En el ingenioso pastiche de Antonio Tabucchi: La gastritis de Platón, hay una entrevista del escritor francés Bernard Comment (uno de los más interesantes novelistas del actual momento de Francia), con el autor de Sostiene Pereira. El tema central es el de los intelectuales y la política, tanto en Italia como en el pequeño resto del planeta. Al principio, entrevistador y entrevistado recuerdan dos frases de un artículo de Umberto Eco: ``Lo único que puede hacer el intelectual, cuando la casa se quema, es telefonear a los bomberos'' y ``Cuando la situación social y política sea verdaderamente grave, lo mejor que nos pueden regalar algunos intelectuales es su silencio''. La entrevista gira en torno a la posición de la intelectualidad italiana frente a la actual situación política del país y los nuevos paradigmas de la juventud. Tabucchi habla del crecimiento de una actitud cínica que, tal vez, ``desde el punto de vista antropológico, no sea más que una forma de sobrevivencia adoptada por el pueblo italiano. Una especie de `fenomenología del espíritu' de un pueblo que, a través de los siglos, se ha tenido que adaptar a los patrones más diversos: de los longobardos a los Anjou, de los borbones a los austrohúngaros y a Napoleón, y de los Saboya al fascismo y a la Democracia Cristiana''. Algo parecido sucede con el humor mexicano, aunque los últimos sesenta y tantos años hayan sido más bien monótonos en materia de ocupantes del poder.
En nuestra mesa, El amigo lejano, colección en dos volúmenes que contiene textos fundamentales de Emil Cioran y de Constantín Noica. Ambos, junto con Mircea Eliade (el líder indiscutible del grupo), Mircea Vulcanescu, Petru Comarnescu y Eugne Ionesco, formaron parte de la generación rumana de los treinta. Todos testimoniaron la catástrofe que liquidó a la parte mejor de la sociedad rumana y algunos alcanzaron a huir de la casa destruida por la tontería de los monárquicos, de la crueldad sin fisuras de la ``Guardia de hierro'' de Antonescu, el mariscal golpista con retórica mesiánica, y de los comunistas, al principio salvadores y más tarde (hasta llegar a la locura del último ``Conducator''), maestros del control, la represión y las astutas corruptelas. Cioran es muy conocido en todas partes. Noica, en cambio, ha sido víctima de un injusto olvido. Alumno del maestro Noé Ionesco, padre de la escuela existencialista rumana, y del filósofo Calinescu, representante del ``pensamiento en libertad'' de la Escuela de Darmstadt, la influencia principal sobre su pensamiento fue la de Heidegger. En este libro se reviven los días de su enseñanza socrática, su discurso contra la Europa del consumo y del ``bienestar'' y su amor por una Paideia Jaegeriana, manifiesta en una Europa del espíritu indomable que encuentra su fuerza en su misma precariedad. Ahora que Rumania quiere regresar plenamente a Europa, los textos de Noica (sobre todo: Seis enfermedades del espíritu contemporáneo) adquieren una actualidad notable y merecen ser estudiados a fondo y analizados críticamente siguiendo el método estricto del filósofo encarcelado durante los largos años que aprovechó para soñar con una Europa habitada por seres capaces de defender sus derechos sin pedir nada a nadie para no caer en la corrupción. Algo parecido estudia y propone Vladimir Yankélévitch.
El Fondo de Cultura Económica y la Universidad de Guadalajara nos entregaron la minuciosa investigación de Roberto Castelán Rueda, titulada La fuerza de la palabra impresa. Tomando en cuenta que, como decía don Carlos María de Bustamante: ``los gachupines siempre cuidaban de ocultar lo que podría mancillar su reputación'', el estudio del doctor Castelán tiene el notable mérito de recuperar aspectos ocultos de Bustamante y de documentar el importante papel que desempeñó en la gestación de la modernidad republicana. Losada-Océano nos hicieron llegar las reediciones de varios textos fundamentales: Cuentos de amor, de locura y de muerte de Horacio Quiroga, la Antología de Miguel Hernández, Primero sueño y otros textos de nuestra Sor Juana y la olvidada y estúpidamente ninguneada novela de Miguel çngel Asturias, El Señor Presidente, obra cumbre de eso que los ordenadores llaman ``realismo mágico''. Siempre nos emociona ver la ``L'' de Losada, benemérita institución editora. HGV
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de Alba Rojo Un día después del Informe Presidencial, el miércoles 2 de septiembre, en la Galería de Arte Mexicano, Gobernador Rafael Rebollar 43, San Miguel Chapultepec, a las 7 y media, se inaugura mi exposición de pintura. No quiero comparar la importancia de estos acontecimientos sucesivos para la vida nacional, sólo diré que espero que el mío sea menos aburrido y más imaginativo. Y no parece que sea mucho pedir. Es mi primera exposición individual. He participado en colectivas de diferente naturaleza. Pero, claro, no es lo mismo. Aquí la culpa de la ineptitud no se diluye. Exhibo pinturas recientes (como todas las que he hecho) y una pequeña instalación. La cabra tira al monte: la instalación es una caja grande con una especie de teatrito enteramente eléctrico que representa una y otra vez sin auxilio de manos. A mí me gusta, y le veo futuro, pero ya veremos qué se dice. Un autor o director de teatro entiende muchas cosas la noche que estrena una obra. Ha trabajado a ciegas durante semanas, no sabe nada, y ese primer contacto con el público le revela errores y aciertos. Por eso todo estreno teatral está cargado de ansias y nerviosidad. Pero la apertura de una exposición no es lo mismo. Como el público está disperso y deambulante, no unificado en sus reacciones como en el teatro, el impacto del trabajo es interno y silencioso y no puede apreciarse. Me adelanto a pensar, curándome en salud, que el volumen de ventas no decide sobre el éxito del trabajo realizado. Hecho este anuncio con toda oportunidad, paso a hablar de lo que quiero hablar, las esculturas de Alba Rojo. Hasta donde sé, esta es también su primera exposición. Está en la Galería Juan Martín, Dickens 33-B, Polanco. Alba es matemática de origen. Y se advierte este temperamento en la limpieza e idealidad de sus construcciones. Estamos en un Topos Uranos escultórico y las obras tienen el mínimo de materialidad necesario para ser percibidas. Son casi telarañas matemáticas, objetos ingrávidos, fantasías de la claridad euclideana.
Las esculturas, en metal y cartón, están moduladas a partir del número 4, como, se me ocurre, el tablero de ajedrez, que es de 8 por 8 cuadros. Y, por imaginativas que sean, que lo son, y mucho, como en los teoremas matemáticos, nada en estos cuartetos escultóricos es accidental. Con frecuencia las esculturas de Alba son versiones del arte de la columna. Los órdenes de la verticalidad, clásico, a veces, contenido, salomónico, otras, de fuste retorcido, que bailan con ritmo vivo y alegre. O figuran, también, caídas de agua, cascadas precipitándose desde lo alto, no en desorden y al azar, sino con precisión geométrica, y, sin embargo, en movimiento, porque donde hay ritmo, hay movimiento. Muchas de las esculturas implican un juego de transformaciones de gran felicidad. Es éste: imagina una compleja escultura rectangular abstracta, sus formas van y vienen; ahora, imagina que la tomas en tus manos de los extremos de arriba y de abajo y que tiras de ella, ¿qué pasaría? En las esculturas de Alba sucedería, muchas veces, no todas, que la escultura desaparecería transformándose en una hoja plana. ¿Qué quiere esto decir? Que hay un sistema de transformaciones de los cortes en un plano a las esculturas tridimensionales. Las construcciones son, al mismo tiempo, las dos cosas, dibujos comunes bidimensionales y esculturas tridimensionales. Es decir, que surgen y se guardan, son retráctiles como las garras de un gato. Y se pueden, no ya inferir, sino percibir las posibilidades escultóricas, tridimensionales, de la hoja plana. Pero ¿qué gato tiene estas garras? Un gato soñado por Lewis Carroll, tal vez, de cuya pata felpuda surgiera al accionarla, no una zarpa, sino el mapa del cielo o la Torre de Babel en miniatura. Sin embargo, pese a esta escrupulosa y precisa racionalidad, las esculturas de Alba no tienen la serenidad de, por ejemplo, los cuadros de Mondrian. Son más bien abarrocadas, emotivas, femeninas, de un buen gusto, si se me permite decirlo, muy catalán. La combinación de resultados es inesperada: como si Baruch Spinoza, o algún otro maestro del modo geométrico de pensar, hubiera diseñado una puerta art nouveau catalana, próxima a Gaudí. Así son las esculturas de Alba Rojo.
Las conspiraciones están de moda. La vida se ha vuelto tan compleja que muchas personas pretenden darle un sentido a su universo, sospechando una conspiración detrás de cualquier hecho, explicable o inexplicable. La princesa Diana murió en un vulgar accidente de tránsito, seguramente, pero resulta mucho más sugestivo atribuirlo a una conjura de la realeza británica asociada con extraños intereses políticos. Es una de las razones por las que la serie televisiva Los expedientes secretos X ha resultado tan popular. Pues ha sabido explotar una de las teorías de conspiración más difundidas desde los cincuenta: los extraterrestres están entre nosotros desde hace tiempo, pero misteriosas agencias gubernamentales los han mantenido ocultos. Para personas a quienes les brilla la mirada ante la mera mención de sitios fetiches como Roswell, el çrea 51 o el Hangar 18, la serie creada por Chris Carter se ha vuelto un objeto de fervoroso culto. Basta ver la extensa parafernalia que rodea al programa para comprobarlo (nomás traten de contar la cantidad de websites dedicadas a él). En una comprensible estrategia de aprovechar esa popularidad, Hollywood ha concentrado ahora la mitología de Los expedientes X en una película que, me imagino, es como una versión de lujo de uno de sus programas. Y digo imagino porque nunca he visto un episodio completo de la serie. Así, con ojos hasta cierto punto vírgenes, tuve mi primera aproximación a las aventuras de los inexpresivos agentes federales Fox Mulder (David Duchovny) y Dana Scully (la cabezona Gillian Anderson) y sus frustrados esfuerzos por probar un complot internacional: aunque expertos en fenómenos paranormales, los agentes se ven involucrados al inicio de la cinta en una operación muy normal para el FBI: la búsqueda de un explosivo en un edificio federal de Dallas. A pesar de los esfuerzos de Mulder, el edificio es reducido a escombros. Una investigación posterior no revelará una acción terrorista, sino un intento oficial de hacer perdedizos a cinco cadáveres de personas expuestas a un virus sumamente letal, de origen extraterrestre. Por supuesto, esa es sólo la punta del iceberg. Los héroes llevarán sus pesquisas a descubrir un plan de contaminar el mundo por medio de la crianza de abejas portadoras del virus (cruzadas genéticamente con plantíos de maíz, no me pregunten cómo o por qué), y el centro de operaciones se localizará en la Antártida, pues, según se ha demostrado desde El enigma de otro mundo (1951), los marcianos se conservan bien en el hielo. Heredera de los horrores milenarios de H.P. Lovecraft y de teleseries como la inglesa Quatermass (entre otros programas dedicados al ocultismo), Los expedientes X está también imbuida de la paranoia totalizadora de algunos thrillers de los setenta como Asesinos S.A., por lo que logra crear una atmósfera de misterio a partir de esa idea de que una confabulación tenebrosa se fragua desde los altos círculos del poder. (Con mucha maña, el guión de Carter establece connotaciones inquietantes, el incidente en Dallas evoca situaciones reales como el bombazo de Oklahoma, y la ciudad misma fue el escenario de la posible conspiración más encubierta de la historia, el asesinato de Kennedy.) El chiste es sugerirlo todo y no resolver nada. Bajo la dirección sobria de Rob Bowman, por suerte no afecta a los tics de la superproducción hollywoodense, la película se desenvuelve en ambientes oscuros, amenazadores... instalaciones gubernamentales con aire de prohibido. No falta la figura del informante de origen incierto, la Garganta Profunda que se hace llamar Kurtzweil (Martin Landau); ni tampoco las figuras representantes de la conspiración, que incluyen al alemán -nazi, casi seguro- Strughold (Armin Müeller-Stahl) y al ubicuo Hombre Que Fuma (William B. David), cuya función es aparecer en momentos clave con la misma expresión siniestra. Lo que sostiene ese desfile de insinuaciones es la atractiva química entre Mulder y Scully. Ya es común en las teleseries el gimmick de plantear un romance platónico entre sus principales personajes para obtener tensión dramática, y Los expedientes X lo han explotado al máximo. Aunque todavía se llaman entre sí por sus apellidos, hay una subrayada dependencia emocional entre ambos agentes que, no obstante la frialdad aparente, tienen su corazoncito. Lo físico no ha pasado del osculem interruptus, pero la pasión está tan latente como los extraterrestres congelados. Al final, la película deja abiertas sus interrogantes, pues así se fomenta el pensamiento paranoico. Nunca sabremos por qué, si los extraterrestres son los pobladores originales del planeta, han tardado en querer eliminarnos. O, más sencillo, si Mulder y Scully son los únicos conscientes de la conspiración, por qué los poderes no han hecho algo por desaparecerlos en forma sutil. El asunto no debe tomarse en serio. Salvo para los cultistas de la serie que se la pasarán escudriñando sus claves secretas, como antes otros ociosos escuchaban al revés los discos de Led Zeppelin en busca de mensajes satanistas, Los expedientes X no pasa de ser un aceptable thriller de ciencia-ficción con un detalle agradecible: en ninguna instancia, Mulder y Scully participan en una destructiva persecución, ni se salvan de una explosión huyendo de la bola de fuego.
La traición de los medio Bertolt Brecht se lamentaba de que la radio desperdiciara su inmenso potencial para la creatividad, el humanismo y la difusión de la cultura al ser usada para fines frívolos y enajenantes. Más tarde, otros levantaron la voz para señalar que la televisión consagraba la mayoría de su tiempo a la transmisión de basura. Durante la década de los setenta el auge del video volvió a crear expectativas de que sería un medio democrático y abierto. Pero, aunque los costos de producir material audiovisual de buena calidad bajaron mucho, la distribución seguía en manos de monopolios que no estaban dispuestos a abrirse. La oferta de entretenimiento e información nunca ha sido tan grande y variada como ahora; no obstante, la mayoría de los medios a nuestra disposición pertenecen a un puñado de monopolios. Cuando la red de comunicaciones digitales se abrió al público civil, volvió la euforia y, debido a la naturaleza internacional y multidireccional de este medio, los entusiastas creyeron que esta vez todo sería diferente. Hoy podemos decir sin temor a equivocarnos que, fuera de algunas opciones verdaderamente libres (porque logran burlar los muchos controles y métodos de censura que cada día son más eficientes), subversivas (porque, independientemente de su contenido, su mera existencia es un desafío a los intereses corporativos) e independientes (porque no reciben línea de nadie), la red está volviéndose con rapidez otra herramienta de la ideología pancapitalista para desarrollar nuevos mercados, estimular el consumo y, bajo una fachada anárquica, mantener el orden. (Con esto no intento negar que la red es una parte fundamental de mi vida y que no puedo imaginar volver a una vida preInternet.) Los integrantes del colectivo neoyorquino Critical Art Ensemble (http://www.autonomedia.org) postulan, en su libro Flesh Machine, Cyborgs, Designer Babies, and the New Eugenic Consciousness (Autonomedia, 1998), que la trágica alianza entre la élite de la clase virtual (las corporaciones) y los cibernautas se estructura en torno a cinco promesas de cambio social. Promesa 1: El cuerpo virtual; gracias a él podemos asumir cualquier identidad, sexo, raza o personalidad y de esa manera tener experiencias que jamás podríamos vivir en nuestra propia piel. Pero, lejos de que se cumpla el sueño de la realidad virtual (un medio inmersivo que permita tener sensaciones táctiles), debemos conformarnos con jugar a ser otro mientras participamos en foros de chat intercambiando textos. El precio de tener un cuerpo virtual es la aparición del cuerpo de datos, es decir, las huellas que dejamos en nuestras expediciones por el territorio siempre vigilado de Internet y que son tan útiles tanto a los aparatos represores como a los aparatos de mercadotecnia. Los archivos que vamos creando con nuestras elecciones, compras y confesiones en línea crean un cuerpo más real ante los ojos de las autoridades que nuestro cuerpo de carne y hueso. Promesa 2: La conveniencia; la vida sería mucho más fácil si todos y todo estuviera conectado a la computadora todo el tiempo. ¿Pero hasta qué punto queremos estar siempre accesibles y renunciar a nuestro tiempo libre en pos de estar siempre en línea? No sólo tendremos nuestro puesto de trabajo encendido permanentemente sino que todas nuestras interacciones sociales se realizarán mediante la tecnología. Promesa 3: Comunidad; a través de las líneas de chat, los newsgroups, los foros de discusión y demás entornos digitales, se nos ofrece contrarrestar el efecto enajenante y el aislamiento que provoca la tecnología. Si bien cientos de miles de cibernautas son fanáticos de estos espacios (antipúblicos), no podemos asumir que el intercambio de información sea lo único que mantiene viva a una comunidad. Promesa 4: Democracia; en la red todos somos iguales y podemos decir (casi) todo y tener acceso a (casi) todo. No obstante, la democracia requiere de un factor fundamental: el individuo debe tener la capacidad de actuar y de que su voz sea escuchada. Aparte de que es difícil hacerse oír entre el barullo permanente de millones de voces electrónicas, aún no queda claro cómo pasar de la acción digital a la acción en el mundo real. Y no podemos olvidar que todo cibernauta (por ingenuo que sea) sabe (o teme) que está siendo vigilado, lo cual es un excelente antídoto en contra de la libertad de expresión. Promesa 5: La nueva conciencia; desde su aparición se le han atribuido a la red muchas características metafísicas, una de las más extrañas (y sin duda seductoras) es que es una especie de conciencia planetaria, una red nerviosa o mente del planeta a la que cada cibernauta se conecta como si fuera una neurona. Esta idea new age es particularmente siniestra por sus connotaciones clasistas y porque, al establecer la creencia de que los cibernautas son el cerebro planetario, descalifica de facto a los miles de millones de hombres y mujeres que no están en línea.
Naief Yehya
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