Dos versiones de país se enfrentaron en Ginebra, Suiza. De un lado, la oficial, sustentada en todos los recursos del poder y en la experiencia y tradición de la diplomacia mexicana. Del otro, la informal, la generada por grupos de derechos humanos y organizaciones indígenas, sin más apoyos que la propia experiencia y la solidaridad de los afines. Una ganó y otra perdió. El pequeño David volvió a vencer a Goliat.
La resolución sobre la situación de los derechos humanos en México aprobada el pasado 20 de agosto por la Subcomisión de las Naciones Unidas para la Prevención de la Discriminación y Protección de las Minorías es una confirmación, tanto del nivel de deterioro de los derechos humanos en nuestro país, como de la creciente falta de credibilidad que el gobierno mexicano tiene dentro de los más prestigiados foros internacionales.
El punto de vista de los expertos del organismo internacional coincide, en mucho, con la percepción que la sociedad mexicana tiene sobre el conflicto en Chiapas. De acuerdo al sondeo de opinión elaborado por la Fundación Arturo Rosenblueth (La Jornada, 19-VIII-98) el 73 por ciento de los encuestados piensa que se trata de un conflicto nacional --y no solo local, como sostiene el gobierno--; la mitad considera que el gobierno no ha respetado los acuerdos de San Andrés; el 57 por ciento sostiene que no ha hecho su mejor escuerzo para alcanzar la paz, y el 60 por ciento opina que no ha sido congruente entre lo que dice y lo que hace.
La Subcomisión para la Prevención de la Discriminación y Protección de las Minorías es una de las instancias más antiguas, calificadas y reconocidas dentro del sistema de Naciones Unidas. Formada por 24 expertos de distintos países, sus resoluciones escapan a las presiones políticas de los países miembros y tienen un enorme peso. Aunque no son vinculatorias, obligan a que el caso mexicano sea tema obligado para la Comisión de Derechos Humanos en su próximo periodo de sesiones.
Por eso, llama la atención el intento del Servicio Exterior mexicano por restar importancia a su derrota diplomática. Cuando el embajador De Icaza juzga al documento de la ONU como ``absurdo y ligero'' (La Jornada, 21-VIII-98) y anuncia que las autoridades mexicanas no pueden ``tomar nota'' de la resolución ni aceptarla, le recuerda al país y al mundo uno de los usos y costumbres más arraigados en la política nacional: el gobierno mexicano respeta las reglas de los organismos multilaterales sólo cuando los resultados le favorecen.
La política gubernamental hacia el exterior en materia de derechos humanos recuerda el comportamiento de algunos fumadores compulsivos en aviones y hoteles que, antes de renunciar al vicio, prefieren tratar de desconectar las alarmas que anuncian su infracción. En lugar de atender el deterioro creciente que en este terreno se produce dentro del país, el gobierno busca restar autoridad a los organismos internacionales encargados de su monitoreo.
El resolutivo de la Subcomisión para la Prevención de Discriminaciones y Protección de las Minorías fue resultado de un largo, profesional y paciente trabajo de documentación, denuncia y cabildeo de las organizaciones de derechos humanos y del movimiento indígena. Irónicamente, la representatividad e interlocución que se les escamotea dentro del país se les reconoce en el exterior. Pero, el resolutivo fue producto, también, de un clima provocado por las acciones del gobierno mexicano. El desdeñoso trato dado a organismos como Amnistía Internacional o Human Rights Watch, la expulsión del país de decenas de observadores extranjeros, la organización de campañas xenofóbicas, las agresiones en contra de la diócesis de San Cristóbal, en un mundo globalizado han profundizado el aislamiento del gobierno mexicano en Europa y Estados Unidos. Ni la convergencia de intereses económicos ni la acción de una diplomacia tan calificada como la mexicana han podido frenar el deterioro de la imagen del gobierno mexicano más allá de sus fronteras.
David ha vuelto a derrotar a Goliat; la lucha, sin embargo, aún no termina. Es la hora de la diplomacia ciudadana. En el corto plazo la presión internacional deberá de intensificarse. No porque guste que el gobierno mexicano sea criticado en el exterior, sino porque es necesario detener la violación a los derechos humanos dentro del país. No es un asunto de oposición política sino de justicia.