Hermann Bellinghausen
Para pasar la lluvia

No íbamos a salir con ese aguacero. ``Ni a la esquina'', dijo Zoilo. Hasta como diluvio era una exageración. Un reto a los drenajes, al aguante de la gente, al nivel de flotación tolerable para que no se mojen los goznes de la personalidad cuando estamos allí, hechos una sopa y brincando charcos ridículamente en el cruce de las avenidas.

-¿Cuál es el caso de salir ahora? -dijo Urania, y la secundó la gringa Zelda:

-Eso mismo digo yo, ¿cuál? Pero, por favor, no te vayas a poner a contar tus historias tontas.

Urania escaló una pila de costales a reventar de papas. Arremangó sus abundantes faldas, se sentó como a metro y medio de altura y apoyó los codos sobre sus rodillas dobladas en escuadra.

-Pónganse cómodos, va pa largo.

No estaba en el plan de nadie permanecer en la bodega, que a esas horas siempre se queda sola. Ya bastante fuera de programa era que, en multitud de cinco, estuviéramos juntos, atrapados en una situación ambigua.

Parece que desde que aprendió a ga-tear en Connecticut, Zelda sólo ha usado pantalones de mezclilla, y nadie que yo conozca la ha visto alguna vez de falda. Tiene pinta de obrero. Trepó los costales de papa con la misma agilidad de Urania, pero con menos gracia, y para sentarse abrió las piernas al masculino modo, como le encanta.

Los otros tres quedamos en el suelo, incrédulos del aguacero, pero acabamos poniéndonos cómodos sobre los costales vacíos. Antes, Erando bajó la cortina del local para que no se metiera el agua, y Zoilo encendió el foco amarillo, como de 20 watts, moribundo en la punta de un cable negro que se perdía en la alta negrura del techo.

Urania tiene, pese al nombre, una sensibilidad líquida. Así como unos nacen con don de gentes y otros con don de lenguas, ella debió nacer con un don de aguas.

Un trueno cimbró la bodega con su largo rugido de bestia desplomada. El foco parpadeó sin apagarse. En las cercanías se oyó explotar un transformador y Urania, como si esa fuera la señal, comenzó a hablar.

-Niños, para que no se aburran les voy a contar una historia tonta.

-No, no, please -clamó Zelda.

Pero Urania, implacable y abusando del encierro, dijo:

-Se llama ``La fuente y la tortuga'', y tú te chingas.

Zelda abdicó con una risa resignada.

* * *

Imagínenla, arrebatada por la impaciencia propia de la edad, que hace parecer lento al tiempo, en el desesperante territorio de la quietud. Lo que una tiene son hormonas, bajo cualquier circunstancia, y sirven de levadura para la rabia cálida, contenida, que ella comparte con los paisas y le ayuda a sentirse miembro de la tribu.

Ya para abandonar la recámara busca distraídamente su cara en el espejo, se echa el costalito de hilo al hombro y se prende un corazón dorado, con su listón rojo, a la altura de su propio corazón. Pasa los dedos sobre el refulgente latón, y frota la hondonada entre los dos lóbulos como nalgas del milagrito y sobre su propio seno izquierdo, que estremecido de suavidad despierta al pezón.

Algo trae que no la deja sentirse contenta de sí misma. Sale a la calle y llega a una fuente como si acudiera a una cita que no tiene. Es una fuente circular, pequeña, sucia de lama. Un niño indígena mete los pies al agua estancada y ella le quiere decir que no, que qué asco, que se va a enfriar. El niño le sonríe y sonríe al sentir la frescura.

A ella le viene un doble mareo. Inclina el tronco por encima del brocal, y a través de la vista nublada, en vez de la lama o su propio reflejo, ve una visión en un pozo.

Una tortuga cae al infinito. Agita sus cuatro patas que no sirven para volar y cae, cae, y a ella le da el vértigo de quien hunde su desdoblamiento.

Alrededor del pozo, una guirnalda de flores pintadas, de colores falsos, industriales, produce un efecto desconcertante. La tortuga se aleja en el fondo. Su caparazón verde, rápidamente diminuto, hacía pensar en la biznaga amarga, hace pensar en el desierto.

El agua de la fuente huele mucho, no necesariamente mal, todo depende. El niño camina hacia ella chapoteando y le toma la cara con sus dos manitas morenas, mientras ella permanece doblada y aclara los ojos al niño que le dice:

-Niña, no te caigas.

Y así de simple, la rescata del abismo.

El niño le toca la arracada de la cara y, todo serio, le comunica:

-Este es el arete de la reina de las tortugas.

¿Cómo sabe? ¿Acaso vio? Después desliza los dedos hacia los lóbulos acribillados de pequeñas municiones de plata, y agrega:

-Y éstas son la flor de tus oídos.

Eso termina de conmoverla, y con un asomo de llanto, serena, ella dice gracias.

* * *
-Y ya -culminó Urania su historia.

-Ay, Urania, eres una cursi, ¿no les dije? -retobó Zelda sin contenerse.

Erando dijo:

-Sí que tu historia es tonta.

Zoilo, para variar, salió con su ``no entendí el mensaje''. Y yo, también para variar, me quedé callado. ¿De qué se quejaban? Mientras Urania contaba, pausada pero en alto para ganarle al estruendo de la tormenta, la lluvia amainó y por fin nos animamos a recobrar nuestras tardes respectivas.

Las calles estaban inundadas, la ciudad era un desastre, pero el recuerdo de la reina de las tortugas me permitió sortear los chorros arrojados por los carros y trepar a la pesera, convertida más bien en una pecera de ciudadanos pasados por agua. Y eso que, ahora que lo pienso, no sé si entendí lo que quiso decir Urania.