Héctor Aguilar Camín
Sótanos a cielo abierto
Los medios han puesto en sus primeras planas y sus tiempos estelares a una nueva estrella del crimen mexicano, Daniel Arizmendi, autor confeso de más de veinte secuestros y seis homicidios. La insensibilidad ejecutora de Arizmendi se ha emblematizado en un detalle: cortaba las orejas a sus secuestrados con tijeras para partir pollo ``como si cortara pantalones'', según declaró el propio Arizmendi.
El detalle sangriento ocupa todo el lugar de los crímenes en nuestra imaginación. Casi podemos sentir el siseo de la tijera sobre las orejas de los secuestrados, tajando cartílagos. Casi podemos ver la sangre correr y ponernos en el lugar de la víctima, sentir con los dientes destemplados su dolor como si fuera nuestro.
El ascenso de Arizmendi a la celebridad emblematiza el crecimiento de la violencia y el crimen organizado en México. La conciencia pública deja sentir por varios flancos el clamor de una solución radical al problema. La implantación de la pena de muerte es lo menos que se escucha como exigencia en la voz de la calle que recogen los medios radiofónicos y televisivos, al punto de que las autoridades han cedido, por primera vez en décadas, a la posibilidad de que se discuta la implantación de la pena máxima.
De poco o nada sirve que los expertos recuerden la inoperancia práctica de la pena capital como muro de contención de los delitos. Menos convincentes aún parecen sus alegatos éticos desde la trinchera universal de los derechos humanos y el proceso civilizatorio de los castigos y las penas.
La falta de eficacia en el control del crimen y la violencia es terreno fértil a la propagación de pulsiones colectivas autoritarias. Las sociedades sacudidas por el crimen anteponen la seguridad a cualquier otro valor, porque la seguridad es el valor inicial de toda convivencia, el piso sobre el que se construyen los otros bienes de la polis, sus libertades incluidas. Por la seguridad las comunidades se muestran dispuestas a sacrificar sus libertades.
La oleada de inseguridad, violencia y crimen organizado que sacude a México y que emblematiza Daniel Arizmendi tiene un año preciso de origen: 1994, y un mes preciso de ese año: mayo de 1994. En ese mes de mayo, el índice delictivo general aumentó casi 11 por ciento, luego de cinco años de decrecimiento general de los delitos. Desde entonces, la oleada no se ha detenido. La compuerta a la violencia que abrieron los primeros meses de 94 sigue abierta y por ella se derraman las aguas.
Según los índices de la Agenda de Seguridad Pública, órgano de difusión del Instituto Mexicano de Estudios de la Criminalidad Organizada, el número de delitos se ha más que duplicado en veinte años en México, pasando de 121 mil en 1977 a 252 mil en 1997. En esas dos décadas se han registrado años catastróficos, como el de 1983, en que los delitos crecieron 53 por ciento. Pero nunca se habían presentado cuatro años consecutivos de incrementos delictuosos como desde 1994 a la fecha.
En 1994 hubo algo más de 162 mil delitos en México (aumento de 18 por ciento con relación al año anterior). En 1995 hubo 218 mil (aumento de 34 por ciento). En 1996 hubo 248 mil delitos (aumento de 13 por ciento). En 1997 hubo 252 mil delitos (aumento de 1.38 por ciento).
Los expertos de la Agenda de Seguridad Pública atribuyen el aumento de los índices delictivos a la corrupción de las corporaciones policiacas y a que el gobierno actual no ha actuado contra las mafias y hermandades policiacas que regulan el crimen. Subrayan también el hecho de que el gobierno ha tendido a minimizar el problema, planteándolo como una cuestión técnica o dando respuestas legales sin tocar su meollo político, moral y presupuestal, esto es, el saneamiento radical de los cuerpos policiacos y la construcción de nuevos.
La distribución temporal de los datos delictivos apunta hacia otra causa menos tangible pero tan decisiva como las anteriores: la erupción de la violencia en el año de 1994 rompió un umbral que no ha sido restaurado. Los magnicidios de Colosio y Ruiz Massieu ese año y del cardenal Posadas el año anterior, así como la aparición de la violencia política y guerrillera en Chiapas, rasgaron el tejido de la seguridad pública y echaron sobre el país un mensaje de impunidad y tolerancia a la violencia que sigue produciendo delitos.
Por ese umbral roto siguen saltando los sótanos del crimen a las primeras planas de los periódicos y los temores de la inseguridad al primer plano de la conciencia ciudadana. Los sótanos han salido a la superficie y sus figuras, siempre siniestras y a la vez magnéticas, crecen hasta ocupar los ojos y la imaginación de todos. Ese, el de la seguridad pública en entredicho y la irrupción de los sótanos a cielo abierto, es el problema político número uno de México, porque se refiere a la esencia del Estado. Medido en relación con su importancia, es también, por desgracia, uno de los menos atendidos por el gobierno y los ciudadanos. Por ese resquicio esencial pueden irse al caño todos los logros de nuestra incipiente democracia.