La situación económica era un barco que se iba al fondo, con sus pocas pertenencias, su mamá y ella misma, que era Billie Holiday, entonces tan desconocida que se vio en la urgencia de recorrer la calle 133, a línea del swing en Nueva York, bar por bar, pidiendo trabajo de lo que fuera. Porque antes ya había trabajado en la casa de Florence Williams, el burdel más célebre de Harlem, y había salido de la peor manera, esposada y escoltada por dos policías que le improvisaron una lista de cargos para vengar a Big Blue Rainer, un amigo personal del jefe que exigía venganza, porque ella, la negra de la casa, no había querido acostarse con él, porque era negro. Así que Billie se vio en la urgencia de recorer la calle 133 y ya para la altura del bar Pod's & Jerry se le ocurrió que igual podía ejecutar unos pasos de baile y abonarse como stripper en el show. El dueño le dio una oportunidad y le pidió al pianista que tocara un can can o algo por el estilo. Billie hizo unos pasitos cruzados que no llegaron ni al mínimo indispensable y, ya desesperada, convencida de que a brincos no iba a detener el hundimiento del barco económico, le pidió al pianista que tocara Trav'lin' all alone y la cantó con una de las mejores voces que habían sonado en la calle 133, y quizá en todo Nueva York, y probablemente en todo el mundo. Después de cantar, Billie tenía que bajar del escenario y recoger las propinas con el método tradicional del bar, que consistía en contorsionarse arriba de la mesa y después pescar el billete con el sexo; pero Billie cantaba tan bien y se contorsionaba tan mal que el patrón le permitió recoger el dinero con una parte más ad hoc como la mano. Desde entonces fue Lady, y un poco más adelante un amigo suyo le quitó el ``Holli'' del apellido para convertirla en Lady Day. Desde entonces, Lady desfiló por todos los escenarios del jazz, casi todos negros y algunos blancos, acompañada por colegas del tamaño de Duke Ellington, Louis Armstrong, Benny Goodman, Count Basie, Lester Young y Artie Shaw, que se la llevó de gira con su banda de puros blancos y que la enfrentó, sin querer, a esa realidad infame de ser la única negra y provocar situaciones como esa de viajar trescientos kilómetros hasta la cafetería más próxima y, una vez ahí, encontrarse con un red neck que no la dejaba entrar, y entonces la banda de blancos decía que si Lady no comía, no comía nadie, y el red neck prefería perder el dineral que iban a dejarle, y entonces el autobús tenía que viajar otros trescientos kilómetros con dirección a la siguiente cafetería, donde iba a repetirse la misma historia. Y lo mismo pasaba en los hoteles y en las tiendas y a veces en los teatros, donde Lady tenía que cantar una sola canción, o cantar detrás de la orquesta o de plano ni cantar para no ofender con su presencia al público blanco. Con todo y giras maratónicas ,el barco económico se seguía hundiendo. Una vez Billie lo sacó temporalmente a flote arrodillada en la parte de atrás del autobús, jugando a los dados con sus colegas blancos; en una noche completa rumbo a Nueva York ganó mil dólares, que le obsequió a su madre para que fundara un restorán; el problema era que su madre, igual de obsequiosa que ella, obsequiaba comidas completas a cualquiera que llegara y dijera que era amigo de Billie Holiday. El matrimonio de Lady con un junkie vino a complicar las cosas. Empezó a picarse por empatía con su marido y ,tiempo después, atrozmente empatizada, se internó en una clínica de rehabilitación, y ahí fue cuando verdaderamente se complicaron las cosas, porque la policía de narcótircos, fiel reflejo del puritanismo inconmensurable de su país, pensaba que a los adictos célebres que acuden a una clínica hay que seguirlos de por vida, para encarcelarlos cada vez que recaigan, como ejemplo para la sociedad, que debe entender que el adicto no es un enfermo que necesita ayuda, sino un delincuente que merece la cárcel, y esto, por cierto, no ha cambiado desde entonces.
Lady se echó la cadena perpetua de traer siempre agentes de narcóticos siguiéndole los pasos, y ahí fue donde verdaderamente se complicó la historia de esta mujer, que ya contaba con banda y autobús propio, una suma considerable de discos y un nivel de estrella grande en todo el mundo; la policía irrumpía a cualquier hora en sus camerinos y en sus habitaciones de hotel, sus asistentes le conseguían dosis de cien dólares que en realidad costaban diez, y sus estancias en la cárcel empezaban a ser una espantosa costumbre, con el añadido de purgar el periodo de mono encerrada en una celda sin sustancias que la aliviaran. En uno de esos ires y venires de la heroína. Billie murió en 1959, a los cuarenta y cuatro años, en el Metropolitan Hospital de Nueva York, en la cama donde la policía la tenía arrestada por posesión ilegal de drogas. Ella misma cuenta su historia en el libro, recientemente reeditado en castellano, Lady sings the blues, testimonio brutal, desgarrador y sin embargo tierno, de la mejor cantante de blues de la cale 133, y quizá de Nueva York y probablemente del mundo.
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