Rodolfo F. Peña
Antes del colapso

Hace aproximadamente un año y medio, La Jornada, junto con dos coeditores universitarios, dio a conocer el libro Crisis bancaria y carteras vencidas, compilado por Alicia Girón y Eugenia Correa. Desde luego, no es el único texto público con una temática semejante, pero es claro que por entonces muy pocas personas, salvo las directamente involucradas, hablaban del Fobaproa. Hoy esa abreviatura ha conquistado todos los espacios donde se reúne la gente y unos hablan mal y otros peor pero nadie le tiene misericordia.

En la parte introductoria del libro, se dice: ``El rescate bancario está comprometiendo recursos fiscales por muchos años más; fondos que se agregan a los destinados en los últimos 15 años a los intereses pagados por la deuda externa, limitándose aún más los recursos estatales disponibles para inversión pública, educación y salud''. En el mismo año (l996) en que Zedillo dijo, en su segundo informe de gobierno, que el costo total del rescate sería de l80 mil millones de pesos, el cálculo de The Banker era ya de 316 mil milones de pesos, es decir, ``14 por ciento del PIB de l996 y no del 7.5 por ciento, como lo estimara la Comisión Nacional Bancaria y de Valores en agosto''. A principios de l999, el costo real: 600 mil millones de pesos, casi el doble de lo calculado por la publicación bancaria arriba citada.

Uno de los colaboradores, el profesor José Luis Calva, examina la crisis del invierno de l994, sus secuelas y la política con que el gobierno ha querido enfrentarla. Dice: ``mientras los banqueros se sienten representados --y lo están realmente-- por un gobierno que trabaja para los bancos, postulando abiertamente su salvamento como prioridad gubernamental (véanse las recientes declaraciones de Guillermo Ortiz al diario germano Handelsblatt), los deudores no se sienten representados por ese gobierno, ni su salvamento es prioridad para las autoridades hacendarias''. Según Calva, más de un tercio de las familias mexicanas tienen adeudos con la banca comercial o de desarrollo, y si la discusión ciudadana no se organiza en la búsqueda de un nuevo modelo de desarrollo económico, ``el país continuará hundiéndose en el abismo de la recesión, la destrucción y la desmexicanización de su planta productiva y sus empleos''. En seguida, Calva enumera siete puntos como contribución para salvar a los deudores y a la nación.

Hasta ese punto, evidentemente el Fobaproa, creado hacia l990, era tenido sólo por uno de los instrumentos que el Ejecutivo estaba manejando para el rescate del sistema bancario. Tal es la razón de que se le mencione tan poco y únicamente como parte de una estrategia de servicio a los banqueros, de suyo errónea y censurable. El verdadero problema del Fobaproa surgió cuando quiso ser convertido en deuda pública, para que fuera pagado precisamente por quienes han sido golpeados con la mayor rudeza por el modelo neoliberal: los contribuyentes.

Quizá lo primero que golpeó a todo mundo fue su monto descomunal, que les endosaríamos a las generaciones futuras si el Congreso se limitaba, como antes, a aprobar las iniciativas presidenciales. Pero a las actitudes sólo interrogantes, siguió la investigación. Y entonces ardió Troya. Resultó que el escondido Fobaproa era una suerte de caja chica (sólo por su fácil disponibilidad, no por los volúmenes de recursos que manejaba) destinada ciertamente a recapitalizar la banca, lo que ya era reprobable, sino también al saqueo y al fraude de empresarios, banqueros y políticos, entre éstos varios de quienes financiaron la campaña presidencial de Zedillo y su grupo.

Hace poco leí (Epoca, 376) que el subsecretario de Hacienda, Martín Werner, con toda su juventud a cuestas, dice que el problema del Fobaproa deriva de que ``como autoridad, no hemos sabido comunicar la diferencia entre los activos y los pasivos'', y que los 552 mil millones de pesos se refieren al ahorro de l3 millones de mexicanos. De modo que todo queda en un sencillo problema contable y de comunicación. Lo notable es que han usado mucho los medios, particularmente los electrónicos, para comunicar toda clase de chavacanerías.