La sociedad estadunidense asiste hoy al bochornoso espectáculo de un presidente obligado a rendir cuentas sobre asuntos de su vida privada. La lógica de la fiscalización de los actos gubernamentales ha cedido su lugar a la sintaxis propia de las telenovelas y el manejo que los círculos judiciales y los medios han hecho de un presunto episodio sexual entre William Clinton y Monica Lewinsky ha convertido a una buena parte de la ciudadanía en una audiencia atrapada en la agitación, el suspenso, la indignación o la piedad que desencadena ese género televisivo.
El hecho resultaría baladí de no ser porque prácticamente toda la escena política del país vecino, la mayor potencia militar, política y económica del mundo, está ocupada en las secuelas legales de una historia que no debería ser de la incumbencia de nadie más que de sus protagonistas y, acaso, de sus respectivos entornos familiares inmediatos.
Una de esas secuelas podría ser la desestabilización y el final anticipado del segundo periodo presidencial de Clinton, escenario abrumador por sus posibles implicaciones para los precarios equilibrios mundiales y para el futuro económico del país vecino y, en consecuencia, para las economías de todo el planeta.
Habida cuenta de semejante desproporción, resulta aleccionador reflexionar sobre las circunstancias que la hicieron posible y que convirtieron un asunto íntimo en una crisis de Estado.
Por principio de cuentas, habría que mencionar las crecientes contradicciones entre una sociedad cada vez más permisiva, relajada y respetuosa de la vida privada de los ciudadanos, por una parte, y por la otra, la persistencia de poderosos núcleos históricos que pretenden reglamentar esa misma sociedad de acuerdo con los más trasnochados principios de la moral puritana y protestante, los cuales se expresan incluso en leyes y métodos procesales en los que no se establece diferencia alguna entre los asuntos públicos y las acciones íntimas. Tales leyes y procedimientos judiciales dieron pie, primero, a que el mandatario fuese interrogado en torno a sus conductas privadas, y después a iniciar una investigación en su contra con base en la sospecha de que mintió durante el interrogatorio.
Adicionalmente, el aparato judicial del país vecino aparece cada vez más distorsionado por las ambiciones monetarias de una casta de abogados que se ha especializado en incitar a sus clientes a entablar, a la menor provocación y por cualquier nimiedad, demandas y peticiones de compensación monetaria.
En esta enumeración no debe omitirse el mercantilismo, el sensacionalismo y la vacuidad de los medios de información, siempre dispuestos a disputarse lectores y audiencias con base en revelaciones escandalosas sobre la privacidad de personalidades de los ámbitos políticos o cinematográficos.
No cabe duda que la aplicación del principio de accountability ha permitido, en Estados Unidos, una mayor participación de la sociedad en los asuntos públicos y una mayor capacidad para fiscalizar la conducta de los altos funcionarios. Evidentemente éste no es el caso. La obligada comparecencia pública de Clinton para explicar la naturaleza de sus relaciones con Lewinsky parece más una tragicomedia, un acto circense y un linchamiento moral que perjudica severamente la integridad de las instituciones y banaliza el acontecer político hasta grados de vergüenza.