice Vicente Leñero, que don Julio en esencia es reportero, siempre reportero.

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