La Jornada Semanal, 23 de agosto de 1998
El trabajo en casa no cesa. En abril del '48 terminé mi primera obra orquestal: Dos movimientos para orquesta. Se estrenó el julio siguiente. Dicen que los niños al nacer traen su bolillo bajo el brazo. En su nacimiento público, Dos movimientos para orquesta no trajo pan alguno; trajo levadura, cuyos organismos comenzaron, ipso facto, a fermentar un nuevo camino a seguir. Corro el riesgo de afirmar que hay un duende que fabrica la circunstancia, si bien circunscribo lo afirmado a mi propia peripecia.
El estreno fue con la Orquesta Sinfónica Nacional, en Bellas Artes, en un concierto compartido con otro director. Dirigí la primera parte: obertura Egmont, la Sinfonía 97 de Haydn y mi primogénita orquestal: Dos movimientos para orquesta. Varias descargas, sismos más bien, nos estrujan cuando se escucha una obra propia; si orquestal, insólita: desfilan por su cuenta lo buscado, lo encontrado, lo no encontrado; el hallazgo, el accidente: Stravinski contó de algún invento suyo muy novedoso: provino de un resbalón de su dedo en el teclado. Esto en cuanto a lo meramente sonoro; luego está lo otro, lo de allá arriba o quizá dónde; la criatura creada, el núcleo de energía devenido forma, texto abierto a merced del que lo escucha.
Me hallaba en el vórtice de estos paroxismos, en mi camerino, entre amigos, en el filo de mis nervios; de pronto se congeló el aire: en el quicio de la puerta estaba Sergiu Celibidache; nadie de los presentes lo conocía; el peso de su persona mutó la escena; alzó su brazo y apuntó hacia mí su mano: ``Usted es director de orquesta -dijo-. Todo lo que hizo fue erróneo, pero, aun así, la orquesta estuvo con usted, con su batuta. Esta es la condición esencial del director; no importa qué haga, los músicos van con él.''
Celibidache había llegado la víspera. México ciudad fue el primer suelo que en América pisó. Exudaba brío, ansia de todo, se diría capaz de engullir el mundo de un bocado. Solíamos ir a la plaza de San Juan a ver, oler, comer frutas tropicales, sabores para él desconocidos; mango y mamey singularmente, le parecían dignos del festín de Baltasar. ``Sólo nos falta -afirmaba- beber el vino en copas sacras, de oro y plata.'' Por las noches su exotismo rebullía: husmeaba aquí y allá en busca de tabernas, de boites de barrio -las de lujo son iguales en todas partes- donde tomar una copa o bailar una rumba en un ambiente bravío; las jóvenes requeridas, antes de aceptar, echaban un ojo a su hombre; imaginémoslas en el garlito de bailar con ese caballero tan apuesto, aristocrático, tan distante del ámbito de sus sueños. Su carisma y bonhomía, atrayentes, protegieron a Celibidache de los celos de algún matón de pacotilla.
Vis à vis al trabajo, era idéntica su exuberancia. Sus ensayos con orquesta eran foco de turbulencia: extraía hasta el último electrón del talento de los músicos, igual que de sí mismo; derramaba su capacidad participativa -no doctoral- en perseguir el ideal de perfección que la obra de arte reclama. Mi clase con él duró toda su estancia, también la siguiente. Comenzaba a las 8 de la mañana en su habitación del hotel Regis -víctima del terremoto del '85-, interrumpíamos por su ensayo; luego, fragmentada, peripatética, a la media tarde o a la noche, a pie, en automóvil, en el café, la clase continuaba; que si el meollo de la partitura, que si el tempo, el movimiento, o las infinitas minucias de los brazos, crítica comparativa de otros directores, etcétera. Las contadas veces que tuve la fortuna de reunirme con él para la cena o la comida -todo México lo invitaba-, la conversación iba por otros derroteros: un poco de su Rumania, de sus estudios, de la Filarmónica de Berlín, de los negocios de la música en Europa, que lo afectaban e irritaban, y, sobre todo, de las filosofías ajenas a Occidente: los Vedas, Confucio, Buda, Lao Tsé, los hindúes; era, pensaba yo, contradictoria su materia intelectual con los arrebatos en sus módulos de vida. Más tarde creí entender -sin pretensión de diagnosticar- que más que contradicción era un proceso de equilibrio: operaba en él la ley tensión-distensión en la medida de la fuerza de sus extremos.
Por varios años mantuvimos trato cercano, en México y en Italia principalmente. Por invitación suya fui a Venecia: ``Puede interesarle repasar conmigo las sinfonías de Beethoven; voy a dirigir el ciclo en La Fenice.'' Pasé a recogerlo para ir juntos al teatro -estaba en el hotel Luna, a espaldas del portal de Piazza San Marco en el extremo opuesto a la basílica-; debía franquearme él mismo el acceso a los ensayos. Caminamos lentamente como es ritual en Venecia -cada piedra que se pisa es letra de poema-, vio en mi mano la partitura de la Primera Sinfonía; con rictus de extrañeza exclamó: ``Qué, ¿no la sabe de memoria?''; desde la primera clase el pacto fue: todo de memoria; ``Sí, maestro, la sé; es para ponerle anotaciones.'' ``¿No se puede anotar aquí?'', se golpeó la frente. Ya en el teatro, lo hago siempre: más que ver la partitura, observo cómo marcha la música en relación con el gesto; qué tan funcional es éste en congruencia con aquélla, con su sentido. Pero aquí el asunto es otro. Después de pocos minutos de ensayo, detuvo la orquesta: ``El primer clarinete está bajo''; el hombre, con los labios en U, exhaló aire caliente en la boquilla; ``de nuevo''. A poco, ``sigue bajo''; el clarinetista maniobró el tudel; ``ancora''; otro intento: ``Escuche al oboe, afínese con él''; el pobre instrumentista empezó a sudar; ``ma no, ancora basso''; el músico cambia caña. ``Repitamos el pasaje''; después de media docena de compases, exasperado, grita: ``Sigue bajo, usted no es capaz de afinar.'' ``Basta, maestro, no puedo más'', replica el infeliz, también fuera de sí. ``Commisariooo -llama Celibidache- quiero otro clarinetista.'' La orquesta, atónita, en tensión que se corta con la uña, está con su compañero; el comisario explica, caravaneando, que no es posible remplazar un miembro de la orquesta; ``el reglamento, sabe''. ``Si no se va, no dirijo.'' ``Maestro, por favor, no pida imposibles; el maestro -digamos- Campanella es competente, nunca tuvo problemas...'' Celibidache no quiso oír más: ``Herrera, vámonos.'' Regresamos a su hotel, nos acomodamos en el bar y ordenamos: ``Due espressi, per cortesia.'' Despotricó de todos y de todo, yendo su mejor furia a lapidar la burocracia que prevalece (cierto) sobre el arte.
Habrían transcurrido 15 minutos cuando entró el comisario, flanqueado por adusto caballero:
-Maestro, por favor, reconsidere; la orquesta se lo pide.
-Si cambian clarinetista, cuenten conmigo.
-Le expliqué a usted que no es posible.
-Por eso estoy aquí y no en el ensayo.
-¿Se da cuenta, maestro?, este no es un concierto ordinario, cancelable; es el primero de un ciclo; el abono está vendido, agotado.
-Lo siento, no puedo, la música primero.
-¿Es esa su decisión?
Celibidache asiente; después de un pestañeo, en suspenso, el comisario indica algo a su acompañante: el adusto caballero, con dejos de importancia, empieza a leer -informa a Celibidache- la cláusula décima del contrato. Finalmente dice:
-¿Ve, maestro?, si no dirige tendrá que pagar una multa de treinta millones [liras de los cincuenta].
-¿Cuánto dijo?
-Treinta millones.
-Sí dirijo. Herrera, vamos.
Cambió su humor de sombra a sol; en el trayecto al ensayo hizo bromas a su costa. ``París bien vale una misa'', se me ocurrió.