La Jornada Semanal, 16 de agosto de 1998
Para llegar a casa de Antonio Saura debí pedirle indicaciones cartográficas, solicitud que cumplió no sin un dejo de aburrimiento en su voz, como si algo lo molestara. Era posiblemente que, tan conocido como es, daba por sentado que si todo París sabía llegar a su estudio, cómo era que me atrevía a quitarle tiempo pidiéndole explicaciones que incluían descripciones detalladas de puentes y fachadas a las que había que tomar como referencia.
Finalmente me encontraba ante la puerta de su departamento, con todo el aparatoso equipo de televisión y técnicos que lo manejan. Estaba a punto de ver a un hombre que para mí sólo existía hasta ese instante en las fotografías de los libros de pintura, en las referencias de los investigadores más estrictos de artes visuales, y en las paredes de los museos que han hecho selecciones de lo más representativo del arte contemporáneo.
Al abrirse la puerta ahí estaba Antonio Saura (1930-1998), serio, hosco, con una mirada profundísima que no despegaba de nuestras caras y de los aparatos que invadían por segundos su casa. El trato, vale decirlo, nunca dejó de ser amable. Mercedes, su mujer, conocedora del estilo de Saura, iluminó el espacio con una amplia sonrisa y con saludos que repartió a cada uno de nosotros.
Estábamos otra Mercedes, García Ocejo, que en ese momento era la corresponsal de Televisa en París, dos asistentes de ella (camarógrafo y chofer), Rocío Harispuru, que cargaba en sus manos una cámara, y yo, quien, con grabadora en mano por toda arma, me enfrentaba a uno de los monstruos de la pintura contemporánea.
Nunca pude escuchar nada de esa cinta magnetofónica. Me habían obligado a ponerla donde yo no quería, a ocultar la evidencia de mi interés en que esa charla no quedara en el vacío. Sólo unas cuantas de los millones de palabras que hablamos ese día y una que otra risotada cayeron en ese mar de silencio magnetofónico como sobre la mitad de la noche.
Cruzamos algunas frases mientras se abría un tripié, se ubicaban luces y los técnicos preguntaban, sin tener respuestas, dónde había contactos de luz. Finalmente, el escenario recién fabricado tenía dos banquillos altos como de bar esperándonos y, sobre ellos, diminutos micrófonos que deberíamos asegurarnos en la camisa, cerca del cuello.
La plática empezó fría, sin encanto. Nos rodeaban piezas espléndidas con los característicos trazos de Saura. Algunas obras sin terminar, otras esperando ubicación en muros nuevos, otras más, las pequeñas, sobre una gran mesa que quedaba a nuestra izquierda. El silencio de quienes estaban detrás de las cámaras y su actitud rígida, en muy poco ayudó a que las palabras fluyeran relajadas y sin tropiezos. La entrevista iba como sobre terreno empedrado hasta que, casi sin darme cuenta, Saura estaba charlando y comentando animadamente sobre sus últimos trabajos.
Era el año de 1992. Europa estaba en la mira de América Latina y los eventos que se sucedieron a partir de esos 500 años tan celebrados y vituperados eran temas ineludibles. Era América la que miraba a España, porque el resto de Europa apenas y echó un vistazo a ese aniversario, ya fuera para mirar a sus vecinos Portugal y España, ya fuera para hacer como que el continente al otro lado del charco le interesaba un poco.
En Sevilla se llevaba a cabo la Feria. El despilfarro, las aportaciones económicas estatales y de los gobiernos participantes no habían tenido mesura. Se trató de un evento político sin el cual, sin duda, uno puede morir en santa paz sin que le haya faltado nada importante por conocer en esta vida. Y en esa feria de Sevilla '92, entre pabellones llamativos y turistas que circulaban por todas partes detrás de una cámara fotográfica, se llevaba a cabo una exposición de Antonio Saura con el tema del perro de Goya, el mismo que obsesivamente ha venido trabajando desde entre 1957 y 1960.
Saura dedicó parte importante de su charla a hablar con especial emoción del cuadro de Francisco de Goya que representa a ese perro asomándose detrás de un montículo. ``Las ideas de surgimiento, nacimiento y aparición permanecen necesariamente asociadas -sostiene Saura- a la presencia del acentuado vacío, repitiéndose en otros planos la premonitoria presencia del perro de Goya.
''El ser aparecido ha dejado ya de observar una desaparecida presencia, fuente de hipnótico terror, probablemente situada fuera de los límites de la tela, operándose precisamente en este instante la metamorfosis que altera su origen. Desde este espacio mental somos ahora contemplados.
''Permanecemos frente a la curvada zona de un antipaisaje -ni muro, ni roca, ni arenas movedizas- y la comunicación establecida entre el prolongado aullido del espectro y nosotros mismos acaba por sustituirnos.
''De todas formas, la cabeza de perro asomándose, siendo nuestro retrato de soledad, no es otra cosa que el propio Goya contemplando algo que está sucediendo'', había escrito meses antes, a principios de ese 1992, en el número 24 de la Colección de Arquitectura.
El mismo Saura se sentía algo incómodo con aquel asunto de las celebraciones. Las encontraba momentáneas y oportunistas. Se trataba de un reclamo discreto en tanto que él mismo se encontraba presente en ese acto a través de su obra. Su aguda vena crítica le hacía no perder la perspectiva de la frivolidad comercial y política de Sevilla '92, y podía trazar una línea clara y recta que dividía su participación como artista invitado y su relación con el evento que como pintor le albergaba.
Si algo -desde la joven militancia política de Saura en los años cincuenta- definió el perfil de este pintor, fue la claridad esencial de los valores intrínsecos de las expresiones del arte. Las que él defiende, por su actividad y placer, son las relaciones con la pintura y la palabra.
Incansable escritor, se preocupaba desde hacía mucho en tomar notas de las diferentes etapas de su producción plástica, así como de documentar visual y textualmente las influencias pictóricas de Goya a lo largo de 25 años. Como culminación de un ambicioso proyecto, el Gobierno de Aragón, el Ayuntamiento de Zaragoza y la Caja de Ahorros de la Inmaculada, realizaron la exposición Después de Goya. Una mirada subjetiva, curada justamente por Antonio Saura.
Se trató de una de las más riesgosas muestras que se hayan visto en España en los últimos años, toda vez que, al correr de los minutos contados del siglo XX y cuando los parámetros de lectura de la obra plástica cambian rápidamente, Saura defendió con esta monumental exposición a la pintura como tal, bidimensional, intensa, expresiva, sin importar que se hable de figuración o de abstracción y en la mitad del auge de las instalaciones, la no pintura y los performances.
No fue gratuito que Saura resultara el curador de esta exposició. Él, como Goya, poseía una vocación ineludible por la expresividad subjetiva. Esta admiración vital por la vida y la obra del pintor de Fuendetodos, Zaragoza, se traduce en un seguimiento de las posibles influencias y similitudes en pintores contemporáneos no sólo con las formas y temas de Goya, sino con la manera de abordarlos teniendo como medio la pintura. Si algo pervive, es un secreto deseo de que el mismo Goya hubiera podido ver esta exposición. Para ello, y en una labor de seductora adivinanza, Saura reunió en los muros piezas que muy posiblemente el mismo difunto hubiera seleccionado para explicar, en nuestro tiempo, su obra personal.
En el prólogo del bien cuidado catálogo, Antonio Saura escribió que Goya no sólo abrió las puertas del arte moderno sino que la exposición es hoy un ``...necesario contrapunto a una penosa actualidad que nos muestra el predominio de un arte frígido, recurrente y efímero que proclama precisamente la inoperancia de la pintura e incluso la muerte de la misma''. Esta es la preocupación primera de Saura y su valiente postura. Ahí están sus cuadros para corroborar esa batalla íntima y esa fidelidad a lo que se piensa y se cree, pasando por encima de modas y comercios.
Antonio Saura volvió durante su charla una y otra vez, como lo ha hecho sobre su pintura, sobre el tema del perro de Goya. A partir de él, como si fuera una suerte de centro de partida, caminaba sobre la significación de su trabajo, del vacío, de la utilización del negro, de la hechura de series, de los proyectos futuros, Goya de nuevo y la intriga de un perro que se escapa de toda posibilidad narrativa, perro que es anécdota en su historia hermética y en sus ojos que miran lo que jamás conoceremos.
El perro es Goya y es Saura y somos nosotros los que estamos en esa loma en declive que prefirió enderezar y poner a manera de horizonte recto. Somos ese perro y somos lo que mira. No hay consuelo retórico. El monstruo está ahí, ante nuestros ojos y mirándonos desde los trazos gruesos y rápidos de Saura. ¿Se llama serie a un trabajo que se desarrolla por muchos años, experimentando cada posibilidad, agotando toda opción de que pudieran existir trazos que no se han pintado para describir, como en este caso, el misterio de una obra que ya supera los dos siglos? No es sólo ofrecer una relectura de un viejo tema a los ojos de quienes le vean ``modernizado'' o adecuado a un lenguaje personal característico e inconfundible. Se trata más de hacer aflorar, a fuerza de la repetición casi obsesiva de una figura, la otra pintura que subyace en el espíritu de aquella sobre la que se trabaja, como si quisiera, a partir de cada cuadro con el mismo tema, exorcizar el misterio de ese animal que ni va ni viene a parte alguna, que oculta el sitio en el que está parado, que omite también lo anecdótico para presentarnos sólo un instante sin que nos sirvan de asideros ni el antes ni el después porque, sencillamente, aunque sepamos que existieron, no se les descubre en la tela que está en el Museo del Prado. ¿Están ahí las claves? Goya se fue a la tumba con la historia de este perro. Saura, habitado por esa curiosidad, le pintó e hizo variaciones al tema una y otra vez hasta casi arrancarle el enigma de su procedencia y destino.
Nos relata Valeriano Bozal* que, en el catálogo de su exposición en Madrid en 1980, Antonio Saura puso, al pie de una fotografía con una vista de Cuenca, el siguiente texto: ``paisaje de Cuenca tal como se contempla desde la ventana de mi estudio. Durante muchos años he estado contemplando este mismo paisaje y el antifaz hipnótico entre las rocas -los ojos de la mora, al decir popular- sin percatarme de que he estado pintando desde siempre. La curva de la montaña se asemeja a la curva del montículo de donde emerge la cabeza del perro de Goya''.
Cerca del final de la entrevista, Antonio Saura era una persona distinta a la que nos abrió la puerta un par de horas antes. Aunque conservó siempre la misma intensidad en su mirada, ésta había permitido ya uno que otro atisbo a su mundo interior, atormentado y convencido, cierto del lugar en el que se está y lleno de sentimientos frágiles que hay que proteger con la fiereza exterior de quien se sabe vulnerable.
Dos abrazos, tres, la promesa del reencuentro, el obsequio de palabras y los apretones de manos y hombros, la sonrisa amplia y perdurable que aunque apareció pocas veces se quedó en nuestra memoria como el triunfo de la tarde. Al abandonar su casa, se nos instaló una sensación de vacío, de ausencia, deseos de volver y llamar a la misma puerta para seguir charlando por días enteros, sin cámaras, sin grabadoras, sin más testigos que sus cuadros. La cita había terminado y con ella una experiencia intensa, profunda e inolvidable.
El pasado 2 de octubre, Antonio Saura fue investido doctor honoris causa por la Universidad de Castilla-La Mancha, según nos relata desde El País F. Calvo Serraller. ``Aquejado de una dolencia hemodinámica, no pudo asistir al acto. Su hija, la actriz Marina Saura, leyó con emoción el texto escrito por el artista, en el que agradecía el reconocimiento y hacía referencia a su estrecha relación con Cuenca, donde están enterradas dos de sus hijas'', dice la nota.
...Y no, tampoco tengo la grabación en video de esa charla. Hecha la entrevista para ser transmitida durante algunos programas especiales que se hacían con motivo del quinto centenario del viaje de Cristóbal Colón, el material en manos de Televisa nunca fue utilizado. Supe meses después que había sido ``extraviado'' en la oficina de un productor que hacía programas de concursos, musicales y telenovelas, por lo que seguramente esa cinta, si es que existe, tenga ahora grabados, por encima de las palabras y la imagen de Antonio Saura, trascendentales escenas de amor, celos o engaño entre personajes que, como la Feria de Sevilla '92, podrían no haber existido y el mundo de cualquier forma no hubiera perdido nada.