Esther Orozco
Pasar por la universidad
Pasar por la universidad no significa sólo aprender el oficio de biólogo, químico, médico o abogado. Es un espacio para aprehender la vida, la que fue, la que está siendo y la que podemos prever que será.
Pasar por la universidad significa asomarse al pasado e imaginar y hasta inventar el porvenir. Otear la obra que la humanidad ha hecho durante millones de años en su incansable caminar por los milenios. Significa participar en el trazo del rumbo del ser humano hacia los tiempos que vienen, y restablecer un lazo de solidaridad y reconocimiento con quienes han construido lo que hay sobre el planeta por medio del esfuerzo, la inteligencia, las ideas y los sentimientos acumulados sobre los siglos.
Significa abrazar nuestro destino de hacedores de cimientos y ladrillos para edificar el futuro del género humano; aprender a apoyarnos en el pasado y comprender que el presente es sólo un momento inasible en nuestro tránsito continuo como especie que mira hacia el mañana.
Significa comprender lo que somos. Conocer, sentir y gozar nuestra necesidad de vivir en sociedad, de ser un fluido continuo con todos los otros seres humanos a pesar de nuestras diferencias, pugnando por la tolerancia y el respeto a los demás. Tener capacidad crítica y propositiva para edificar todos los días un mundo con más oportunidades para todos. Signar un compromiso para buscar que todos los humanos tengamos una vida digna, sin hambre y con salud, educación y empleo.
Significa tener elementos para condenar a quienes han usado el potencial humano para su beneficio personal y a costa del sufrimiento de los otros. Un aprendizaje doloroso, una advertencia y un compromiso para estar alerta, en contra de los Hitlers, Mussolinis, Francos, Somozas y Pinochets, y no permitirles volver a enseñorearse sobre las naciones.
Significa la posibilidad de mirar lejos. Hacia atrás y hacia delante, más allá de todos los puntos cardinales, pasando por encima de prejuicios y fanatismos. Construir para protegernos de sequías e inundaciones. Aprender a comunicarnos armónicamente con la naturaleza y con otros seres humanos. Saber vivir en un mundo socialmente ordenado por leyes y cómo mantenernos sanos. Hacernos de las herramientas para producir danzas, esculturas, poemas, el cine, que al recrearlos hacen crecer el espíritu y mirar nuestras emociones en los otros. La posibilidad de fortalecer con ideas y el quehacer de todos, la esencia del hombre y la mujer.
Todos tenemos derecho a acceder al conocimiento, a la historia del hombre, que ha plasmado sus huellas en objetos hechos para aprovechar las oportunidades de la naturaleza y producir los satisfactores que hacen la vida más placentera y creativa. Ciencia, tecnología y humanismo guardan la historia del hombre. Es nuestro deber de individuos adultos y de sociedad madura dar los elementos a los niños y jóvenes para que crezca su curiosidad por la ciencia y las artes y con ello el deber, la necesidad de participar para mejorar su sociedad.
La universidad pierde su esencia cuando, influenciada por los modelos neoliberales, cierra sus espacios al humanismo, la reflexión, la tolerancia y la creatividad, y forma sólo técnicos que en el mejor de los casos saben su profesión pero desconocen sus compromisos con la sociedad.
La universidad no cumple sus metas como institución social, cuando en un afán pragmático de visión corta del futuro niega la oportunidad a jóvenes de clases sociales pobres, limitándoles la posibilidad de integrarse a la sociedad de acuerdo con su inteligencia, capacidad de trabajo y vocación.
La universidad debe ser un espacio para todos: los hijos de las obreras y los campesinos, las etnias, para los que somos y hacemos al país. Los límites para acceder al conocimiento universal y a la preparación para la vida los debe marcar sólo la capacidad intelectual, el amor al trabajo, el interés. Discriminar de la universidad a indígenas y pobres va en contra de nuestro ser humanitario.
La educación nos acerca a la libertad a la que todos aspiramos. No es posible alcanzar la democracia en la ignorancia. La inversión en la educación de niños y jóvenes es la inversión del país para su futuro. Una sociedad educada desarrollará más fácil y en menor tiempo su ciencia y tecnología, dos elementos básicos para alcanzar mejor salud, mejores productos agropecuarios, mejor vivienda y comunicaciones más rápidas y eficientes.
De cada 100 alumnos inscritos en primero de primaria, sólo de cinco a siete llegan a la educación superior. Sólo 80 por ciento de los alumnos inscritos en sexto de primaria pasan al primero de secundaria. De éstos, 80 por ciento ingresa al bachillerato y sólo 50 por ciento pasan a la universidad. La deserción en educación superior es de 50 por ciento. Sólo se gradúan en todas las áreas del conocimiento 350 doctores en ciencias al año.
El panorama educativo de México no garantiza mejores tiempos. Es la educación el primer problema a resolver si se quiere una nación próspera. Es indispensable poner el acento en los 38 millones de jóvenes y niños que esperan una oportunidad para tener una vida digna cuando sean adultos.
La ceguera para mirar a lo lejos ha dado como consecuencia que de casi 10 millones de jóvenes mexicanos en edad de asistir a la universidad, sólo un millón y medio lo realicen. ¿Dónde están los demás?
En este tiempo de violencia aterradora para la que se busca todo tipo de explicaciones, haría falta preguntarnos si la sociedad y el gobierno han dado oportunidades reales a los jóvenes para asomarse al mundo, prepararse y comprender su responsabilidad social, sin dejar tiempo para la acumulación de resentimientos. Los jóvenes y niños son hoy la mayoría y la parte de la sociedad que vivirá en el país las próximas décadas. Brindémosles la educación y el acceso al conocimiento, abriendo para ellos las puertas de las universidades y los tecnológicos.
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