José Steinsleger
El poder falocrático

Si usted tiene serias intenciones de ahondar en los antecedentes del importante y trascendente caso Lewinsky-Clinton, recuerde que al empezar el siglo las cosas eran distintas. En 1901, el gobierno de Estados Unidos emprendió una campaña contra el beso, y Anna Hattfield, presidenta de Women's Christian Temperance Union, advirtió que se trataba de una práctica bárbara y malsana. ``En los casos en que no pueda ser evitado --aconsejó-- es imprescindible un previo lavado bucal con algún producto antiséptico''. Los fabricantes de pasta dental y cepillos de dientes amasaron fortunas.

En marzo de 1905, doña Anna ovacionó con sus huestes, que no eran pocas, el discurso de Theodore Roosevelt ante el Congreso. En el pico del esplendor imperial, el gobernante advirtió sobre los peligros derivados de un antagonismo entre los deberes maternos y las características de la vida moderna.

Rooselvet dijo: ``...Ninguna madre que en verdad merezca ese título cambiaría sus experiencias de dolor y de alegría por una vida llena de egoísmo, de diversión constante, ajena a cualquier tipo de preocupación. Hay quienes aspiran a una vida de comodidades y lujo, que no deja espacio para los hijos. Estos hombres y mujeres sólo merecen el más profundo desprecio''.

Algo de la monserga debe haber prendido, pues actualmente, en muchos estados de la Unión, los ``jueces de paz'' pueden decidir cuándo son ilegales las prácticas eróticas realizadas por los matrimonios. Pero si usted es homosexual o goza con el sexo oral no vaya, por favor, al estado de Georgia. La ley vigente lo castigará con 20 años de prisión. Y si se da un paseo por los pueblos rurales de Utah considere que la tolerada poligamia de los ``Santos de los Ultimos Días'' es inflexible con quienes gustan de la masturbación.

En Estados Unidos, donde según Tocqueville ``la religión es indispensable para la preservación de las instituciones republicanas'', los ciudadanos son recatados en las cuestiones del sexo. No se besuquean, hay censura en la televisión por escenas escabrosas y la policía merodea alrededor de los cines para detener a menores que pretenden colarse en películas no autorizadas para su edad.

Para las esposas de los presidentes, políticos y funcionarios de Washington resulta insoportable que la persona amada se encuentre en reuniones a las que no asisten, rodeada de numerosas compañías. Saben que el espíritu vulgar acostumbra a simular que no se peca contra la moral y que acaso por esto ningún político o presidente puede dejar de invocar a Dios en sus discursos.

En 1995 por ejemplo, cuando en la Casa Blanca Mónica se ganaba el odio de sus compañeras porque insistía en trabajar horas extras, William Clinton declaraba haber logrado gran alivio con la lectura de los 150 himnos de El Libro de los Salmos del rey David para compensar, según dijo, ``los sufrimientos que le infligían sus enemigos''. La alusión del presidente iba dirigida al ultraconservador Newt Gingrich, quien desde 1994 lleva en la cartera una cartulina plastificada con los diez puntos de su Contrato con América, decálogo que evoca la imagen de un Moisés bajando del monte Sinaí con los mandatos divinos. El republicano Jesse Helms, poderoso hombre del Senado y jurado enemigo de América Latina, logró en julio de 1995 bloquear una partida destinada a financiar el tratamiento del sida. ``Una conducta deliberada, desagradable y repulsiva es lo que causa el sida. La enfermedad es transmitida por personas que participan en actos anormales'', declaró al New York Times.

Interrogado por Newsday acerca del tema, Helms agregó que su intención era obtener ``cierta equidad para la gente que sufre problemas cardiacos''. Tres años antes, el político fue sometido a una cirugía a corazón abierto. La válvula que le colocaron, un by-pass cuádruple, era de un cerdo.