La Jornada Semanal, 23 de agosto de 1998



Marco Lodoli

cuento

El corrector y el crítico

Fantino, el corrector de pruebas, agrega una nueva dioptría a sus gruesas gafas y delira sobre ``la perfección de una palabra''. Por su parte, el crítico se prepara para decapitar a una joven poeta y a un novelista de obra ``floja y deshuesada'', mientras reflexiona sobre el café con o sin azúcar. En estos textos, el implacable humor del escritor romano Marco Lodoli corrige al corrector y aniquila al aniquilador, ``burla burlando''.

El corrector

El primer trabajo que tuvo Fantino en la editorial fue como corrector de pruebas. Y fueron diez años de agujas en el pajar y en las pupilas, tanto que cada año a Fantino le tocaba añadir a sus anteojos una dioptría más. Usaba una montura negra tan gruesa que se le comía toda la cara. Leía los textos desde el principio hasta el fin y luego desde el final hasta el principio, vocablo por vocablo, ya que temía que el ritmo de las frases pudiera distraerlo de su cacería. Las tramas, los conceptos, el estilo, eran un cúmulo de estúpidas amenazas a la desnuda pureza de las palabras. Nada hubiera podido decir sobre el contenido o la forma de un texto: ``es necesario conservarse ignorantes, si queremos encontrar el error'', le gustaba repetir. El último año no hubo ni un volumen con la mancha de una errata, y por esto los redactores le entregaron una placa a Fantino: ``A Fantino, cincuenta kilos de ojos.''

Esto ocurrió exactamente un mes antes del día en que lo hospitalizaron por desprendimiento de retinas.

Resulta que se estaba tomando su trabajo demasiado a pecho. En el escaso tiempo libre, muy tarde ya en la noche, después de haber purgado el enésimo libro, Fantino se iba a vagabundear por la ciudad y escrutaba los carteles y los avisos de los almacenes, los grafitis en las paredes. No quedaba tranquilo hasta no encontrar un error, aunque fuera pequeño, incluso irrisorio: por cada vecindario se contentaba con un apóstrofo olvidado, con una coma. Entonces regresaba a su casa y decía: por hoy es suficiente. Pero después en la cama se le despertaba de nuevo la manía, así que volvía a encender la luz y empezaba a desmenuzar los directorios telefónicos, cincuenta o sesenta columnas cada vez. Fue muy fácil comprender que el señor López Higo era en realidad el señor López Hugo. Cualquiera con un tris de paciencia se hubiera dado cuenta. Se requería más oficio para descubrir el número de teléfono equivocado de un granero de barrio: no podía empezar por siete en esa zona de la ciudad. Tenía que ser un cinco. Por la mañana llamó al granero para verificar su hipótesis. Ordenó una botella del mejor vino tinto y se la tomó en pocos tragos para festejar, felicitándose a sí mismo.

Pero la emoción más grande, una emoción que por un instante llegó a ser estupor, la tuvo cuando se dio cuenta de que cierto número de teléfono tenía la cuarta cifra equivocada. Ni siquiera él mismo, Fantino, habría sido capaz de explicar de qué manera llegó a ese descubrimiento, pero, leyendo en voz alta ese número, sintió algo así como un temblor, una indecisión en el alma. No le sonaba, eso era, había una fisura en el bronce de la campana.

También esa vez tuvo razón Fantino.

Fue así como decidió aplicar su perspicacia a las cosas y a las personas. Era capaz de adivinar si debajo de los suéteres de los paseantes la camisa estaba mal abotonada. Se daba cuenta por una arruga, pero incluso se daba cuenta aunque no hubiera arruga. Adivinaba si las mujeres tenían algún hilo roto en las medias, caspa bajo el sombrero, estrías en los muslos. Si a alguien le faltaba un riñón o un testículo. Llegaba a captar las mínimas deficiencias en los pensamientos de los demás, ciertas impurezas. ¡Cuántas imperfecciones en el gran libro del mundo, se lamentaba Fantino, y qué dolor no poderlas enmendar!

Durante su último mes de trabajo en la editorial, Fantino estuvo implacable. Por ejemplo corrigió la palabra ``laberinto'', usada por un joven ensayista. La escribió correctamente en el borde blanco: ``laberinto''. El jefe de redacción hizo llamar a Fantino a su despacho y pidió una explicación. Según aquel hombre, que se creía experto y cuidadoso, la palabra era exactamente la misma. Fantino se quedó de una pieza ante tamaña superficialidad: ¿era posible que el redactor no viera la diferencia, que no comprendiera que esa corrección era exacta e inevitable? Fíjese en el corazón del vocablo, no se limite a las apariencias... Pero ¿qué podía esperarse de alguien que tenía una patilla más larga que la otra, un montón de lunares esparcidos caóticamente sobre el rostro, una arritmia cardiaca, pensamientos tristes? ¿Cómo podía juzgar sobre la perfección de una palabra una persona que desde hacía dos años se embadurnaba la mente con novelas y filosofías? Fantino le dijo: ``Querido amigo, es necesario que usted cancele todo prejuicio si desea que los sonidos lleguen cristalinos hasta su conciencia: debe hacer silencio.''

Probablemente Fantino habría sido despedido (la carta ya estaba lista en la mente del redactor) de no haber sido por esas retinas que se desprendieron al unísono. Sólo Fantino entendió de qué se trataba ese ruido, un doble gong.

La operación no fue muy exitosa: desde entonces para Fantino el mundo quedó detrás de un vidrio esmerilado, parecido a una mujer desnuda metida en la cabina de una ducha: vagas siluetas, sombras, zumbidos, vapores, aromas, deseos. Un libro lleno de erratas sellado con celofán.

Ahora Fantino trabaja en el conmutador telefónico de la editorial y cada vez que dice ``Aló'' el perro guardián le da un lambetazo en la mano.

El crítico

Mientras se tomaba su café, el crítico pensaba: ``Sin azúcar sabe amargo, pero una cucharadita entera acaba con el gusto. Y media cucharadita es todavía peor, no tiene sentido, revela una indecisión, una idea incompleta. No, no puedo seguir tomando café.''

Tenía al frente la reseña que acababa de terminar sobre el libro de poemas de una joven. Raquítico, lo había definido, raquítico y con malformaciones, una cadena de vagidos y regüeldos fétidos, un infante merecedor de ser lanzado desde la Roca Tarpeya de la literatura. La joven poetisa debería pedir trabajo en la Oficina de Registro, y dejar a un lado la poesía.

En la mesa estaba ya listo el próximo libro a decapitar, una novela que ya sentía floja y deshuesada, aunque no la había leído todavía. Había sido suficiente darle una probadita, dos páginas al principio, una en la mitad, el final. ¡Floja, deshuesada y fláccida!, eso iba a escribir. Una vez había visto al autor en la calle: ¿de qué se reía? Era repugnante, usaba unos zapatos feísimos, estaba con una mujer vulgar, ¿de qué podía reírse semejante escritorzuelo?

El crítico tenía unos cuarenta años, y desde hacía más de diez, cada semana, juzgaba un libro en las columnas de un periódico importante. A menudo lo invitaban a programas de radio y televisión a que expusiera sus opiniones. Lo trataban con reverencia y temor, porque todos, todos, tienen un libro impreso o por imprimir, y sabían que tarde o temprano terminaría en sus frías y blancas manos. ƒl los trataba con un desprecio preventivo.

A veces el crítico se sentía oprimido por el remordimiento de no haber afrontado nunca con seriedad el ensayo sobre ``Literatura y justicia'' que tenía proyectado desde joven. Por lo demás, pensaba, uno, o se mete en los estudios jurídicos o en la policía, es decir, busca cavilos o se dedica a esposar.

Después del café salió para el paseo cotidiano. Notó en las escaleras una colilla de cigarrillo; más tarde llamaría al administrador para protestar. Por la calle soplaba un viento demasiado cálido, y el crítico, para sus adentros, lo definió como blandengue, anacrónico, gratuito. A estas alturas, después de años de honesta labor, una cierta deformación profesional lo llevaba a reseñar cualquier cosa, hasta el color del cielo y las carreras de los niños, incluso los perros callejeros o los balcones.

La insolencia, la vanidad, la presunción, la obscenidad primaveral, esto le molestaba por encima de cualquier límite. Por ejemplo, esa chica, ¿cómo se atrevía a ponerse una falda tan corta, con esas piernas tan gruesas y sin gracia: a dónde podían llevarla unas piernas tan arrogantes? Con seguridad a escribir una novela, dentro de algún tiempo, cuentecitos que él definiría como sudorosos y pubescentes. Pero también ese árbol, reflexionaba, ¡por favor!, estaba ya viejo cuando yo iba a la escuela, y todavía pretendía durar, salirse con la suya, dejar que le retoñaran ramas nuevas y altanería, albergar pajaritos entre las hojas. Ah, que dejara de molestar de una vez por todas, esclerótico y mohoso como estaba, paludo, quejumbroso, ojalá se entregara a la chimenea y basta.

El empleado de la tienda de alimentos metió en la bolsa del crítico el pancito de siempre (en forma de roseta) y los usuales 50 gramos de jamón. Le sonrió: ``¿Desearía algo más?'' Qué descaro, pensó el crítico. Algo más, algo más. Lo que pretenden es llenarte la bolsa hasta el borde, quieren que se rebose, quieren inundarte, qué granujas. Te pesan el jamón con el papel debajo, con lo que pesa ese papel, es plomo, con el papel nos tumban. Y sonríen a ver si uno claudica. Pero yo no me duermo, yo el próximo libro lo voy a destrozar, lo voy a masacrar, ya verán.

Esperaba ya con cierto gusto el próximo arribo de la anunciada novela de un jovencito de buenas perspectivas, uno que hasta había sido traducido a otros idiomas, ¡qué vergüenza para nuestro país! Caquéctico y aterido, así le voy a decir, en cuanto me llegue el libro, ahí mismo, antes que todo el mundo, primero, de manera que los otros críticos sigan mi camino, y que ni se atrevan siquiera a hacerle un medio elogio, una caricia, a ese charlatán. ¡A la Oficina de Registro! Todos deberían irse a trabajar allá, a la Oficina de Registro, encorvados sobre los documentos, dedicados a lamer estampillas y a sacarle punta al lápiz.

Regresó rápido a su casa, casi con la esperanza de encontrar en el buzón algún criminal para llevarlo al patíbulo. Por desgracia no había nada, un desagradable vacío.

-Bonito día, ¿no? -le dijo un jovencito en las escaleras, seguro el que se había fumado el cigarrillo y tirado en el suelo la colilla.

-Bah -contestó con dureza.

Al próximo libro hago que se le quiten las ganas de haber nacido, pensaba mientras subía los peldaños. Lo piso, lo trituro, lo hago avergonzar, y el corazón le latía con fuerza, como las patas de un doberman corriendo detrás de un gato.

Al llegar a la puerta de su casa, sintió un dolorcito en el brazo, nada, una bobada. El segundo dolor subió como una tenaza hacia el corazón.

Fue un infarto, un vulgar calambre, ignorante y de dudosa gramática, lo que acabó con la vida del crítico.

Al otro día, un diario malévolo tituló a cuatro columnas: ``Aniquilado el aniquilador.'' Pero incluso esa página, al cabo de uno o dos días, fue tan sólo un recuerdo polvoriento.

Traducción: Héctor Joaquín Abad