Asesinos y torturadores de Estado, corruptos y corruptores en la nómina pública, escasa credibilidad de las instituciones, temores colectivos hacia los funcionarios públicos, sobre todo los encargados de tareas de seguridad, por su amplia y generalmente merecida fama de delincuentes con placa. ¿No son estos, además de la miseria, la injusticia, y el escaso prestigio internacional, los rasgos ciertos del subdesarrollo?
El lector, suponiendo que esta nota encuentre alguien del otro lado, se preguntará de dónde vienen tantas obviedades juntas. Del desaliento por dos noticias recientes. La primera es la sublevación en el Congo que entrega el país a un nuevo ciclo de inestabilidad después del largo patriarcado autoritario de Mobutu. Africa subsahariana parece condenada a interminables gobiernos despóticos o a la inestabilidad crónica. La segunda es la decisión de la corte suprema argentina de sobreseer las investigaciones sobre desaparecidos políticos, lo que significa dejar sin castigo algunos de los crímenes de Estado más salvajes de la historia de ese país. Dicho en síntesis y sin énfasis: la aberración jurídica de un Estado que asesina y se absuelve. Con una consecuencia: encumbrar renuncias, sospechas y temores como virtudes cívicas.
Dos situaciones obviamente muy distintas, las de Congo y Argentina. De una parte un país que sigue sin construir instituciones creíbles y de la otra una nación que cuando aún se encuentra a mitad de camino en este complejo proceso de construcción histórica toma decisiones que van hacia atrás, hacia el Congo, para entendernos. Hacia la impunidad, la no credibilidad de sus instituciones.
Y yo sigo preguntándome lo mismo que me pregunto desde hace años: ¿es posible salir del atraso con instituciones de baja calidad? Por desgracia la lectura de la historia y la crónica me entrega tercamente la misma respuesta: no. Es posible que los economistas no se hayan enterado, pero la construcción histórica del capitalismo es construcción de figuras sociales nuevas, nuevos comportamientos e instituciones confiables. Ahí donde las instituciones del Estado no lo sean, cualquier política económica está destinada al fracaso. Hay ingredientes que no se pueden sustituir: un Estado que haga lo que dice y diga lo que hace, que la gente vea con respeto, es un ingrediente sin posible sustituto. Cuando el Estado se convierte en una fuente de riquezas casi sin control para sus representantes, las distancias entre política y economía se disuelven y cualquier sistema de reglas colectivas se descompone. Y el capitalismo, cualquier sistema en realidad, requiere reglas. Moraleja: sin instituciones sólidas y socialmente creíbles el desarrollo no es un espejismo, es una estricta mentira --si es que alguien se atreve a prometerlo.
¿Qué está pasando en Congo? El presidente Kabila, recibido como libertador por Kinshasa apenas en mayo del año pasado, parece estar a punto de hundirse frente a la nueva ofensiva que vuelve a venir del oriente del país con el apoyo, aparentemente, de Ruanda y Uganda, y el sostén de esos tutsis asentados por siglos en el oriente del país y a los cuales ni Mobutu ni Kabila reconocieron un estatus de ciudadanos. Frente a las dificultades económicas y al desastre institucional heredado de Mobutu, Kabila hizo cuadrado alrededor de lo que le resultó confiable: su familia, su etnia y su región de origen, el Katanga, al sur del país. Y ahí comenzó el desastre. En lugar que apostar a la construcción de consensos nacionales amplios que pudieran sostener un gran proyecto de reconstrucción de las instituciones, Kabila se recluyó en fidelidades estrechas reproduciendo vicios antiguos de clientelismo, nepotismo y patrimonialismos.
Y para decirlo cristianamente, en el pecado está la expiación. Kabila paga hoy el pecado de no haber entendido lo esencial: que reconstruir un Estado humillado en décadas de actos de complicidades y enriquecimientos inexplicables requería imaginación y valentía. Kabila demostró no tener ni una ni otra.