Hace unos años nos asustaba mucho saber que en algunos países existían sistemas de espionaje. Tal vez esta información era la más usada para generar entre nosotros una aversión contra los países que vivían detrás de la cortina de hierro. Los ciudadanos, nos decían, ya no pueden hablar con nadie, pues la KGB los oye en donde quiera que hablen: hay miles de orejas que mantienen informada a la policía de lo que piensa cada ciudadano. Y esto, obviamente, nos parecía insoportable, violador de los más elementales derechos humanos, y que sólo se podía dar en sociedades perversas, con personas pervertidas que podían prestarse a tal oficio.
Y uno se imaginaba a los orejas, de una forma despreciable. Personas apocadas, que quizá de niños quisieron ser policías, pero no les dio ni el valor y ni la dignidad que implica ese oficio. Su espíritu pequeño tiene que vivir escondido. Su natural es de burócrata de puesto pequeño, a su tamaño, como encargado del registro civil en algún pequeño pueblo, o limpiabotas de funcionarios en ciudades mayores, o encargados de alguna función cultural que no implique mucha inteligencia. Son burócratas eternos, genéticamente burócratas. Están al servicio del grupo local que ocupe el poder. Se lo puede usted imaginar preparando la llegada de cualquier funcionario de nivel medio o alto. Puede ser maestro de ceremonias, o solo, parado en medio del presídium vacío, enseñando a los acarreados tempraneros los ``vivas'' y los ``duros'' para el funcionario que ``honra a nuestro pequeño pueblo con su visita''. El oreja puede fingirse periodista en una conferencia de prensa sobre derechos humanos, o agazaparse detrás de la ventana en una asamblea de campesinos, o merodear en la reunión del sindicato independiente, o llegar con su Biblia a un curso de catequistas.
La fuerza de un oreja es su pequeñez. Puede decir lo que quiera, puede informar verazmente, o dedicarse a calumniar. El estar oculto, tal vez hasta de sus familiares más cercanos, le da la fuerza de la impunidad. Le ahorra el grato trabajo del diálogo o el debate que van construyendo las sociedades. Al oreja el diálogo le aterra, pues tendría que ser tolerante con las diferencias; la denuncia pública lo amedrenta, pues tiene que probar sus dichos. Su fuerza está en hablar al oído de los funcionarios. Decir al gobernador en turno: fulano es conspirador, está promoviendo acciones subversivas. El oreja puede mentir; no tiene que probar nada, y nadie le pide una prueba, pues nadie, ni los que le pagan, le tienen confianza. Todos los que saben de su oficio saben de su capacidad de traicionar. Ciertamente su información no vale más que treinta monedas.
La inquietante crónica de Hermann Bellinghausen (La Jornada, 9/7/98) sobre la persecución en contra del historiador Andrés Aubry y de su esposa Angélica Inda, nos confirma en la ominosa vigencia de este aparato paralegal de espionaje y amedrentamiento.
Hoy, los orejas proliferan como las plagas de ratones. Ahora, cuando al gobierno lo invade el terror por un pueblo del que se ha alejado. Funcionarios y ejércitos van contratando aquí y allá ``informantes'' e ``inteligencias militares'', o sea, simplemente orejas. Y cuando uno tiene el disgusto de conocer la identidad de un oreja, se da cuenta que es más pequeño que las descripciones de pequeñez que uno se hubiera imaginado.
Lo alarmante, a la larga es que este tipo de personas sólo sirve para roer el tejido social, haciendo que el sustento de la relación humana esté basada en la desconfianza, en la traición. Su fuerza la cantaba con claridad Zitarrosa: ``Un traidor puede más que mil valientes''.
Lo grave es que los centros de información de las secretarías de gobierno estatales o federales, y aun los militares, tengan informantes de esta medida. Más grave y costoso para la sociedad que con los chismes de los orejas los gobiernos estén tomando las decisiones. Cuando uno conoce a algunos de estos informantes, lo que no es muy difícil en pueblos en donde la pequeñez resalta, se explica del porqué decisiones tan aberrantes del gobierno.
Estas decisiones están vaciadas de origen y parten de información de personas que han traicionado su propia inteligencia. Su mayor sustento sólo puede ser el chisme de pueblo, los intereses mezquinos de cacicazgos regionales, las acusaciones secretas en donde el acusado no puede ejercer su derecho de defensa. Las denuncias de un oreja, crean sospechosos y culpables; fabrican el pretexto para que el ejército instale campamentos en las comunidades indígenas o amedrente a los pueblos con operativos más costosos que todo el gasto social.
Suplir la ineficiencia del sistema de impartición de justicia y aplazar la convivencia social con la multiplicación de estos extraños seres que van parasitando la sociedad y con el clima de agresión que producen puede tener costos muy altos.
Por el número de orejas con el que convivimos, se puede pensar que esos costos ya pesan como hipoteca sobre la democracia, la justicia y la paz.