La Jornada 18 de agosto de 1998

Santa María Nonoalco, territorio del graffiti

Una frase advierte al visitante: ``Bienvenidos al infierno''. Pero no es el diablo quien deja el rastro graffitero. Son los jóvenes noctámbulos, armados con aerosol, quienes firman la sentencia.

Trashumantes de las calles, herederos de la cultura de las bandas de los años ochenta, los jóvenes de la colonia Santa María Nonoalco se despojan por las noches del hacinamiento y la humedad de sus hogares, para compartir el toque, la chela y el graffiti. Dueños de nada, son suyos los muros de aquella colonia enclavada en la delegación Alvaro Obregón, donde en uno de los muros cercanos al mercado se mira los retratos de Marylin Monroe y Jimi Hendrix, y el boceto de John Lennon. ``Y cuando tenga dinero para la pintura voy pintar a Dolores del Río y Cantinflas'', dice Víctor Hernández, el artista del barrio.

De origen dividido, en Santa María Nonoalco conviven los opuestos. Por un lado, las familias de clase media y casa propia, con uno o dos automóviles a la puerta, quienes llegaron a la colonia desde hace más de 20 años. Muchos de ellos nacieron allí y vieron pasar el último viaje del ferrocarril de Cuernavaca. Ahora qué más quisieran que salir de aquella colonia, ``llena de vagos, insegura, sucia'', dice María Elena, empleada de banco y madre de dos hijos.

Están, por otra parte, aquellos que llegaron en el vagón del destierro urbano, para instalarse a los costados de las vías del tren y construir un cuarto tras otro, hasta levantar conjuntos de viviendas numeradas, de frente angosto y largo fondo, con baño compartido y pilas de lavaderos, donde viven no menos de dos familias. Allí, la vida se compacta en una o dos habitaciones, que durante el día son sala-comedor y por la noche se convierten en dormitorio.

La mayor parte del tiempo permanecen abiertas las puertas de estas vecindades para dejar escapar el ahogo y las notas de la música grupera. Se empalman las voces, los ruidos y la música, en un eterno alarido que repele el silencio. Los espacios reducidos se visten, pues, con televisores de más de 21 pulgadas, videocaseteras, estéreos, compact disc y hasta hornos de microondas. La mayoría de las veces el aparato llegó por coperacha de los hermanos y como regalo a la jefecita o al jefe, aunque ellos ni siquiera saben cómo usarlo.

Pero Santa María Nonoalco tiene habitantes más recientes, quienes se consideran desahuciados de vivienda. Antes que las barrancas, prefirieron ocupar otro tramo de las vías abandonadas y construir jacales de madera y cartón de no más de 15 metros, rodeados de basura y cascajo. Hasta allí llegaron hace menos de cinco meses 12 familias provenientes de Magdalena Contreras. Su historia es la misma: pagaron rentas en lugares a punto de derrumbarse, de donde los corrieron, se fueron entonces a vivir con familiares o amigos, ``pero el muerto y el arrimado...'' Alguien les dijo de ese lugar y hasta allí llegaron de diversos puntos de la ciudad.

``... Y terminamos aquí''

Santa María Nonoalco tiene todos los servicios. Hay agua, luz, teléfono, calles pavimentadas y hasta arbolitos en las banquetas. Ubicada a un costado del Periférico y limitada por el río Becerra y Ferrocarril de Cuernavaca, nació hace más de 40 años. Cuenta con escuela, tiendas, tortillería, panadería, farmacias, estéticas, talleres mecánicos y consultorios médico y de dentista, entre otros. Así comercian unos con otros, en eterno intercambio de bienes y males, la pachanga y la cruda, el pan y la sal.

La mayoría de los habitantes de la colonia nacieron allí y muchos desean quedarse siempre. Que los vínculos con el barrio no los rompe ni el tiempo y aun los convierte en fortaleza de la que nadie escapa.

Esther conoció a su marido, Javier, desde los 9 años, se hicieron novios cuando ella tenía 16 y él 20. Se casaron un año después ``por que ya no había de otra''. Ahora viven en casa de la mamá de él, lo mismo que otros dos hermanos casados. Así, en un vivienda de tres habitaciones conviven tres familias, dos hermanos solteros y la mamá.

``Casi todas mis amigas están igual que yo. Queríamos casarnos con hombres ricos y terminamos aquí, metidas con nuestra familia o la de nuestros maridos. Pero qué le vamos a hacer si no hay para donde irnos. Y uno termina por acostumbrarse''.

Esther tiene cuatro hermanos, tres mujeres y un hombre, ``el único que tuvo la oportunidad de estudiar la Prepa, pero no acabó. Nomás se hizo menso todo el tiempo''. Ahora es chofer de microbús, como la mayoría de los hombres jóvenes de la colonia, casi todos empleados en talleres, taxis, estaciones de autobuses. ``Es mejor esto que estar encerrados en una fábrica, ganando el mínimo, aunque muchas veces uno no saca ni eso'', dice Arturo.

Ni los taxis ni los microbuses les pertenecen; son empleados que tienen que doblar turnos para sacar la cuenta. ``La gente dice que manejamos bien mal y que somos re' ojetes en las calles, pero ya los quiero ver teniendo que sacar una cuenta de 400 pesos diarios, más algo para nosotros''.

Otros han encontrado un modo de sobrevivencia en los oficios y muy pocos como empleados. ``Si ni ropa tenemos para pedir chamba''. Las puertas del mercado de trabajo se cerraron para ellos desde hace mucho tiempo. ``La mayoría de los cuates terminó hasta la secundaria, pero algunos ni eso. A nosotros nos tocó entrarle a la chinga desde chavos''.

La falta de medios económicos obliga a los matrimonios jóvenes a vivir con su familia. ``No hay para dónde moverse y mejor nos quedamos aquí, seguros''. Pero son ellos y sus hermanos y los hijos de sus hermanos quienes compartirán la casa de los padres. ``Y qué quiere que uno haga, ni modo de no casarse y no tener chamacos''.

Esther y sus hermanas sólo acabaron la secundaria y no hubo para más. ``Pero la verdad es que nunca fuimos buenas para la escuela''. Y cómo serlo en un cuarto de vecindad, donde la mesa sirve para comer, planchar, poner los trastes limpios o sucios y hacer tarea, como ahora lo hace la hija de su hermana menor.

Las mujeres jóvenes de Santa María Nonoalco se han pasado la vida deseando: ``un marido rico, buena ropa, comer en los restaurantes que anuncian en la televisión, ir a bailar a una disco. Todo eso me gustaría tener, la verdad'', dice Esther.

En fin, su vida la pasa ahora cuidando a sus dos hijos, uno de 6 y otro de 4 años, atendiendo a su marido y colaborando en la casa con el quehacer. ``Pero como a mi suegra no le gusta la música, no nos deja ni oír el radio. Es bien aburrido''. Los sábados y domingos comen todos juntos, ven una película en la video y luego los hermanos se emborrachan. ``Siempre es así y desde antes que naciera mi primer hijo que no voy ni al cine''.

Limitadas por su situación económica, pero inmersas en el mundo de la imagen y la publicidad, las jovencitas de la colonia tienen como paseo de los domingos las plazas comerciales del sur de la ciudad. ``A mí me gusta Santa Fe, pero nos queda muy lejos, por eso vamos más a Galerías Insurgentes''. Y hacia allá se dirigen, enfundadas en su ropa de fin de semana, sólo a mirar, porque saben que nada de lo que allí hay es para ellas.

``Son unos gandules desde bien chicos''

``Son unos vagos buenos para nada, que son capaces de robar por tener su droga. Por eso ya nadie quiere venir para acá''. Las palabras de doña Josefina se multiplican en voz de otras mujeres, madres de ``esos vagos'' a quienes nadie ve sino al llegar la noche.

Tienen entre 13 y 21 años, se organizan en bandas que pelean las calles y se identifican por el atuendo: pantalones anchos estilo cholo, con zapatos de plataforma alta y playeras con leyendas gringas. No falta la chamarra grande, la cachucha y los tenis de basquetbolista.

``La mayoría de estos chavos son unos gandules desde bien chicos'', explica uno de los brigadistas de la subdelegación de Desarrollo Social en Alvaro Obregón, a quien todos conocen como El animal oscuro, y quien formó parte de las viejas bandas de los años ochenta.

``Sus graffitis son menos elaborados que los nuestros y su forma de organizarse es diferente. Ya perdieron la esencia de la banda. Nosotros escuchábamos a los Rolling Stones y a ellos les gusta el hip-hop'', dice.

Molotov y Plastilina Mosh son los grupos de moda entre los chavos, para quienes ``la vida es el reventón'', según advierte Esteban, de 17 años, quien intentó entrar a la UNAM hace ya dos años, sin conseguirlo.

En Nonoalco los jóvenes han hecho de la calle su espacio, su territorio. Y su huella está en las paredes, de donde saltan los graffitis que adornan incluso las paredes de una fábrica abandonada. Nadie sabe cómo, pero han llegado hasta el muro del lado extremo del río Becerra, por donde corren las aguas negras y donde sólo hay un descanso en pendiente. ``Ya una vez encontraron a un muchacho muerto, hace como un año. La verdad es que nadie sabe cómo le hacen para pintar allí, pero seguro que andan bien drogados''.

La droga es el fantasma que recorre las calles de ésta y muchas otras colonias del Distrito Federal. Los jóvenes no hablan del asunto, dicen no saber nada, miran hacia otro lado. Los padres, en cambio, advierten: ``Prefieren un hijo borracho antes que metido en esas cosas''.

Para muchos la advertencia llegó tarde. Luz Estela perdió un hijo de 27 años por una sobredosis de porquerías. ``No sé ni cómo conseguía para eso. Bueno, sí, siempre nos robó dinero y un día nos dejó sin televisión''. Todos señalan como culpables a las bandas de las colonias cercanas y a los policías judiciales.

La inseguridad no deja de ser la exigencia de los habitantes de Nonoalco, que culpan a las bandas de desvalijar los autos, asaltar las casas y a los transeúntes. Sin embargo, aquí las bandas están formadas por jóvenes de entre 14 y 22 años. ``Los que nos juntábamos antes no éramos así. Cada día son más gruesos los chavos y no se tientan el corazón para lastimar''.

Bien comunicada por su cercanía con el Periférico, a Nonoalco, sin embargo, no entran taxis en la noche. ``Hasta uno que vive aquí sabe que se la juega llegando después de las 11 o 12 de la noche''. Hay que cuidarse las espaldas, dicen, hasta del vecino, porque uno nunca sabe. En el día se ven los rondines de las patrullas, pero en la noche es otra cosa.

Vivir de la pepena

Muy cerca de la colonia se encuentra uno de los campamentos del servicio de basura de la delegación Alvaro Obregón. Todas las mañanas llegan hasta allí grupos de gente dispuesta a emplearse como ayudantes de los choferes, con tal de que compartan con ellos las propinas, las ganancias por el vidrio, el papel, el cartón y las latas.

Enfrente, desde hace más de cinco años se instalaron diez familias dedicadas a la pepena. Viven entre la basura, pero no mal, pues a las puertas del predio se miran las camionetas pick up, los autos Grand Marquis. Hasta antenas de cable sobre los techos de lámina.

Son los que imponen las reglas del comercio en la basura, pues aquellos que desean acercarse tienen que pagarles una cuota. Allí esperan los compradores de desperdicios a los trabajadores del carrito, quienes no reciben un sueldo de la delegación, pues viven de lo que venden y de las propinas.

Doña Charo tiene 67 años y cada vez que la enfermedad se lo permite trabaja en la pepena. Al final, como no puede pagar la cuota, se ofrece a barrer las calles. Vive sola en una casa de lámina, muy cerca de la estación abandonada del ferrocarril de Cuernavaca, a donde llegó apenas el año pasado con un grupo de 10 familias, custodiada por sus perros callejeros.

Tiene dos hijas a quienes no ve desde hace mucho tiempo. ``Se casaron y se fueron y a mí no me alcanzó para pagar el cuarto de vecindad donde vivía, allá por Martín Carrera. No sabe cómo llegó un día al hospital de Xoco y de allí a la calle, donde conoció a Martha, la mujer que le ofreció un lugar en este campamento, por 60 pesos a la semana.

Charito, como le dicen otros trabajadores del campamento, está cansada, enferma de sus piernas y sólo espera un día vivir en un lugar donde no tenga que soportar el zumbido de los moscos y el olor a basura que impregna su piel morena.


En su propia voz...

``Andamos buscando cables de teléfono para vender el cobre y comprar pintura para graffittear, porque no hay de donde sacar la lana'':

El Charly, 13 años.

``La gente piensa que porque andamos vestidos así, como cholos, somos delincuentes, pero lo único que nos gusta es darnos de vez en cuando el toque y pintar las paderes'':

Arturo, El Gato, 19 años.

``Vivíamos en Morelos, pero mi esposo se quedó sin trabajo y tuvimos que venir para acá. Mi cuñado nos renta un cuarto para mi esposo y mis tres hijos en esta vecindad, donde pagamos 500 pesos''.

``Yo prefiero vivir en vecindades que allá arriba, en las barrancas. De aquí ya nadie nos saca'':

Micaela Hernández, 36 años.

``Aquí vienen los políticos a visitarnos y lo único que prometen es pintura para los chamacos. Nada de trabajo o de mejoras para las colonias'':

Juana Vicente, 42 años.