La Jornada Semanal, 23 de agosto de 1998
Desganado, molesto porque la tisana que tomó a mediodía no acababa de tranquilizarlo, con el paladar aún nostálgico del café aromoso que un primo segundo le enviaba desde la remota Puerto Rico, el autor Miguel de Cervantes Saavedra se encaminó hacia los baldíos donde se celebraba la Feria del Libro de Madrid, una tarde estival del año mil seiscientos ocho. Antes de salir se guardó en la chaqueta la propaganda más reciente de la casa Parker, unos bolígrafos de punta roja que Shakespeare le hizo llegar, como gesto de admiración, porque leyó un manuscrito de la Numancia y lo aleccionó en el manejo de los tercetos encadenados.
Cierta impaciencia, a propósito de su celebridad, lo agobiaba hacía meses. Que la Deutsche Welle se proponía hacerle una entrevista y emitirla en horario especial. Que lo invitaban de Lisboa a inaugurar un CongresoÊde Nuevas Modernidades. Que Le Monde le solicitaba una cuartilla con motivo del Día Internacional del Teatro. Que querían que su rostro engalanara la portada de una revista de tirada masiva y contenido misceláneo.
Entendía, a perfección, que la celebridad era la propina que premiaba sus apalabramientos ingeniosos. Entendía, también, que la celebridad le robaba el reposo del cuerpo y el sosiego del alma, alimentos necesarios para poder enfrentar el destino que quería suyo, por encima de cualquier otro -el destino solitario del aprendiz de brujo, el destino en permanente reclusión del escriba, el destino atormentado del humilde imitador de Dios.
La desolación intervenía la voluntad de Miguel de Cervantes Saavedra. Entonces, la mano se le secaba. Entonces, en socavador silencio, daba la razón a los críticos que hablaban de la marchitez del talento cervantino. Entonces, en quemante secreto, convenía con los críticos que señalaban la presión baja de su obra, la brillante oquedad de muchas páginas.
Camino de la feria iba cabizbajo, a paso perezoso.
De manera incivil pateó un botellín. Que fue a parar frente a dos perros echados, a su llamativa conveniencia, en el pronunciado desnivel de la calzada por donde, según el rumor, pronto habría de construirse una gran vía. Maravilló a Miguel de Cervantes Saavedra la indiferencia de los perros al botellín y a su persona.
No obstante la pereza y la cabeza baja, tenía la voluntad de despabilarse el ánimo, ensombrecido por la respuesta de su agente literario a la inquietud que le comunicó, mediante el fax, la semana anterior. Cuidó de redactar las razones de la inquietud en términos respetuosos y convincentes, parecidos a los que siguen.
Contradictorio se le figuraba presentarse a la Feria del Libro de Madrid a explicar su novela Don Quijote de la Mancha. Si la novela no contenía en sus límites las explicaciones que fueran menester, si dependía de las muletas que, circunstancialmente, le prestara el autor, entonces había fracasado como empresa artística. ¿Y a quién le interesaba la glosa de un fracaso?
Por otro lado, añadía Miguel de Cervantes Saavedra, en un tono discrepante pero amistoso, la injerencia del autor entorpecía la recreación de la obra. La recreación había de reconocerse como el deber ineludible del lector.
Finalmente, reforzándose la salud con el mejor de los alimentos para el cerebro, con la ironía pues, un guiñador Miguel de Cervantes Saavedra preguntó si la agente quería verlo transformado en charlista de feria.
La agente, que sin encomendarse a nadie había informado a las casas editoriales la próspera gestación de Don Quijote de la Mancha-Part Two, reaccionó a la inquietud referida, mediante un mensaje que dejó grabado en el contestador automático. El mensaje lo redactaron unos términos bañados por el sarcasmo, parecidos a los que siguen.
Para evitar que las regalías autorales se reduzcan a polvo y sombra, quién sabe si a nada, para impedir que mueran de anemia perniciosa, el libro procede publicitarlo hasta en las camisetas de los equipos de futbol. Además, el autor tiene que hacer suya la responsabilidad moral de besar y abrazar al desocupado lector dondequiera que se lo encuentre. Además, el autor viene obligado a desmenuzar los contenidos de la obra a cuantos reclamen dicho desmenuzamiento. No te atrevas a olvidar, Miguel de Cervantes Saavedra, que hace rato el genovés alucinado redondeó el mundo. Menos aún olvides que el fabuloso siglo diecisiete tiene sus propias leyes mercantiles. Piensa, luego eres, que la literatura se transa, se regatea, se negocia, se ajusta.
El hombre consagra tres cuartas partes de su existencia a quedar bien con los demás, a expensas de quedar mal consigo mismo las mentadas tres cuartas partes. A Miguel de Cervantes Saavedra lo entrampó tan funesta matemática.
La referida tarde estival del año mil seiscientos ocho, desazonado y sombrío, Miguel de Cervantes Saavedra se disponía a cruzar el recinto que alojaba la Feria del Libro de Madrid, cuando un anuncio, transmitido por altoparlante, le fulminó la conciencia.
-En el puesto número cuarentaicinco firma ejemplares de algunas de sus mil quinientas comedias el archiexitoso Lope de Vega. En el puesto número veintisiete firma ejemplares de una policroma edición de Los sueños el controvertido Francisco de Quevedo. Pronto hará su entrada en el recinto ferial el autor de moda, Miguel de Cervantes Saavedra.
Una sonrisa que parodiaba el tamaño de las lunas menguantes se posó en los labios de Miguel de Cervantes Saavedra. Conste, enterarse de que el cabrón de Lope de Vega ya estaba en el puesto cuarentaicinco, firma que te firma, no le hizo mella. Por otro lado, en señal de aprecio, a Francisco de Quevedo tenía pensado regalarle un lindo bolígrafo de la casa Parker.
Produjo la sonrisa menguada oír que el maestro de ceremonias lo proclamaba autor de moda. Es decir, autor pasajero, autor coyuntural, autor que bailotea al son de la banca, autor de una imaginación carcomida por las fórmulas.
¡Autor de moda!
Del glorioso Don Quijote de la Mancha se declaraba alumno Miguel de Cervantes Saavedra. De su nunca bien ponderado maestro aprendió a desbaratar la costra de mezquindad que desfigura ciertas palabras.
¡Autor de moda!
Agitado por la incredulidad y el coraje, por la ofensa y el agravio, en el plazo de un santiamén repasó el cúmulo de penurias espirituales y materiales que amagaron mancarle el alma, a lo largo y lo ancho de la vida. El destierro a Italia. Las heridas en la batalla de Lepanto. El cautiverio en Argel. La sosa recepción a La galatea. La penuria económica. La desdicha callada del hombre que estando en la mitad del camino de la vida se enamora de una moza. La recurrente acusación a su persona de conflictiva e insegura. Los oscuros rumores.
El doloroso repaso actualizó cuanto fue el impensado ensayo para la escritura de una obra donde se abrazaron los tantos gozos y las tantas sombras de la condición humana. Una obra de esencia desgarrada, puesta al servicio exclusivo de la libertad y la justicia. Una obra exponente de una decencia sin mácula, desconocedora del oportunismo que practican los libros natimuertos, los libros mercenarios, los libros escritos bajo el signo perecedero de la moda.
¡Autor de moda!
Miguel de Cervantes Saavedra se dio iluminada cuenta de que no quería estar allí. Y viró en redondo, ganado por la tranquilidad, manifiesto el despejo.
De repente, feliz y despejado, quiso volver a contemplar la ejemplar indiferencia de aquellos perros callejeros que, según le parecía, conversaban.