En la ley, trato de delincuentes a víctimas de plagio
David Aponte Ť El auto compacto recorría la carretera federal México-Acapulco con las intermitentes y la luz interior encendidas. Con sigilo, otros vehículos seguían de cerca la ruta del conductor. Al volante del Volkswagen rojo, Gabriel buscaba la señal: una llanta pintada de blanco. Su copiloto, una maleta de viaje repleta con fajos de billetes.
Poco a poco el conductor llegaba a su destino y la conclusión del negocio ``más importante de su vida'': la liberación de dos familiares secuestrados.
Gabriel encontró el señalamiento y detuvo el automóvil. Con la luz del interior los vigilantes de la banda podían ver la silueta del conductor. Todo marchaba conforme a las instrucciones. No había intrusos ni policías en el cierre de la operación.
``La guerra de nervios'', como definió el secuestro, parecía llegar a su fin. Bajó del auto y sacó la maleta para caminar dos kilómetros de terracería. La carga del bulto, del cansancio, de la tensión, el peso de 10 días sin dormir y del miedo le hacían andar lento. Por fin, observó un plástico rojo. Ahí colocó la valija con miles y miles de pesos. El hombre sintió la presencia de algunas personas, pero tenía estrictamente prohibido mirar hacia el frente, hacia atrás, hacia los lados. Tenía que seguir el script de los secuestradores ``si no quería atenerse a las consecuencias''.
Horas antes había pactado la liberación de dos de sus familiares, dos menores de edad. Por teléfono solicitó garantías. Incluso exigió a los plagiarios que juraran ``por Dios''. La respuesta fue: ``no metas a Dios en esto, te los vamos a entregar''. No hubo más compromiso que la palabra de los sujetos que actuaban con adiestramiento paramilitar, en ese Domingo de Resurrección.
El 19 de marzo de 1996, unos días antes de la Semana Santa, Gabriel conducía su camioneta por las calles de la ciudad de Cuernavaca. En el asiento trasero, dos de sus hijos hacía planes para las vacaciones del inicio de la primavera. De pronto, un Spirit y un Shadow cerraron el paso de la pick-up, uno adelante y otro por detrás.
En ese momento, el empresario intentó evadirlos. Un año antes ya había logrado escapar de una emboscada similar. Sin embargo, pensó en sus acompañantes. En fracción de segundos, varios sujetos cubiertos con pasamontañas, gorras y provistos de rifles de asalto y metralletas rodearon la camioneta.
De pronto, sintió que la punta del rifle le penetró la boca. Luego escupió sangre y algunos de sus dientes. ``Quieto cabrónÉ'', le ordenaron y también amagaron a los menores. A plena luz del día, los sujetos amarraron de pies y manos y amordazaron a los tres ocupantes. Gabriel pensó que el asunto era contra él, que lo iban a tomar como rehén. Sin embargo, los individuos le cambiaron la jugada. Durante el traslado de vehículo, le quitaron su celular y a él lo soltaron lejos del lugar del plagio. ``Me dejaron amarrado y se llevaron a mis familiares. Entonces, me la pusieron difícil. Me di cuenta de que me habían dejado libre para negociar la liberación de mis familiares''.
Planeación exacta
A Gabriel le tocó lidiar con uno de los tres tipos de bandas de secuestradores que operan en el país: la que negocia el monto de la liberación de las víctimas. Otra es de cuello blanco, que toma como rehenes a grandes empresarios como Alfredo Harp Helú, Fernando Senderos o José Carlos Zaga, no modifica su postura, mientras que la última llega al extremo de liquidar a sus presas por nerviosismo o falta de profesionalismo.
El teléfono de la casa de Gabriel sonó la mañana siguiente. Las primeras instrucciones fueron tajantes: ``No des aviso a la policía. Compra 12 teléfonos celulares. Nos das los números para estar en contacto y no te pases de listo, porque te los mandamos en una caja''; después, el silencio.
Los secuestradores llamaban del celular que le habían quitado durante la captura, para evitar cualquier tipo de rastreo de los eficientes miembros de los grupos antisecuestros de las policías del país. Lo hacían en movimiento para evitar la localización geográfica, la cual puede ser detectada por la antena más cercana al aparato telefónico. Eso lo saben las bandas que operan en México. Actúan con entrenamiento en tácticas de inteligencia.
--Si no cumples con lo que te pedimos, te vamos a mandar a tus familiares en pedacitos --amenazó la voz del negociador de la banda.
--Si es un asunto de sangre, ya no me hablen. ¿Me los vas a matar y todavía le voy a entrar? Si es así ya mejor no me hablen --lanzó el padre de las víctimas.
--No seas pendejo...
El secuestrador cortó la comunicación. Gabriel pasó tres días frente a los 12 celulares y tuvo que recurrir a las drogas y al alcohol para no quedarse dormido. En un cuarto húmedo, las víctimas fueron minuciosamente registradas para evitar ``cualquier localizador por satélite'', algún tipo de chip o aparato conocido como GPS (sistema de posicionamiento global), como los que utilizan los militares estadunidenses para su ubicación.
--Su papá no quiere aflojar. Vamos a matar a su papiÉ --amenazaban a los menores con la punta de la pistola en sus bocas.
La madrugada del tercer día sonó uno de los celulares. ``¿Ya se te bajó el coraje?'', preguntó la voz de manera socarrona. ``Dime de qué se trata. ¿Si es un asunto de dinero? ¡Dime!'', respondió Gabriel.
--Queremos dos y medio millones de dólares.
--No tengo esa cantidad.
--Entonces junta para el funeral, para las cajas de tus familiares...
La guerra de nervios apenas comenzaba. En la esquina de la casa de las víctimas apareció un misterioso vendedor de flores, quien no vendía sus rosas, pero permanecía día y noche en el lugar. El sujeto tomaba nota de la gente que entraba y salía del hogar de los secuestrados.
``¿Venta de flores a las dos de la mañana?'', se preguntaban entre los familiares de los menores secuestrados.
--No te hagas pendejo, tienes tres cuentas bancarias en el banco, cabrón. Varias propiedades y automóviles. No trates de engañarnos. No somos ningunos pendejos. Vende lo que tengas que vender, si no te vamos a mandar a sus parientes en cachitos... --sentenció el negociador en la tercera llamada.
La banda demostraba la red de complicidades y el grado de información sobre los bienes de la familia de las víctimas. Tenía datos precisos de los montos de las cuentas bancarias, de la ubicación de los predios, datos y cifras exactas de los negocios de los familiares de los menores plagiados.
``Saben todo, cuánto tienes, tus propiedades. Esto lo hicieron con por lo menos un año de anticipación. Aquí hay un tejido de cómplices: los empleados bancarios, el catastro, las notarias'', comentaba Gabriel a su esposa y a sus primos.
Desde ese momento, el negociador de la familia comenzó su peregrinar por las casas de empeño y venta para el remate de sus bienes. Todo el tiempo tuvo cola. Un motociclista lo seguía para todas partes con el propósito de dar cuenta de sus movimientos y los montos que recibía por los artículos y propiedades.
Los secuestradores, una banda de entre 15 y 20 personas, conocían a la perfección cada una de sus salidas. Al entrar a su casa, uno de los teléfonos sonaba. ``¿Cuánto te dieron?'', interrogaban de inmediato.
Trece días de cautiverio
Aquí como en otros casos de la República, los grupos delictivos tienen reportes confidenciales de sus posibles víctimas. Con ellos establecen los montos, le ponen precio a sus rehenes.
Hay secuestros de 5 mil pesos, de 10 mil y de millones. Al igual que los narcotraficantes, operan con estructuras bien definidas: los peones, encargados de recabar informes de las posibles víctimas, los que ponen el dedo; los sujetos que planean el operativo del secuestro; los negociadores, los vigilantes, los encargados del intercambio del dinero por los prisioneros y los jefes.
El padre de los menores secuestrados pidió garantías: ``quiero ver a mis familiares. ¿Están vivos?''. Como respuesta recibió amenazas. ``Lo único que podemos hacer es enviarte un video'', dijo el negociador de la banda. ``No, mejor déjame hablar con uno de ellos'', insistió. Desde su propio celular, escuchó la voz de los secuestrados, una voz de desesperación y en algunas ocasiones, de resignación.
En papel sanitario, uno de los niños ya había escrito una carta de despedida para sus papás y la había colocado en su ropa interior. Incluso, trató de hacer una descripción del lugar donde permanecía con su hermano y también de sus captores: un cuarto con un colchón y una televisión. Las ventanas cubiertas de papel periódico. Los hombres se reúnen por las noches para discutir el monto del rescate. Chocan los zapatos para saludar a su jefe.
A partir del operativo de captura de los rehenes pasaron 13 días en ese cuarto. La familia recibió 13 llamadas telefónicas desde 13 diferentes números celulares.
--¿Cuándo terminamos la negociación? ¿Cómo me garantizas que me entregas a mis familiares?
--Sí te los doy.
--Júralo por Dios.
--A Dios no lo metas en esto.
--Los dos somos creyentes. ¡Júralo!
Durante la llamada número 13, la última, el negociador de la banda dio todas las instrucciones a Gabriel: Nada de policía. Nada de acompañantes. Un carro compacto color rojo, sin placas, la ruta, la llanta pintada de blanco y el plástico rojo para el depósito.
--Te doy el dinero y ahí mismo me entregas a mis familiares.
--Estás pendejo, primero cuento el dinero y si falta un peso no hay nada ¿eh?
El negociador de la familia ya no podía más. Había recurrido a los servicios de un neurólogo y tenía 13 días consumiendo drogas y alcohol para estar alerta. Los 12 celulares sonaban a cualquier hora del día y de la madrugada. Uno de sus parientes ofreció llevar el dinero, provisto de chaleco y pantalón antibalas. La respuesta de los secuestradores fue categórica: ``¡ni madres, o vas tú o todos se mueren!''.
Con la boca seca pidió prestado el auto, le quitó las placas y emprendió el camino aquella noche del Domingo de Resurrección. ``Voy a cerrar el mejor negocio de mi vida. Todo lo que tengo a cambio de la vida de mis...'', balbuceó.
A la maleta de viaje ya no le entraron más billetes. El bulto pesaba cada vez más por el camino de terracería. Por fin llegó hasta dónde estaba el plástico rojo tendido en la maleza. Sin embargo, no tenía ninguna certeza sobre el ofrecimiento de la entrega de sus dos familiares.
Los parientes ya habían montado un dispositivo para el rescate. Algunos estaban en Acapulco y otros en las casetas de cobro de la autopista. Los menores podían aparecer en cualquier lugar, después de la entrega del dinero. El negociador de la banda había dicho que serían puestos en libertad lejos de Cuernavaca.
Gabriel regresó a su casa. El vendedor de flores había desaparecido. Uno de los 12 teléfonos sonó. ``Papá, ya estamos aquí'', dijo uno de los niños. Era por el celular que había sido arrebatado en el plagio y los menores estaban a dos calles de distancia. Los secuestradores tuvieron todo el margen de maniobra. Incluso, para dejarlos cerca de su hogar.
El secuestro, la guerra de nervios, había terminado la noche del Domingo de Resurrección. Gabriel había cerrado el ``mejor negocio de su vida...''
David Aponte Ť En nuestro país operan tres tipos de bandas de secuestradores: las de cuello blanco, manejadas por especialistas que no negocian el monto del rescate; las que regatean la cantidad, integradas por sujetos preparados y con la complicidad de los cuerpos policiacos, y por último, las que matan a sus rehenes.
La primera tiene un alto nivel de preparación en acciones de inteligencia. Una de sus características es que no pone a negociación el monto del rescate. Entre sus víctimas están grandes empresarios, como el banquero Alfredo Harp Helú (secuestrado en 1994).
De acuerdo con datos recabados por este diario, el segundo tipo de banda surgió del desprendimiento de las de cuello blanco. Son los desertores organizados en diferentes grupos que negocian el monto de la liberación de los rehenes, incluso con acciones de presión como la mutilación de sus víctimas. Muchas de estos grupos delictivos actúan con protección policiaca, como el de la familia de Daniel Arizmendi.
El tercer tipo de banda de secuestradores tiene escasa preparación. Por lo mismo, sus integrantes llegan a liquidar a sus víctimas. Sin embargo, no dejan de cobrar el rescate.
Durante los últimos tres años y ocho meses, las oficinas de seguridad del gobierno federal han registrado más de mil 630 secuestros en todas las entidades y el Distrito Federal. Sin embargo, únicamente uno por ciento de los agraviados presenta denuncia ante las autoridades competentes.
Según las estadísticas gubernamentales, los cuerpos de seguridad tomaron nota de 547 secuestros en 1995. Las zonas de mayor incidencia fueron clasificadas de la siguiente forma: Guerrero, Chiapas, Distrito Federal, Michoacán y Morelos.
En 1996 hubo 569 plagios. Las bandas operaron con mayor frecuencia en Michoacán, Morelos, Distrito Federal, Guerrero y Jalisco. Para 1997 los cuerpos de seguridad del país registraron 344 secuestros. Una vez más Guerrero ocupó el primer lugar, seguido del Distrito Federal, Jalisco, Morelos y Chiapas. Por lo que toca al año en curso, se tiene cuenta de más de 170 plagios en todas las regiones del país.
Los montos del rescate son variados y tienen que ver con la posición económica y los bienes de las víctimas, previamente investigados por las bandas organizadas. Por ejemplo, puede haber plagios desde 5 mil pesos hasta varios millones de dólares. Todo depende del tipo de organización criminal y de la información que los plagiarios tengan de los movimientos de los secuestrables.
Las bandas están compuestas de 15 a 20 sujetos, quienes desempeñan diferentes funciones: recopilación de información, diseño del operativo de intercepción, los vigilantes de las víctimas y de los movimientos de sus familiares, los negociadores y las personas que realizan el intercambio del rescate por las víctimas.
La policía sólo detiene a los miembros de más bajo rango en la escala de las bandas, mejor conocidos como peones, mientras que los jefes permanecen libres.
David Aponte Ť Después de un secuestro la vida ya no es igual para las víctimas y sus familiares. Las secuelas en las personas son de carácter permanente, con o sin mutilaciones corporales. Por el resto de sus días cargarán con el síndrome de estrés postraumático, cuyos síntomas están relacionados con sensaciones de miedo, angustia, ansiedad, resequedad en la boca, sudor, palpitaciones y náusea.
La doctora María Josefa Díaz Aguirre, integrante de la Asociación Psiquiátrica Mexicana, explicó que estas personas modifican su estilo de vida. Por ejemplo, evitan en mayor o menor medida el contacto con el mundo, no permiten que los toquen o las aproximaciones de otros individuos. Las víctimas del secuestro pueden recibir un tratamiento especializado para tratar de controlar sus emociones. Sin embargo, ``la lesión provocada es permanente'', aclaró.
En entrevista, la especialista detalló que las personas secuestradas evidencian tres fases del cautiverio: entran en un periodo de negación del hecho, enseguida van hacia el periodo de ira, como parte de un escudo o una protección y finalmente ingresan al nivel de aceptar el acontecimiento. Los tres escalones pueden repetirse infinitamente.
Bajo el influjo de las tres fases, los secuestrados tejen ``fantasías destructivas'' relacionadas con su actuación. Piensan que cualquier acción los puede llevar a la muerte. Además de perder lo más preciado del ser humano --la libertad--, ya no tienen noción del tiempo. En el cautiverio dos horas pueden ser meses o días, situación que deja una profunda huella en el individuo, mencionó Díaz.
Algunos de los secuestrados llegan también a desarrollar el síndrome de Estocolmo, una especie de inclinación amistosa con sus plagiarios. Tal situación les hace creer que no serán capaces de hacerles algún daño físico o provocarles la muerte. ``Después de un secuestro o de una agresión, de una violación o algo que violente la libertad individual, del movimiento del cuerpo, ya nada es igual. Todo se tiene que considerar desde otra perspectiva, desde la de haber vivido una circunstancia límite en la cual la persona llegó a sentir que estaba en el umbral de la muerte'', continuó la psiquiatra.
Las víctimas cargan con una huella por el resto de su vida, independientemente de si hubo mutilación de alguna parte de su cuerpo. Necesariamente van a recordar esa etapa de su vida y, en consecuencia, padecerán el síndrome de estrés postraumático, indicó.
Díaz Aguirre dijo que quienes han pasado por esta situación cambian su modo de vida, el de su familia y el de sus amigos: ``no permiten que se les acerquen, no permiten que los toquen. Esas serían las secuelas, que desde un buen observador, no se necesita una visión clínica o médica, podemos ver que hay personas que evitan el contacto. En alguien que ha sufrido una agresión de tal envergadura, como es el hecho de permanecer secuestrado, los niveles de angustia son muy altos''.
Por si fuera poco, la víctima y sus familiares manejan el hecho como una vergüenza, como si ellos fueran los responsables del ataque. Son la parte agredida por los delincuentes, pero sienten pena por el hecho, precisó. ``Muchas personas que han sido víctimas de secuestro no lo van a comentar jamás a nadie. Es igual a lo que sucede con las víctimas de violación o de una agresión sexual, como si tuvieran que esconderse, no hablar, como el que se avergüenza de haber pasado por esa circunstancia, situación que le da ventaja al agresor. Es como ver el mundo al revés.
``El que debería avergonzarse, el que debería ser perseguido y ser una vergüenza social es el hombre que secuestra, el que viola. Y es que en el caso del secuestro, las víctimas también fueron desnudadas públicamente de que tienen recursos (económicos)'', agregó.
David Aponte Ť Ante las leyes mexicanas los secuestrados y sus familiares afrontan un doble castigo: el cautiverio y el daño económico y la posible comisión de un delito por pagar el rescate sin dar aviso a las corporaciones policiacas.
Con la reforma legal de mayo de 1996 al Código Penal Federal, la familia, sus amigos o asesores pueden ser objeto de uno a ocho años de prisión por negociar la liberación de la persona secuestrada.
El castigo hacia las víctimas y sus familias es múltiple en términos legales, porque pueden ser tratados como delincuentes. Al mismo tiempo, el Estado no ha dado seguimiento a la creación del asesor legal de las personas agraviadas por el secuestro y otros delitos.
Raúl Plascencia Villanueva, investigador en el área de ciencias penales del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, explicó que las reformas del bienio 1993-1994 consagraron los derechos de las víctimas, fundamentalmente sobre la creación del asesor jurídico de las personas agraviadas por un delito. Sin embargo, en la práctica no existe el asesor legal, por lo que las víctimas tienen que recurrir a los agentes del Ministerio Público para recibir alguna clase de consejo. De esa forma, las personas que sufrieron un secuestro o cualquier otro delito no reciben ni atención legal ni médica por parte del Estado, indicó.
En entrevista, consideró que las víctimas del secuestro y sus familiares quedan bajo un estado de indefensión.
``Nos quedamos con la pura reforma legal y en términos prácticos no surgió una nueva dependencia pública o un órgano que diera cuenta de esa nueva facultad o ese nuevo compromiso que asumió el Estado, que era proteger a la víctima'', expuso.
Por si fuera poco, los familiares de las personas secuestradas afrontan la posibilidad de ser castigados por negociar con las bandas criminales la liberación del rehén.
En mayo de 1996, el Estado logró la aprobación de un nuevo ilícito, ante el crecimiento del número de secuestros en el país y la negativa de los familiares de las víctimas a denunciarlos.
A partir de ese momento, el artículo 366 bis del Código Penal Federal establece que quien actúe como intermediario, a quien difunda las pretensiones de los secuestradores y a quien aconseje no presentar la denuncia ``se le aplicarán de uno a ocho años de prisión''.
Bajo este marco legal, los secuestrados y sus familias reciben más castigo que las bandas de secuestradores que operan en México.