Junto a esa muerte torera que llevaba Curro Romero en la plaza gallega o en la de Antequera, en la que apenas se oía el latir de su capote al torear a la verónica, semejante al rumor lento y opaco de las alas de los gorriones, surgía repentinamente, a contrapunto de lo acorsertado, repetitivo, anquilosado de las figuras actuales, la conjura del mago del toreo, Curro Romero. Jardines milagrosos en sus faenas, en que cada pase era una flor, un olé, una banda de pájaros y perfumes que sutilizaban y elevaban el espíritu a ese sol vivo, lejanías sin límites, inquietud sin término, sexualidad en abismo inacabable, vasto y eterno como el dolor de su raza y de nuevo suavemente el torero con el cuerpo muerto, en delirante redondos alucinados.
Toreo que me recordó aquel verso que escuché en la Feria de Farolillos, en Sevilla, después de una de sus tardes triunfales, y más o menos decía así:
``Curro vida o muerte
Torero de placer y dolor
Cuerpo
sangre
Alma desgarrada
Atormenta y
Embriaga
Al igual que
una mujer ardiente y lejana''.
Curro Romero, al torear la semana pasada, tenía en su capote y su muleta un misterioso encanto que dejaba en el espíritu una huella inolvidable, una atracción antigua y penetrante y ya no había más allá, la sangre rezaba decires de muerte con el vuelo rojo y amarillo de la tela en las viejas callejas de estas ciudades, en las que una paloma iba picando el silencio, que recorría la piel, cuando remataba las series con la media de lujo o la trincherilla por debajo de la pala del pitón de los bureles.
Un silencio negro de aceite de oliva fluía desde los olivares a la tierra displicente, en la que aprendió a torear el lento y garbozo despliegue y temporalización continua, espiral infinita, hasta hacer que el aire perdiera el control y sólo quedaran sombras de lo que eran los tres tiempos de los lances.
Junco y cauce en el mariposeo del capote de Curro Romero, que a sus 65 años, adquiría giros originales al caer la noche nochera con el aire cortado por cuchillos de siete filos, al cuajar geometrías cristalizadas en el ritmo sevillano bebido al mirar las espaldas del tiempo, que se iban mordiendo lo negro. Ese negro que nacía de un conjuro de otro tiempo, de otra época, se quedaba quieto y enseñaba que el dormirse en el torear es la verdad torera y Curro fue la personificación del desmayo, el gozo del tiempo.
``Como yo cerca del mar
río de barros salobre
sueño con tu
maniantal''.