La Jornada Semanal, 23 de agosto de 1998
Los estudios culturales siempre han sido, para mí, una licencia que me permite errar por campos ajenos para ``divertirme enseñando'', como diría Cervantes. Pero la invitación hecha por la Casa Lamm me ha obligado a reflexionar en forma más seria sobre los cambios en la organización de saberes y, sobre todo, en la reciente transformación de los discursos ``sobre'' América Latina.
Vale la pena recordar -y no para justificarme- que cualquier persona de mi generación o tiene que meterse en el bunker o enfrentar la reorganización total de la cartografía que antes daba cierta seguridad a nuestros conocimientos. Pasamos de un mundo restringido pero íntimo en que todo el mundo parecía conocerse, o, por lo menos, compartir los mismos conocimientos, a un ambiente intelectual mucho más fracturado y complejo. No digo esto en un tono nostálgico, sino como una constatación, porque ya no tenemos necesariamente repertorios culturales compartidos, a pesar de usar términos como globalización, mundialización o transnacionalización. No hay un archivo, sino muchos archivos. Por eso el esfuerzo inicial de los estudios culturales por salir de los límites de las disciplinas entendidas como saberes institucionalizados, a la vez que libera, se encuentra en medio de discusiones cruzadas y a veces en diálogos de sordos. El problema de definir un nuevo campo que cruzara los límites de las disciplinas ha sido abordado desde América Latina por Néstor García Canclini, entre otros, sobre todo en su libro Culturas híbridas. En Estados Unidos se complica la definición, puesto que los estudios interdisciplinarios se inscriben bajo distintos rubros: ``estudios subalternos'', ``estudios poscoloniales'', ``literatura mundial'', ``culturas de globalización'', ``material culture'', ``visual culture'' -cuyos proyectos no coinciden y tampoco dialogan entre sí o lo hacen con dificultad. Además, como ha señalado William Rowe, ``todo, blandamente, se vuelve cultura''.
En esta época de globalización hay que preguntarse: ¿por qué se habla de ``Latin American'' cultural studies, por qué enfatizar la especificidad de América Latina? Hace tres años, en la UNAM, encontré una actitud bastante defensiva hacia el proyecto de estudios culturales latinoamericanos y muchos me preguntaron por qué siempre hay que manejar los conocimientos en términos que no son nuestros. Y, sin embargo, ahora se difunden los estudios culturales latinoamericanos. En Inglaterra se publica el Journal of Latin American Cultural Studies y abundan las conferencias sobre el tema que, en cierta forma, puede verse como una reacción a la ``guetización'' practicada en la academia norteamericana, pues lo que se conoce como ``cultural studies'' tout court, generalmente se concentra en la cultura anglosajona y muchas veces sólo se limita al estudio de culturas populares, los medios y la industria cultural.
No obstante, lo que quiero puntualizar en este ensayo es la coincidencia entre el surgimiento de los estudios culturales latinoamericanos en Estados Unidos, la problemática de la constitución de saberes ``sobre América Latina'' y la autorreflexión cada vez más frecuente en disciplinas que antes no tenían problema para administrar estos saberes.
Cuando empecé a dar clases en Inglaterra, hace casi cuarenta años, no me parecía cuestionable hablar sobre América Latina. Frente a la ignorancia sancionada de la metrópoli, había que traducir, enseñar, informar. Al trasladarme a Estados Unidos, en 1972, me di cuenta del provincianismo de Inglaterra, en donde apenas se había iniciado el programa de estudios latinoamericanos frente a la producción masiva de saberes en los Estados Unidos. Esta producción, particularmente la de las ciencias sociales, veía a América Latina como un cuerpo experimental para el cual se proponían o a veces se ponían en práctica programas de modernización -programas monetarios, programas pedagógicos, la revolución verde, el control de población-, junto con programas aún más infames y cínicos como el proyecto Camelot. Por otro lado, los que dudaban de los beneficios del capitalismo modernizador tendían a considerar América Latina como el lugar donde los corrompidos por el capitalismo podrían darse un baño de autenticidad. Así, en el prefacio a la traducción al inglés del Calibán de Roberto Fernández Retamar, Fredric Jameson quiere encontrar ``un nuevo internacionalismo literario y cultural'', que (escribe Jameson) ``nos cuestiona plenamente, mientras que reconoce al otro; este cuestionamiento sirve como una forma más adecuada y más purificadora de autoconocimiento''.
Esta visión redentora de América Latina tuvo repercusiones en la práctica -en los movimientos de solidaridad y en el apoyo a luchas latinoamericanas. No quiero rebajar estos movimientos a los cuales me he adherido; simplemente quiero señalar una transición, desde el activismo dirigido contra la política externa de Estados Unidos hacia el terreno cultural y la conciencia de que el problema reside en nuestras instituciones, en su poder de administración y acumulación de conocimientos. No es accidental que la mayoría de las revistas dedicadas a América Latina se publique en Estados Unidos.
Este poder de centralización y de administración de los estudios a través de instituciones norteamericanas se ha incrementado gracias al ciberespacio: más de la mitad de los que usan el Internet vive en Estados Unidos, lo que trae como consecuencia el aumento de la importancia del inglés. El título de un ensayo del chileno Willy Thayer es ``¿Cómo pensar en castellano?'', y en él arguye que ``habitamos lejos, aunque bajo la universidad disciplinaria teórico-técnica''. Por su parte, la velocidad de transmisión ayuda a la rápida apropiación de las prácticas culturales del norte que, según George Yudice, ``resulta muchas veces en una interpretación que quiere insertarlas en el paradigma del multiculturalismo y la representación prevalente. La red internacional de controles e influencias es la que administra el `capital simbólico' de la teoría metropolitana'', y valoriza ``aquellos manejos discursivos que gozan del crédito académico e institucional''. Así, ciertas teorías que se originan en América Latina como, por ejemplo, la de las culturas híbridas de García Canclini, y la transculturación propuesta por Antonio Cornejo Polar se transforman en su viaje hacia el norte.
La ventaja tecnológica es, sin embargo, transitoria. Como hemos visto en el desarrollo de las comunicaciones -radio, cine y televisión-, los países técnicamente avanzados tienen una considerable ventaja inicial, pero no necesariamente duradera. Además, a la vez que ``la ventaja'' produce un desarrollo de saberes en la metrópoli, incrementa lo que Gayatri Spivak describe como ``la ignorancia sancionada'' -la poca inclinación no solamente a aprender otros idiomas sino a leer literatura traducida, o interesarse algo más que turísticamente por otras partes del mundo. En el New York Times del 18 de junio se dice ``los norteamericanos se han vuelto aislacionistas desde un punto de vista literario [...] sin duda es cierto que la educación norteamericana no congenia con el conocimiento de lenguas extranjeras ni, por lo tanto, de nombres y lugares extranjeros''.
Todo esto puede explicar cierta desazón que se percibe entre académicos, incluso entre los más cómodamente instalados en la institución académica. En ciencias sociales, por ejemplo, en vez de dar recetas sobre América Latina, se nota cada vez más un cuestionamiento del papel que han desempeñado estas disciplinas al crear los protocolos de un discurso sobre América Latina. òltimamente se han publicado una serie de libros -Under Northern Eyes (Desde el Norte), de Mark T. Berger, Encuentros cercanos con el imperio. Escribir la historia cultural de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina, de Joseph LeGrand y Ricardo Salvatore, Beneath the United States. A History of U.S. Policy toward Latin America (Debajo de los Estados Unidos, La historia de la política de los Estados Unidos hacia América Latina), de Lars Schoultz- que, de cierta manera, corresponde a la política de disculpa y apología que hoy en día es la respuesta común y corriente a las injusticias históricas. En antropología, una disciplina que estaba muy ligada a la política externa norteamericana, la autocrítica de los métodos empezó hace mucho, dado que esta disciplina sentía notoriamente el impacto de la guerra fría, que, según Laura Nader, afectó el financiamiento, la crítica, la libertad académica, las especialidades regionales, los métodos de investigación y, de hecho, la manera en que los antropólogos estudian lo que estudian. Como resultado de la autorreflexión sobre sus propios métodos, se produjo, según James Clifford, ``un cambio tectónico'' en la disciplina. Clifford afirma que, hoy en día, ``no hay un lugar superior desde el cual se pueda mirar el mundo. Uno no puede ocupar sin ambigüedad un mundo limitado culturalmente desde el cual analizar otras culturas. El análisis cultural siempre está involucrado en movimientos globales de diferencia y de poder''.
En literatura, Reading North by South (Leyendo el norte desde el sur), de Neil Larsen, Against Literature (En contra de la literatura), de John Beverly, y en los cursos sobre estudios culturales, libros y ensayos de René de la Campa, y de Alberto Moreiras, todos publicados en Estados Unidos, se encuentra la misma tendencia autocrítica. Estas reflexiones hubieran sido imposibles hace treinta años. Registran la penetración, hasta en las disciplinas más pragmáticas, de teorías del discurso y el desconstructivismo, a la vez que constituyen intentos de restitución.
El libro de Mark Berger, Under Northern Eyes, que tiene por subtítulo Latin American Studies and US Hegemony in the Americas. 1898-1990, es sintomático del impacto tardío de estas teorías. El argumento de Berger, que no sorprenderá a nadie en América Latina, es que las universidades norteamericanas son responsables de la creación y mantenimiento de instituciones, organizaciones y relaciones internacionales, así como de las estructuras políticas y económicas que refuerzan y sostienen la posición hegemónica de Estados Unidos en el continente americano. Basándose en las teorías de Louis Hartz, arguye que el consenso liberal caracterizado por un persistente individualismo, por el proyecto de cambios sociales graduales, por la definición de la democracia en términos de gobiernos representativos, por la adhesión al Tratado de Libre Comercio y la devoción a la propiedad privada, oculta varias propuestas sobre América Latina. Según Hartz, el liberalismo se convirtió en abstracción en la medida en que se distanciaba de los conflictos de clase y de las naciones de Europa. Enajenado de la lucha contra el feudalismo que lo dinamizó en Europa, el liberalismo, en su viaje a los Estados Unidos, se convirtió en una propuesta más abstracta que se aplicaba universalmente. La consecuencia en cuanto a los discursos sobre América Latina, según Berger, es que, en nombre del pluralismo, el liberalismo norteamericano deslegitimiza conflictos, o supone que los conflictos pueden desaparecer en la medida en que las sociedades latinoamericanas se acercan a la de Estados Unidos. Aplicado a la política externa, el consenso liberal no admite ningún conflicto entre los intereses de Estados Unidos y el bienestar de otros países. En la universidad, ha nutrido una actitud intelectual de ``expertise'' sin diálogo. La lógica, tanto en ciencias políticas como en economía, conducía al enfoque sobre el supuesto fracaso de las repúblicas latinoamericanas al no poder convertirse en versiones idealizadas de las democracias industriales occidentales. Los estudios latinoamericanos, enmascarados por la supuesta objetividad y por los discursos científicos y racionales (ciencias políticas y economía), se caracterizan por la distancia que adoptan respecto al terreno complicado y cruzado que existe más allá de la visión global.
La dificultad de superar las fronteras se pone en evidencia en forma dramática en un libro de Nancy Scheper-Hughes: Death without Weeping. The Violence of Everyday Life in Brazil (Muerte sin Duelo. La violencia de la vida cotidiana en Brasil). Durante 17 años, Scheper-Hughes estudió un pueblo hambriento del noreste del Brasil en donde las mujeres dejan morir a los niños más débiles para preservar a los otros. El choque con esta realidad llevó a la autora a examinar las motivaciones de los antropólogos. Las seiscientas páginas de esta obra monumental giran en torno a los problemas éticos de esas motivaciones y abundan en la aporía de la relación norte/sur.
Según Scheper-Hughes, la escritura etnográfica ``es siempre un registro de vidas humanas basado en el testimonio y la observación; un registro altamente subjetivo, parcial y fragmentario -aunque personal y profundamente sentido''. Propone que el acto de atestiguar otorga a nuestro trabajo su carácter moral, incluso religioso. La observación participatoria lleva a la etnógrafa hacia espacios de la vida humana en donde posiblemente preferiría no entrar, y una vez allí no sabe cómo salir sino a través de la escritura, que involucra a otros también, comprometiéndolos en el acto. Rechazando la actitud de falta de compromiso criticada por Berger, apela a una cita de Emanuel Levinas: ``Un trabajo concebido en forma radical es un movimiento de lo Mismo hacia lo Otro que nunca vuelve a lo Mismo.'' O sea, el trabajo de la antropóloga debe transformar también a la antropóloga.
El tono dramático del libro de Scheper-Hughes se debe en parte a la descripción de su estudio como si fuera un ``descenso hacia el corazón brasileño de las tinieblas, haciendo notar la manera en que toca e invoca algunos de nuestros peores miedos y los temores inconscientes de la naturaleza humana y en particular en lo que concierne a madres e hijas''. Como otros antropólogos, entre ellos Michael Taussig, autor del libro Chamanismo y colonialismo, recurre a la frase de Joseph Conrad ``el corazón de las tinieblas'', que nos habla de las atrocidades cometidas por el colonialismo, aunque persisten en su libro algunas profundas dudas sobre la posibilidad de colocar a la antropología a favor de los oprimidos.
En la solapa del libro, Michael Taussig describe a Scheper-Hughes como ``una santa intelectual'' -que concuerda con la idea de la autora respecto a su misión religiosa. Sin embargo, está constantemente obligada a enfrentar la ambigüedad de mediatizar situaciones que no tienen resolución. Después de todo, la antropóloga es una actriz transitoria de estos dramas. ¿Cuál es la distancia apropiada y respetuosa que debo tomar respecto de los sujetos de mi investigación?, pregunta. Y contesta: ``[debe ser] una distancia que no sea tan cercana como para violar su sentido de decoro, ni tan distante que los convierta en meros objetos de la mirada discriminatoria o incriminatoria''. Esta sensibilidad queda registrada en su propia experiencia cuando, en sus primeros viajes a Brasil, participó, sin cuestionarla, en la distribución de leche en polvo para luego percatarse de que la leche en polvo puede causar ceguera nocturna. Busca maneras de escapar (por ejemplo, participando en una comunidad de base) de la complicidad de los antropólogos en los programas de las agencias gubernamentales... Y pregunta qué intereses sirven a los saberes y ``cómo hacer nuestra disciplina más relevante para aquéllos a quienes estudiamos... ¿qué nos impide desarrollar un discurso oficial radical sobre el sufrimiento de las poblaciones que nos sostienen? ¿Qué nos impide transformarnos en intelectuales orgánicos compartiendo voluntariamente y abrazando a los otros, así sea en la forma ínfima y quizá no del todo privada de sentido que tenemos a nuestro alcance?''
Aunque la antropología es la disciplina en la que más se explicita el problema hermenéutico y ético de la relación norte/sur, los estudios literarios y culturales no pueden eximirse de esta responsabilidad porque también se enfrentan con el problema de la recontextualización en un ambiente en que todo se lee a través de la vida individual. Durante la guerra fría, los estudios literarios podían ser considerados ajenos a las ideologías combatientes porque se basaban en valores universales que trascendían la mugrosa realidad. Esta trascendencia fue difícil de sostener durante las guerras sucias y las luchas armadas. El anhelo de acercarse a esta realidad en bruto, que no fácilmente se expresaba en la literatura, explica quizá la intensidad con que se leía en los ochenta los testimonios, o más precisamente, un testimonio: Me llamo Rigoberta Menchú, que pronto se constituiría en el punto focal de varios debates -para los conservadores representaba una intrusión impertinente en los cursos académicos que debían estar reservados para los textos canónicos; entre los antropólogos provocaba discusiones sobre la veracidad de los hechos descritos; entre los críticos literarios y culturales se convertía en un texto ejemplar desde el cual se podía constituir una ética, una teoría de la subalternidad y una nueva práctica de lectura que renunciaría a la superioridad metropolitana. Esta última tendencia quedó registrada en el libro Against Literature, de John Beverley, quien arguye que, como siempre, existe el peligro de que las literaturas más iconoclastas y progresistas estén forjando nuevas formas de hegemonía. La solución es reformarlas para hacerlas más capacitadas para la solidaridad y el amor. El testimonio es el género que proporciona espacio para este encuentro. Dedica Beverley un capítulo entero de su libro (Second Thoughts on Testimonio), a este género, que ofrece, según él, la posibilidad de ``proponer a nuestros estudiantes una relación de solidaridad con los movimientos de liberación y las luchas por los derechos humanos en Estados Unidos y en otras partes del mundo''.
También basándose en el texto de Rigoberta Menchú, Doris Sommer busca una nueva ética de lectura. En su ensayo ``Conocimiento interruptus'', señala la táctica subalterna de negar cierta información, frustrando así el deseo del conocimiento absoluto. La metáfora que usa en el caso de Rigoberta es la de un striptease parcial: ``nos tienta al no dejarse ver de cuerpo entero. Y al construir una castidad textual, cubriendo algunos espacios discursivos para exhibir áreas inviolables, Rigoberta pide nuestra modestia como condición de lectura''. Apelando a una tradición de lectura académica que valoriza textos difíciles, alega que ``agarramos un libro para conquistarlo y sentirnos ensanchados por la apropiación y confiados en que nuestra habilidad ha sido igual a la provocación que habría empleado, por cierto, su propia sumisión concebida como el clímax de la lectura''. No deja de ser extraño que Sommer interprete como una decisión personal de Rigoberta algo que es una práctica común a muchas comunidades indígenas americanas, o sea, la protección de enseñanzas esotéricas que solamente se pueden revelar a los iniciados.
En un ensayo reciente, Sommer desarrolla un argumento algo diferente: el sujeto testimonial es un modelo para nosotros en la medida en que pueda producir una respuesta política respetuosa y no totalizante. La distancia puede leerse como la condición de la posibilidad de una política de coalición, permitiendo una forma de amor que no depende de la apropiación. El deseo aquí, como en el libro de Scheper-Hughes, se extiende sobre todo hacia los grupos oprimidos y para poner el énfasis en la responsabilidad que conlleva el privilegio. ¿Cómo saber sin ejercer el poder? Y cómo saber si no hay un objeto de saber, como pasa en la desconstrucción del ``latinoamericanismo'' que hace Alberto Moreiras, quien alega que: ``América Latina, en cuanto parte de lo real, es esa cosa que el latinoamericanismo desea pero no alcanza a devorar.''
Cuando se trata simplemente del intercambio de información, el terreno parece menos minado, debido a la velocidad del Internet. De allí, la formación de redes de estudios culturales que a veces se convierten en estudios cooperativos, como los emprendidos por García Canclini y George Yudice sobre la privatización. Sin embargo, las redes que ligan a Río de Janeiro con la ciudad de México, a Nueva York con Santiago no pueden borrar las asimetrías, ni la diferencia entre ``hablar sobre y hablar desde Latinoamérica'', como señala Nelly Richard, quien añade: ``es imposible pensar en la complejidad de las fuerzas que tensionan el escenario académico-cultural de lo latinoamericano sin transitar por el diagrama teórico (alteridad, marginalidad, subalternidad) que elaboran los estudios culturales en su disputa con los saberes jerárquicos''. La investigadora chilena destaca que ``dicha elaboración lleva contradictoriamente -para nosotros- el sello de la academia metropolitana''. Por eso es necesario repensar ``la localización teórica: es decir, la condición de experiencia surgida en uno de nosotros, de los actos de pensar la teoría insertos en una determinada localidad geocultural a través de la relación -construida- entre el emplazamiento del sujeto y la mediación de los códigos, entre la ubicación del contexto y la posición de los discursos''.
Esta localización pone en evidencia lo diferente del contexto intelectual en los Estados Unidos y en los países de América Latina. Nelly Richard y Diamela Eltit en Chile; Robert Schwartz y Silviano Santiago en Brasil; Beatriz Sarlo en Argentina; Carlos Monsiváis y Elena Poniatowska en México -para nombrar solamente a los más conocidos- actúan en la esfera pública de sus propios países. No solamente son contestatarios en los debates sobre postdictadura, culturas masivas, posmodernidad en las redes del Internet, sino que también actúan en políticas coyunturales. Beatriz Sarlo en la municipalidad de Buenos Aires, Carlos Monsiváis en las luchas por la justicia en México y Nelly Richard en la crítica de la transición en Chile. En Estados Unidos, por el contrario, la intervención en el plano nacional es imposible salvo en casos donde notoriamente se trata de discursos conservadores o en el mejor de los casos de discursos que apoyan el consenso liberal, porque el acceso a los medios masivos está muy controlado. De allí que las tendencias más radicales de la crítica cultural se encuentren en la universidad, donde indudablemente han tenido una función desacralizadora atacando jerarquías, abarcando campos antes marginados, iniciando estudios sobre minorías, registrando el consumismo y subrayando la heterogeneidad. En este espacio limitado, se puede pensar que fomentan una posición más democrática y más abarcadora que la de los estudios literarios.
Es una lástima, sin embargo, que no se haya pensado más profundamente en la importancia que tiene la literatura para los estudios culturales y que éstos muchas veces se proyecten en oposición al supuesto elitismo de la literatura. La literatura, por su parte, parece disolverse por dos lados: o se pierde en el concepto mercantil de la cultura, o se transforma en una instancia más de la teoría de la representación. Cuando se trata de la literatura del pasado se le considera cómplice en la formación de los Estados nacionales, y cuando se trata de la literatura del boom se le considera o como un desplazamiento de la política hacia la escritura, como un utopismo estético, o como una compensación en vista del fracaso de las utopías. Entonces, ¿por qué la referencia constante a la posmodernidad en los textos literarios? Nancy Scheper-Hughes compara su tenacidad con la del personaje de Melville, Bartleby el escribano. Las citas de Borges y Calvino son obligatorias en el pensamiento contemporáneo, como también el definir si, a pesar de Adorno, existe una literatura después de Auschwitz, como lo atestigua la poesía de Paul Celan. Y en América Latina no todo es conformismo; todavía persisten algunos que se aventuran por terrenos vastos y complicados y que quizá lograrán lo que no pueden hacer los estudios institucionalizados: alterar los límites de lo culturalmente inteligible.