La llama ardía al rayo del sol, inexplicadamente respetada por los lengüetazos de caos del impredecible viento.
Alrededor todo era plano, como en los primeros días del mundo. Plano y desnudo, ofrecía horizontes como donde sólo el mar abarca la curva terráquea.
Un poco de vegetación, cactácea y espinosa. Promotorios de arena más leves que el deco de una ola. Fuera de eso, y la bruma de los espejismos, nada. Ni nadie.
Los roedores y los reptiles, peces del desierto por las invisibles corrientes de sus meandros y madrigueras, hacían que el silencio pasara zumbando.
Junto a la llama, una vara de caña, coronada de plumas grises y blancas, firmemente clavada al suelo, agitaba la melena según los soplidos y las bruscas quietudes del viento.
Eran las únicas señales de una presencia anterior en aquella inmensidad desierta.
¿Por qué eligieron este punto de la nada para la ofrenda? Se preguntó, lo mismo que podrían haberle preguntado a él, ¿y tú qué haces aquí, en este punto de la nada? Pero él, esto segundo no se lo preguntaba. Era su presente y punto, qué se le va a hacer.
Entonces se percató de la piedra. Caída y firme, como todas las piedras; pero un hálito de ingravidez la hacía diferente de las demás, grises y polvosas por lo visto. Oscura y lustrosa, pisaba con tiento la punta de un hilo rojo, como si lo sostuvieran los dientes de una boca que las piedras no tienen.
Volvió a mirar en torno. De verdad no se divisaba nadie. Hacia el lado del atardecer le pareció distinguir un coyote rondando el estanque.
Miró otra vez la piedra, a un par de pasos en dirección a la precaria sombra que proyectaba la llama, como nube que se arrastra.
Una corriente le ventiló la cara acalorada y las partes del cuerpo que van delante, agitó la llama de la ofrenda y la inclinó tanto que casi la apaga.
El caminó dos pasos y se inclinó, no para levantar la piedra sino tomar la punta del hilo. Entre el pulgar y el índice, con firmeza y cuidado.
Una araña que se guardaba del sol salió de inmediato al sentir la presencia del intruso y, araña al fin, cambió de piedra.
Entonces él tiró del hilo, y encontró resistencia. Tiró con mayor fuerza. Tenso, el hilo se deslizó trabajosamente, más largo de lo que cabía esperar, como si bajo la piedra se desenrollara un carrete. El siguió jalando, dio un paso atrás y el hilo se detuvo. No se deslizó más.
Era exactamente la distancia que separaba la piedra de la llama.
Después de un rápido cálculo, comprendió que se trataba de una mecha, en lo que toma ir de la piedra al fuego de la ofrenda.
Nuevamente alzó la vista y repasó la circunstancia. Pájaros azules y rojos, a baja altura y aisladamente, cruzaban la barrera de cactos. Hizo de cuenta que eran pelícanos y gaviotas de la mar inmóvil, y usó de visera la mano libre para ver más lejos.
Titubeó, como si dudara de lo que previsiblemente estaba a punto de hacer, imaginándose que resistía la tentación, que era capaz. Pasado el titubeo, que más bien le sirvió para tomar impulso, pateó con fuerza la llama y consiguió lo que el viento no: apagarla. Cogió la caña con la mano que había usado de visera y la arrancó del suelo.
Sus dedos en la otra mano trasladaron al puño la presión del hilo. Caminó al oriente, jalando la mecha. Se apoyó en la caña, como si le hubiesen concedido una tercera pierna.
El hilo, o sea la mecha, ya no ofreció resistencia, corrió dócil y largo, cada paso más largo. A rastras en la arena porque el hombre tiraba del extremo.
El hombre miró sobre su hombro. La mecha lo seguía y la piedra, salbada de explotar, ya lejana, arrojaba un resplandor azul y verde que desafiaba los declinantes rayos del sol.
Un chisporroteo de pólvora frotada vestía el arrastre de la mecha, y para cuando cayó la noche y el hombre seguía andando, era una estela de luciérnagas que, si bien no iluminaban el camino, lo vestían de luz. El camino, por esas fosforescencias que hay en altamar, se iluminaba solo.