La Jornada Semanal, 16 de agosto de 1998
José Ramón Enríquez es director del Centro Universitario de Teatro, autor de Imagen protegida (poesía) y Pánico escénico (ensayos de teatro). A Enríquez debemos, entre sus múltiples puestas en escena, la del Lorca adolescente, autor de El maleficio de la mariposa, cuyo primer acceso propone esta minuciosa lectura.
Si el mejor homenaje es la lectura, en el centenario de un hombre de teatro como Lorca, tan mal leído desde la escena, es también un acto de justicia que habrá de repercutir favorablemente en el teatro de nuestro país, por cuanto que la asignatura del modernismo, que ha sido fundamental en la lírica mexicana, no la hemos sabido cursar en nuestra poesía dramática.
Y precisamente en El maleficio de la mariposa, su primera obra estrenada, encontramos al Lorca discípulo de Rubén Darío y, desde este magisterio, al discípulo de Poe y de Baudelaire, pero sobre todo de Maeterlinck, Lautréamont y de Verlaine. Incluso el personaje central de El maleficio, el joven Cucaracho poeta, quiere recordar a Verlaine. En un poema escrito a los diecinueve años, Lorca convoca a Rubén y a un Verlaine sangrante y amarillo: ``Panidas, sí, Panidas; / el trágico Rubén / así llamó en sus versos / al lánguido Verlaine / que era rosa sangrienta / y amarilla a la vez.'' Es la misma época en que define a su Cucaracho de El maleficio, cuando va a ensangrentarse, como ``pintado graciosísimamente de amarillo, trae una cara doliente y afligida'', y en que él mismo se identifica con el pauvre Lelian, como lo escribió en una carta de 1918: ``Soy un pobre muchacho apasionado y silencioso que, casi casi como el maravilloso Verlaine, tiene dentro una azucena imposible de regar.'' Desde esta perspectiva, resulta difícil no identificar a la Mariposa de El maleficio con el Rimbaud del lánguido poeta simbolista.
Sin embargo, en el estreno de la obra, el 22 de marzo de 1920 -cuando a Lorca le faltaban unos meses para cumplir los 22 años-, al Cucaracho enamorado de lo prohibido lo personificó Catalina Bárcena y a la Mariposa, la espléndida bailaora La Argentinita. Y, si sabemos que Lorca participó activamente en la puesta, no cabe duda de que tales decisiones de reparto fueron sugeridas o, por lo menos, avaladas por el autor. El propio Lorca adecentaba la ambigüedad de su Cucaracho y estilizaba, con un ballet, la muy contranatura pasión por la Mariposa. Además de que, tanto en el reparto como en el programa, aunque no en el texto de la obra, endulzaba a las cucarachas con el sinónimo andaluz de ``curianitos'' que acabaría por convertirlas frente al público en inofensivas catarinitas de los prados. Pero, todavía preocupado por no escandalizar a la concurrencia, había escrito y leído un prólogo que volvía aún más digerible lo ``repugnante'' de su propuesta. Aun cuando apelara al zoofílico y macrofálico mundo del Shakespeare de El sueño de una noche de verano -tan adecentado, a su vez, por la ilustración burguesa- y solicitara el franciscanismo de una concurrencia incapaz de entender al de Asís, el prólogo de El maleficio resultaba tan cuidadoso y humilde como para descafeinar toda la propuesta.
Nos encontramos, pues, con la inseguridad pública de un poeta casi adolescente frente a su propia rabia, precisamente en lo más teatral de El maleficio: las contradicciones, las paradojas, las incursiones en el mundo no sólo de lo moralmente prohibido sino de lo socialmente marginado. Sin embargo, vaya a favor del joven poeta que, como muchos otros que han enfrentado diversos tipos de santas inquisiciones, no hizo concesiones en su obra ni hay señales de autocensura en el texto.
Estoy cierto de que los ``adecentamientos'' públicos de la ``indecencia'' privada fueron la causa del fracaso de El maleficio, en su estreno, y aun de esa serie de lugares comunes que han ensombrecido a una de las cumbres del teatro en nuestra lengua. De la misma manera en que estoy cierto de que, entre los dieciocho y los veintitrés años, Federico García Lorca elaboró una propuesta ética y estética de inusuales brillantez y contundencia, tan intensa que, a la hora de enfrentarnos con su obra posterior, viene a darnos claves de lectura fundamentales. Recuperar, pues, esta propuesta no sólo nos permite trazar una especie de ``retrato del artista adolescente'' sino releer el teatro lorquiano. Por estas razones me ha parecido importante festejar al poeta centenario con el montaje de su obra veinteañera y precisamente con actores de su edad que acceden profesionalmente al escenario, como lo hiciera él con su Maleficio.
Un Maleficio que, a pesar de los afeites, escandalizó al público burgués por reivindicar a las cucarachas e identificarse con ellas. Y no era su primer texto teatral en plantear animales desprestigiados o plenamente repugnantes para hablar de amor. Ya había utilizado cerdos, por ejemplo, en el fragmento que conocemos como Del amor. Teatro de animales, al cual ubica Andrés Soria Olmedo dentro del franciscanismo lorquiano, de la misma manera en que Virginia Higginbotham encuentra ``Reflejos de Lautréamont en Poeta en Nueva York''. El mismo San Francisco de Los motivos del lobo darianos, los mismos animales reivindicados por Lautréamont y por Maeterlinck, pero también el mundo grotesco del esperpento valleinclaniano que Lorca admirara tanto y al cual se refiriera con entusiasmo en tantos momentos de su vida. Y en el juego con la animalidad poetizada radica mucho de la teatralidad de El maleficio de la mariposa.
Ya estas liras de la ``Balada triste'', el poema de fecha más temprana de Libro de poemas (abril de 1918), contienen el motivo tonal de El maleficio: ``¡Mi corazón es una mariposa, / niños buenos del prado!, / que presa por la araña gris del tiempo / tiene el polen fatal del desengaño.'' Pero si la Mariposa es símbolo tradicional de belleza -que aquí lo será también de muerte-, hay gusanos y cucarachas acompañándola, porque la Mariposa fatal es una de las caras de ese prisma simbólico propuesto en El maleficio; otra es la del Gusano que se planta frente al público a referir los sueños y a esperar los rocíos que nunca llegan, y la cara tercera es la del Cucaracho poeta-maldito. Lorca se ve en un espejo triple, espejo como el de este Capricho de 1921, precisamente de la Suite de los espejos que podría ser una clave de lectura de El maleficio: ``Detrás de cada espejo / hay una estrella muerta / y un arco iris niño / que duerme. / Detrás de cada espejo / hay una calma eterna / y un nido de silencios / que no han volado. / El espejo es la momia del manantial; se cierra, / como concha de luz, / por la noche. / El espejo / es la madre-rocío, / el libro que diseca / los crepúsculos, el eco hecho carne.''
La memoria de Verlaine que nos recuerda a un Rimbaud, mariposa maléfica, y la presencia de espejos y de amores prohibidos, nos enfrentan con la insoslayable homosexualidad de Lorca que, ya en El maleficio, había decidido desafiar al mundo aunque le costara la vida. Pero sería un error ubicar la homosexualidad lorquiana como un conflicto individual y caer en la tentación burguesa de psicoanalizarlo para, así, normalizarlo. El conflicto individual no está en el horizonte de la anarquía simbolista. Se trataría, por el contrario, de la comprobación, en carne propia, de cómo impone la burguesía -haciéndose eco de tradiciones que ella misma ha declarado superadas- su propia concepción del mundo, desterrando al cuerpo con la misma violencia de un Agustín de Hipona. En este sentido, los poetas simbolistas y modernistas reivindicarían al cuerpo desde alguna opción sexual considerada como ``perversa'', por heterosexual que fuera: Poe, Darío, Baudelaire, Jarry. A Lorca le toca, simplemente, hablar desde su homosexualidad, y lo hará con la enjundia con que después hará suya la defensa de otros marginados, como los gitanos, los negros de Harlem, los pobres, los explotados.
Si Lorca habla, pues, desde un espejo múltiple, ¿no podremos considerar a su carnalidad como manifestación de aquellos daimones clásicos que estructuraron el pensamiento trágico? En este sentido, recordemos que se da como probable el año de 1921 para una suite perdida, Secretos, de la cual sólo queda un poema: ``Pan''. Pudo ser escrito un poco antes. Como quiera que sea, su producción rodea el tiempo de construcción de El maleficio y a esa propuesta parecería referirse: ``¡Ved qué locura! / Los cuernos de Pan / se han vuelto alas, / y como una mariposa enorme, / vuela por su selva de fuego. / ¡Ved qué locura!'' Si la Mariposa se ha vuelto Pan, El maleficio es un ritual dionisiaco. Lo cual no es de extrañar porque ya había escrito Lorca, en una carta de 1918: ``Hago versos muy míos cantando lo mismo a Cristo que a Budha, que a Mahoma y que a Pan.''
Esos versos muy suyos estarán llenos de una religiosidad, también muy suya, que comparte, sin embargo, con muchos de los heterodoxos españoles, como demostrara el crítico Eutimio Martín. Así, en julio de 1920, unos meses después del estreno de El maleficio -que precisamente tiene como constante a un Dios dormido-, Lorca siente la necesidad de estrellar algo en la testa divina y escribe, en ``Elegía del silencio'' de Libro de poemas: ``Si Jehová se ha dormido, / sube al trono brillante, / quiébrale en su cabeza / un lucero apagado, / y acaba seriamente / con la música eterna, / la armonía sonora / de luz, y mientras tanto, / vuelve a tu manantial, / donde en la noche eterna, / antes que Dios y el tiempo, / manabas sosegado.'' Antes, había escrito sobre la relación entre el hombre y Dios un Lorca de apenas diecinueve años, en ``Mística en que se trata de la eterna mansión'': ``Si en la Tierra existen los hombres para ser juzgados y en los demás mundos no existe nada, ¿no pudiera ser que fuéramos creados para servir de juguetes al Altísimo? Según el Antiguo Testamento eso parece. [...] Parece que estamos destinados a movernos por las manos del Dios inflexible que nos tiene para su reír como metidos en una jaula. [...] Y temblamos sin amarlo nunca.''
La ubicación precisa, en el Antiguo Testamento, de esa idea de Dios permite suponer que encontraba otra idea de Dios en el Nuevo Testamento. ¿A partir de Cristo...? Podríamos plantear como hipótesis que Lorca se lanzó contra una idea de Dios que le fue impuesta, para escoger el rostro concreto de un Cristo con el cual se había encontrado. Podríamos entonces plantear que blasfemaba por ser cristiano porque, para Lorca, Cristo no era el Padre, Cristo era un rostro y un cuerpo multiplicables, de Cristo se enamoraron ``Teresa la admirable'' y ``Juan el maravilloso'', Cristo era como ``el Quijote divino'' y su evangelio se oponía al poder, como afirmaba en su ataque al patriotismo, y había sido traicionado por el poder. Mejor un pecador que el Papa, parecería decir, en unas ``Místicas'' escritas a los dieciocho años, que se adelantaron con mucho a su ``Grito hacia Roma'' de Poeta en Nueva York: ``Bienaventurados sean los sensuales sin espíritu pero limpios de corazón que por un momento sensual creen haber ofendido a Dios y se arrodillan arrepentidos ante un sátiro que sonríe idiota envuelto en mantos de castidad. [...] Si encarnaras otra vez, el Papa semidiós te excomulgaría por pecador y el juez te encarcelaría por vago y loco. ¡Jesús de Nazaret, hijo de la dulce María y el viejo carpintero José, haz que la estrella gigante de tu alma caiga sobre los templos irrisorios y los sacerdotes sarcásticos para que tu nombre quede en el mundo blanco y marmóreo rodeado de un sublime perfume de eternidad! Y entonces quizás brillará la caridad. [...] ¡Jesús, deja caer la estrella de tu alma sobre la mía para que sea contigo por toda una eternidad! La alborada comienza. Ya se ve clarear.''
Cuatro años después, en 1921, refrendaría su profesión de fe en Cristo, con argumentos que se adelantaban a la Oda al Santísimo Sacramento del altar. El poema se llama precisamente ``Símbolo'', como el Credo, y forma parte de la Suite de los espejos: ``Cristo / tenía un espejo / en cada mano. / Multiplicaba / su propio espectro. / Proyectaba su corazón / en las miradas / negras. / Creo.'' Tal vez por esta asunción crística de las miradas negras, resulte válido imaginar a un San Francisco cucaracho haciendo la defensa del poeta enamorado de lo prohibido en El maleficio, ahí donde Lorca plantea una Curiana Santa. Después de todo, el 19 de septiembre de 1920, unos cuantos meses después del estreno, escribía en una carta: ``En mis meditaciones con los chopos y las aguas, he llegado a la franciscana posición de Francis Jammes. Comprendo que todo esto es muy lírico, demasiado lírico, pero el lirismo es lo que me salvará ante la eternidad. [...] Me siento lleno de poesía, poesía fuerte, llana, fantástica, religiosa, mala, honda, canalla, mística. [...] Ahora trabajo en mi obra San Francisco de Asís que es una cosa completamente nueva y rara. [...] Le remitiré una de las últimas cosas que he hecho, La elegía de los sapos.''
Los adjetivos aplicados a su poesía son también los aplicables a su religiosidad, y esa fe muy suya no dejaba de tener un sustento teológico mucho más profundo de lo que podría parecer a simple vista. Frente al Antiguo Testamento, Cristo vino a decir en el Nuevo que se le viera a Él si se quería conocer a Dios y vino a subvertir el concepto del Yavhé-Zeus Tonante que juega con nosotros, para proponer el de un ``Padre Nuestro'' sin otro rostro que el del Hijo. Y esta teología está presente en la más amplia tradición de la mística española, siempre a contracorriente de la catolicidad oficial. Una teología audazmente sensualizada incluso en su fervor eucarístico. No en balde, muchos años después de la época a que nos hemos estado refiriendo, Lorca tomaría como epígrafe de uno de sus poemas de la Oda al Santísimo Sacramento del altar, precisamente de ``Carne'', esta copla de Lope de Vega: ``Qué bien os quedásteis / galán del cielo, / que es muy de galanes / quedarse en cuerpo.''
Pero esta carnalización del espíritu, con su correspondiente espiritualización de la carne, no podían quedar sin castigo en una sociedad como la vivida por el poeta. Lorca lo comprobó, en 1936, en una cuneta cercana a Granada, pero lo intuyó más de tres lustros antes en El maleficio de la mariposa. El Cucaracho muere, pero la escena de su muerte se ha perdido y sólo queda la última acotación de la obra que habla de una marcha fúnebre, que debió ser de Grieg como el resto de la música que propuso para El maleficio. ¿Cómo reconstruir, hoy, una escena perdida fundamental? Sólo dialogando amorosamente con la obra del poeta.
Una obra adolescente suele ser eco de influencias y de fantasmas propios, de la misma manera en que produce nuevos ecos. No se agota, pues, en sí misma y, para penetrarla efectivamente, es preciso conocer su entorno y calar en su tiempo, en su antes y en su inmediato después. En el caso de Lorca, ese después llega a sus últimos años: los ecos de El maleficio o, mejor dicho, las intuiciones juveniles que le rodearon informan, como obsesiones, eso que la llamada madurez enriquecería y el tiempo permitiría desarrollar a profundidad. El Lorca de Así que pasen cinco años y El público está en El maleficio, como lo está el Lorca de Poeta en Nueva York y Diván del Tamarit.
Y, a la inversa, así como el Lautréamont encontrado por Virginia Higginbotham en el animalismo de Poeta en Nueva York nos permite acercarnos al de El maleficio, creo que es válido reconstruir la enigmática escena perdida de esta obra desde las imágenes de aquel libro. Y, precisamente en el primer poema de Poeta en Nueva York, titulado ``Vuelta de paseo'', Lorca se define y se identifica ``Con los animalitos de cabeza rota / y el agua harapienta de los pies secos. / Con todo lo que tiene cansancio sordomudo / y mariposa ahogada en el tintero. / Tropezando con mi rostro distinto de cada día. / ¡Asesinado por el cielo!'' Creo válido suponer que el Cucaracho poeta adolescente ha sido desde siempre ``asesinado por el cielo'' y ha sido ``su mariposa ahogada en el tintero''. Además, Nueva York también es un mundo de insectos y también está lleno de amores que no son lo que debieran. Así lo canta Lorca en ``Luna y panorama de los insectos'', poema de amor, de la sexta parte de Poeta en Nueva York: ``Los insectos, / los muertos diminutos por las riberas, / dolor en longitud, / yodo en un punto, / las muchedumbres en el alfiler, / el desnudo que amasa la sangre de todos, / y mi amor que no es un caballo ni una quemadura, / criatura de pecho devorado. / ¡Mi amor! / [...] / Los insectos, / los insectos solos, / crepitantes, mordientes, estremecidos, agrupados, / y la luna / con un guante de humo sentada en la puerta de sus derribos...''
También creo válido suponer que el asesinato del pobre poeta -¿pauvre Lelian?- fue consumado con un alfiler, lleno de muchedumbre, y blandido por quien es la autoridad suprema en El maleficio, Doña Cucaracha, la madre, la voz de la razón y de la honra -que prefigura a la madre de Bodas de sangre y a la misma Bernarda Alba-, ese cielo que asesina insectos en una historia que recuerda los laboratorios de biología. Pero el alfiler que clava al insecto, también es válido encontrarlo como aguja en el sexo de un poeta perfectamente humano: en la ``Oda a Walt Whitman'', octava parte de Poeta en Nueva York, Lorca canta el destino trágico de otro poeta, visitado por mariposas y enamorado de lo prohibido, como su Cucaracho: ``Ni un solo momento, viejo hermoso Walt Whitman, / he dejado de ver tu barba llena de mariposas, / ni tus hombros de pana gastados por la luna, / ni tus muslos de Apolo virginal, / ni tu voz como una columna de ceniza; / anciano hermoso como la niebla / que gemías igual que un pájaro / con el sexo atravesado por una aguja...''
Así, he optado por reconstruir la escena faltante: la Mariposa ahogada en un tintero; el Nene asesinado con una aguja que le atraviesa el sexo, por su propia madre, enemiga de todos los poetas; y, en torno a ellos, el crepitar, el morder y el estremecerse de los demás insectos agrupados bajo la luna, en medio de la niebla... Opción, al menos, que desea seguir los ecos de El maleficio adolescente en una obra capital de nuestra lengua, como lo es Poeta en Nueva York.
Pero lo que estas notas buscan es tan sólo calar en el entorno lorquiano para, desde ahí, comenzar a leer El maleficio de la mariposa y encontrarnos con el mundo del poeta adolescente al que es preciso lavarle la cara, para llevar hasta las últimas consecuencias una propuesta simbolista y modernista por la cual corretean Rimbaud y Shakespeare, Lautréamont y Maeterlinck, Verlaine y Rubén Darío, Valle Inclán y el ``Merde!'' primigenio de Jarry, la ironía, la sangre y cualesquiera fluidos corporales, en esa ebullición de elementos siempre contradictorios del esperpento que heredamos del mismísimo Arcipreste, de don Fernando de Rojas y del impresentable cuanto maravilloso Miguel de Cervantes.