En los últimos años prácticamente todos los organismos internacionales (académicos y financieros), así como las distintas escuelas de pensamiento económico han coincidido en la necesidad imperiosa de reducir notablemente los espacios de actuación del Estado -y, en contraposición, mejorar su calidad-, así como en reducir y controlar los déficit gubernamentales. Pero sobre todo el punto central ha estado en la necesidad de definir nuevos instrumentos y mecanismos que contribuyan a la elevación de la capitalización de las sociedades. Es decir, que por medio de estas nuevas políticas y marcos institucionales, no sólo los sistemas económicos, sino todos los entramados sociales, logren mejores niveles de relación y, por tanto, su interacción genere más valor social actual y futuro. Eso es lo que en última instancia viene determinando las intenciones de las múltiples reformas (llamadas estructurales) y que en gran medida tratan ahora sobre el tamaño y los espacios de actuación de los Estados y de los gobiernos. En el ámbito estrictamente económico esta finalidad se circunscribe al hecho de que a los Estados les corresponde aumentar la calidad y cantidad de los factores productivos de sus sociedades y, sobre todo, generar marcos institucionales y ambientes favorables a la actuación óptima de los mercados.
De esta manera, además del consenso creciente en cuanto a necesidad (o, al menos, la gran conveniencia) de mantener equilibrios fiscales, ahora las discusiones se concentran en la calidad y en la dirección de las políticas públicas.
La nueva teoría del crecimiento económico (surgida en 1986 con los trabajos de Paul Romer) le atribuye una importancia definitiva a factores aparentemente no económicos en el desenvolvimiento de las economías en el largo plazo. En ese sentido, la creación de instituciones que generan y difunden marcos legales y relaciones de confianza en y entre sus habitantes, el ejercicio amplio de la democracia y de la libertad de opinión, el goce de seguridad social (educación, adiestramiento y salud) y de seguridad de tránsito y de transacciones económicas, son entre otros, los elementos que se emplean en este enfoque para explicar por qué algunas economías crecen y otras no. Lo más interesante es que en un trabajo reciente de uno de los teóricos más influyentes de esta corriente (R. Barro, (Determinants of Economic Growth. A Cross-Country Empirical Study, MIT, 1997), a partir de esos elementos se hacen pronósticos de crecimiento económico por países y áreas geográficas para los próximos decenios.
A pesar de lo que puedan decir algunos analistas, las reformas aplicadas en México desde 1982 -pero sobre todo desde 1988- han quedado muy lejos de cumplir con esos objetivos, y más bien parecería que han contribuido a crear un ambiente totalmente adverso. La razón es que se economizó en demasía el sentido y la esencia de las reformas y se dejaron de lado aspectos incluso más importantes relativos al concepto de proyecto nacional, dirección hegemónica y, sobre todo, consensos básicos sobre aspectos no económicos centrales.
Los países que vienen experimentando (incluso mejor dicho, sufriendo) transiciones estructurales profundas y dolorosas, entre ellos México y Rusia, no salen bien librados en esos ejercicios de pronóstico, muy probablemente debido al enorme y largo deterioro de sus estructuras de poder, pero sobre todo por los altísimos niveles de corrupción que se han venido dando entre élites políticas y mafias diversas durante estas transiciones.
Si bien la democracia no lo es todo, sí al menos cumple con funciones a la vez básicas y cruciales en favor de estos tránsitos estructurales.
El gobierno mexicano lanzó hace unos meses una propuesta nacional abierta sobre la definición de políticas económicas de Estado para evitar la recurrencia de las crisis de fin de sexenio. Esta iniciativa se ha debilitado y ahora, más que nunca, aflora la necesidad imperiosa de regresar sobre ella, sobre todo por la gran cantidad de hechos preocupantes que se han acumulado con una velocidad alarmante. Abramos el debate, pero más allá de los economicismos chatos. Está en juego la soberanía y el proyecto de nación. Ojalá que nuestros tecnócratas puedan verlo de esta manera. La agenda no es muy amplia, aunque sí profunda y espinosa.