La impresionante entrevista lograda por Roberto Garduño en La Jornada del pasado miércoles con ese personaje siniestro en trance de convertirse, de alguna manera, en héroe popular, Daniel Arizmendi López, hace reflexionar sobre muchas cosas.
Lo evidente es el éxito de la investigación, cualesquiera que hayan sido los métodos seguidos --y parece que la tecnología en comunicación no fue ajena al resultado-- y hay que reconocer públicamente que la PGR y, por supuesto Jorge Madrazo, merecen una calurosa felicitación. No les caerá mal en medio de tantas críticas nacidas de ese miedo colectivo que llamamos inseguridad.
De la entrevista se desprenden muchas cosas. El perfil del sujeto: sin remordimientos de ninguna clase, más interesado en los riesgos de su particular profesión: el momento del secuestro y el momento del cobro que en la ganancia económica. Con una familia que prefirió quedarse en México que ir a disfrutar de sus riquezas en una islita del Caribe por añoranza de primos y otros parientes. Y me imagino que también de los chilitos y los taquitos y los tequilitas, como en los mejores tiempos del inolvidable Jamaicón Villegas, ilustre jugador de la selección mexicana de futbol a quien se le hacía tarde para regresar a la patria.
Pero para Arizmendi los medios cirugía auricular o asesinato a mansalva con insistencia en el pago del rescate, mensajes de una violencia majadera inconcebible, se justificaban plenamente por los fines. Al mismo tiempo, la preocupación por la familia, el arrepentimiento, al menos de palabra, de no haberse entregado antes.
No se pueden olvidar los antecedentes: miseria absoluta, pertenencia pretérita a la policía, sin duda alguna, la mejor escuela para la delincuencia en nuestro país. Pero junto a ello lo que ahora se dice en otra nota, del jueves, de Juan Manuel Venegas y Francisco Guerrero Garro: un hombre sin cultura, sin preparación alguna, que corrompe a notarios públicos, a empleados bancarios (están de moda, Casablanca dixit, como sus altos jefes hoy en fuga o en medio de turbulencias fobaproísticas) y a empleados del Registro Público de la Propiedad para que sus secuestros cayeran en blandito, con garantía de propiedades que resisten negativas de solvencia económica.
Eso muestra una cultura especial, malicia, asesorías de cierto nivel, lo que hace pensar que la organización del secuestro no era ajena a estructuras superiores que, a fin de cuentas, empleaban a Arizmendi, el que se convertía en instrumento, bastante complejo, por cierto, dado el número de compañeros de aventuras que logró conjuntar.
Otro dato importante para el diseño del perfil sería su liderazgo. Montado, seguramente, en una admiración colectiva y en una obediencia que, habida cuenta de las prácticas habituales, no sería difícil que estuviera también apoyada en el terror y una juventud notable de sus seguidores.
Audacia, inteligencia natural, indiferencia (o sadismo) ante el dolor ajeno, satisfacción íntima por vencer el miedo que acompañaba a cada acción y, en el fondo, quiero suponer, un afán histórico de desquite social, algo como una manifestación revolucionaria sin ideología. Una gran venganza frente a los dueños del dinero. Quizá una especie de guerrilla urbana. No hay que olvidarlo.
En el esquema no puede ser ajeno el problema del ejemplo permanente de corrupción que vivimos. La confusión entre acceso a la política y acceso, por lo mismo, a patrimonios mal habidos. Ostentación, lujo y por si fuera poco, los modelos de vida superior que la televisión, la gran culpable de tantas cosas, entre ellas el culto a la violencia, lleva a los hogares más miserables, en los que no hay otra alternativa para satisfacer el consumismo desaforado que el delito. La vía del trabajo ha perdido para nuestro pueblo, en este mundo neoliberalizado, el valor de alternativa.
Y además la acumulación física del dinero, sin claridad sobre inversiones, amontonando los paquetes como si se tratara de una mercancía cualquiera que, en el fondo, lo es. Un poco la imagen de aquella fotografía de Cassius Clay, en sus mejores momentos, acostado sobre un millón de dólares en billetes.
No está mal el tipo para un psicólogo con ganas de definiciones.