Los bombardeos efectuados ayer por el ejército de Estados Unidos contra supuestas bases terroristas en Afganistán y Sudán tienen tras de sí una grave sospecha: la posibilidad de que Washington haya aprovechado la indignación y el rechazo suscitados por los crueles atentados contra sus embajadas en Kenia y Tanzania para revitalizar, con una operación militar que atice los sentimientos patrióticos de los estadunidenses, la deteriorada imagen pública de William Clinton y apuntalar su posición como presidente.
Luego de que el mandatario reconociera haber faltado a la verdad en el asunto de las relaciones sexuales que mantuvo con Monica Lewinsky, su presidencia pareció tambalear, pues para importantes sectores políticos y sociales de Estados Unidos, el hecho de que su gobernante hubiese mentido de forma reiterada a la nación constituiría una conducta incompatible con la investidura presidencial. Que el ataque contra presuntos centros de operación y aprovisionamiento de terroristas islámicos financiados por el millonario saudita Osama Bin Landen --señalado por Washington como autor intelectual de los bombazos contra dos misiones diplomáticas estadunidenses en Africa-- se realizase unos cuantos días después de la comparecencia de Clinton ante un Gran Jurado y a unos meses de que se efectúen unas elecciones legislativas en las que el Partido Demócrata se juega buena parte de sus aspiraciones para mantenerse en el poder, resulta, cuando menos sospechoso, máxime si se considera que no sería la primera vez que la Casa Blanca recurre, de manera vergonzosa y prepotente, a intervenciones militares en el extranjero para restaurar la popularidad de un presidente o distraer la atención de los ciudadanos de escándalos y problemas de política interna.
Pero más allá de estas conjeturas, no debe perderse de vista que los ataques estadunidenses ponen en evidencia la inaceptable pretensión de Washington de imponer sus leyes de manera violenta y extraterritorial, a contrapelo del derecho internacional y de la soberanía de los Estados. Ciertamente, el terrorismo en cualquiera de sus formas constituye un crimen intolerable que debe ser perseguido y castigado con todo el rigor de la ley. Sin embargo, la realización de operaciones militares de manera unilateral, sin el consentimiento de Naciones Unidas y sin que se dieran a conocer a la opinión pública mundial las pruebas de que, efectivamente, los objetivos destruidos eran bases del terrorismo internacional, constituye una amenaza para la convivencia civilizada de las naciones.
Además, las represalias estadunidenses podrían resultar contraproducentes y propiciar, antes que el desmantelamiento de las organizaciones terroristas, la radicalización de los grupos fundamentalistas, el deterioro de las relaciones de Washington con las naciones islámicas y el agravamiento de las tensiones y los conflictos existentes en múltiples regiones de Asia y Africa.