En 1934, bajo el patrocinio del Diario de Costa Rica un grupo de jóvenes artistas presentó una muestra de escultura, pintura y xilografía en el Teatro Nacional de San José. Francisco Zúñiga estaba entre ellos.
Años más tarde, Luis Ferrero reunió su participación xilográfica en aquella muestra y publicó en Costa Rica un precioso documento que la reproduce. Presentan analogías con obras del Taller de Gráfica Popular, pero también una llamativa asimilación de artistas como Gaugin y Ernst Barlach a quienes el joven de 22 años debe haber admirado, ya desde entonces.
Zúñiga nació en San José el 27 de diciembre de 1912, y su vocación artística fue precoz. En 1935 ya había ganado un premio. Su entrenamiento inicial tuvo lugar en el taller de su propio padre y en la Escuela de Bellas Artes de San José. Siempre le interesaron los movimientos del arte contemporáneo, incluido el Muralismo Mexicano. Su pasión por el arte prehispánico lo acompañó toda su vida, pero no debe considerarse que él glosa o se basa (salvo excepcionalmente) en configuraciones prehispánicas. En 1936 Zúñiga ya se encontraba en México, colaborando con Manuel Rodríguez Lozano (a quien se debe el primer texto mexicano publicado en 1938 sobre su trabajo) e impartiendo clases en uno de los talleres de talla directa. Se anexó como asistente de Oliverio Martínez en la realización de las esculturas del Monumento a la Revolución, también conoció y colaboró con Guillermo Ruiz. Fue un periodo en el que la escultura floreció como arte público al mismo nivel que la pintura. Esa situación no ha vuelto a repetirse en nuestro país y se corresponde aproximadamente con el gobierno del general Cárdenas.
En 1943, tal y como me narró el maestro Arjona durante el servicio fúnebre al que varios asistimos para rendir homenaje no sólo al escultor, sino al ser excepcional que fue, Zúñiga se integró al equipo de profesores de la Escuela Nacional de Pintura y Escultura La Esmeralda, cuyo local vecino al Panteón de San Fernando debiera conservarse como sede histórica de dicha escuela, no la más antigua pero la principal en importancia en nuestro país junto con la ENAP-UNAM. Zúñiga fue maestro hasta 1970, caso similar al de Ignacio Asúnsolo, que por décadas impartió clases y formó discípulos en el edificio de la Academia de San Carlos, que se mantiene como sede de la división de estudios de posgrado de la ENAP. La primera exposición retrospectiva del extinto maestro tuvo lugar en el MAM en 1969. Ya era ampliamente conocido. En esa ocasión, como espectadora, tuve oportunidad de acercarme a él y a su querida esposa: Elenita Laborde, que fue estudiante de La Esmeralda. Para entonces él había presentado muestras individuales dentro y fuera del país y participado en la exposición que Fernando Gamboa organizó para itinerar por varios ciudades de Europa. Me refiero no a la de 1950, sino a la de 1959. Se trata de una de las exposiciones canónicas que el gran museógrafo realizó con objeto de dar a conocer un mosaico amplio del arte mexicano.
Zúñiga fue incansable visitador de museos, pero no siguió modas. Se mantuvo adherido a lo que él quería y sabía hacer, llegando a crear arquetipos que guardan el mismo nivel, pongamos por caso, que los de Maillol. Sus masivas figuras son intemporales, ya se encuentren talladas en mármol, ónix, piedra, o bien modeladas para su fundición. Dominó todas las técnicas y, cosa muy importante: tuvo un sentido exacto de las escalas. Privilegió el cuerpo femenino rindiendo casi un culto a la figura de la matrona de formas generosas y actitudes reposadas. Asimiló cuanto pudo y lo hizo suyo: desde Miguel Angel hasta Rodin o los expresionistas, incluyendo a Picasso. Me estoy refiriendo sobre todo al gesto que imprime a sus figuras, tanto volumétricas como dibujísticas. Combinó esto con continuas observaciones del natural.
Obtuvo amplios reconocimientos, fortuna crítica y fortuna comercial que nunca buscó deliberadamente. Es cierto: era inevitable que creara su propia retórica, de la que otros se han apropiado, sin talento ni propósitos congruentes. Eso ha redundado en productos que son como caricaturas deformadas; las encontramos en tiendas de arte, en restaurantes, hasta en galerías. Jamás son confundibles con las piezas del maestro, que además, han sido falsificadas. Por eso resulta útil la terminación del catálogo razonado que la Fundación Zúñiga Laborde está realizando.
Hay analogía entre Zúñiga y dos pintores: el yucateco Fernando Castro Pacheco y Ricardo Martínez, pintor también creador de arquetipos, hermano del prematuramente fallecido Oliverio.
Aunque Zúñiga observó con amorosa atención a las mujeres (vendedoras de flores, lavanderas en los ríos, madres amamantando), no es un escultor naturalista, sino ``clásico''. Creó sus propios cánones. Descansa en paz después de larga enfermedad que lo privó de la vista.