Luego de la detención de Daniel Arizmendi, y a la luz de los aberrantes y cruentos crímenes que éste cometiera, se ha reavivado la polémica en torno a la posibilidad de establecer la pena de muerte en nuestro país. Múltiples funcionarios públicos, entre ellos el secretario de Gobernación, Francisco Labastida; ministros de la Suprema Corte, legisladores; dirigentes de los principales partidos políticos, defensores de los derechos humanos, juristas, intelectuales y religiosos han formulado declaraciones sobre este tema. Algunos rechazan enérgicamente la aplicación de tal medida por considerarla contraria a la vigencia de los derechos humanos y que no contribuye a reducir la comisión de delitos; otros señalan que, pese a estar contra ella, les parece pertinente que se someta a debate su posible instauración y, los menos, manifiestan la necesidad y conveniencia de sancionar con la muerte a los criminales más peligrosos y socialmente destructivos.
Al mismo tiempo, desde diversas tribunas y medios informativos se han alzado voces que, aprovechando la justificada irritación social ante los elevados niveles de delincuencia e inseguridad pública que se viven en el país, intentan enardecer los ánimos de la población para legitimar, de manera sesgada e irracional, las posturas a favor de la instauración del castigo capital.
Debe señalarse que la pena de muerte es una práctica cruel e irreversible que hace retroceder al Estado al nivel de los criminales, institucionaliza la barbarie, violenta los derechos humanos y fomenta el odio y el deseo de venganza entre la sociedad. Además, como lo han demostrado numerosos estudios jurídicos, sociológicos y criminalísticos realizados en diversas partes del mundo, la vigencia de este brutal castigo no ha propiciado la reducción de los índices delictivos y sí, por el contrario, ha generado graves desigualdades e injusticias: en la mayoría de los casos las condenas a muerte son impuestas a reclusos pobres, ignorantes o pertenecientes a minorías raciales o étnicas, mientras que los reos con elevado poder económico o que forman parte de grupos sociales privilegiados logran frecuentemente conmutar sus sentencias o, incluso, reciben de antemano condenas menos severas.
Por otra parte, no debe perderse de vista que el alarmante crecimiento de la delincuencia y la impunidad tiene también orígenes jurídicos, económicos y sociales: la miseria, la corrupción de autoridades, las deficiencias y limitaciones en las leyes y en las instancias de procuración e impartición de justicia, así como la carencia de sistemas penitenciarios efectivos que permitan la readaptación suscitan tensiones sociales, debilitan significativamente el aparato judicial y facilitan el accionar de los criminales. La instauración de la pena de muerte no contribuirá a modificar estas circunstancias adversas y, en cambio, introducirá nuevos riesgos para la convivencia civilizada y la vigencia de los derechos fundamentales de los mexicanos.
El debate abierto, la formulación de propuestas y la consulta a la población resultarán siempre prácticas benéficas para el desarrollo social y democrático del país. Sin embargo, la ciudadanía debe mantenerse alerta para prevenir que, en la discusión y el establecimiento de las reformas legales necesarias para combatir de manera efectiva a la delincuencia y abatir la lacerante inseguridad que se padece en la nación, se tome el camino inhumano, equivocado y contraproducente de la pena de muerte.