La Jornada Semanal, 16 de agosto de 1998
Uno de los aspectos más importantes del pop art es el de valerse de otros medios de reproducción cultural para establecer una circulación de motivos única en la historia del arte. Lelia Driben analiza estas relaciones en esta notable reseña de la muestra de la obra de Roy Lichtenstein instalada en nuestra catedral del art déco.
Roy Lichtenstein, una de las figuras capitales del pop art norteamericano, ocupa actualmente varias salas del primer piso y la planta baja, en el Museo del Palacio de Bellas Artes. La exposición, titulada Roy Lichtenstein, imágenes reconocibles, está compuesta por pinturas, esculturas y obras gráficas cuyas fechas se extienden desde 1964-65 hasta los años noventa, aunque una pequeña y longuilínea talla de madera llamada India con niño -puesta ahí al parecer para testimoniar actitudes estéticas anteriores por su forma clásico-moderna- es de 1952-53.
Realizada en colaboración con el Museo de Monterrey, con el patrocinio de BMW de México, el apoyo del Grupo Jumex, de Seguros Monterrey Aetna y la cortesía del hotel Camino Real, la muestra emerge como el resultado de un esfuerzo conjunto entre varias empresas privadas y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, a través del Instituto Nacional de Bellas Artes y del mismo museo.
Surgido al comenzar la vertiginosa década de los años sesenta, al movimiento pop le tocó la experiencia histórica de fundar una nueva propuesta iconográfica opuesta al predominio en Nueva York, durante más de diez años, del casi excluyente expresionismo abstracto. Al compás de esos cambios, los artistas norteamericanos del pop -el precursor más inmediato que fue Jasper Johns, Andy Warhol, Roberto Rauschenberg, James Rosenquist, Claes Oldemburg, Robert Indiana y el mismo Lichtenstein, entre otros- practicaban una concepción de la bidimensionalidad del cuadro, de la puesta de la pintura sobre la superficie y del formato de la misma, que se diferenciaba críticamente de la corriente expresionista abstracta y del tratamiento que hasta entonces, mayoritariamente, la modernidad diera al espacio del cuadro. Los cambios de formato, el adosamiento de objetos al mismo, el particular modo en el uso del collage, la introducción de técnicas diversas de reproducción masiva, etcétera, daban cuenta de tales transformaciones. Pero el componente más visible y escandaloso para la época se centraba en los temas elegidos: enseres de la vida cotidiana, jerarquización de los objetos de consumo masivo, introducción de imágenes provenientes de la publicidad y del cine, materiales hasta entonces vulgares que adquirían estatuto artístico, desde un pedazo de carne hasta la suntuosa tersura de un automóvil último modelo.
Análogo procedimiento invadía a la escultura: sus ejecutantes, recogiendo el lazo arrojado por Duchamp y otros dadaístas, colocaban a la obra de volumen entre la escultura y el arte objeto, alimentando, de ese modo, el posterior desarrollo que alcanzó el objet d'art y la instalación.
Con la reserva irónica concentrada en los temas de la sociedad del momento, el pop art hacía reemerger una nueva articulación del realismo, que a veces reproducía en el espacio, el papel o la tela, la logicidad de la organización de las cosas propia de aquella tendencia histórica, pero que, en muchas otras ocasiones, subvertía tal ordenamiento, ubicándose así, en cierto modo y con diferencias, en la herencia de los pintores surrealistas. Hay, sin duda, otro precursor muy claro: Edward Hopper, quien, en pleno fervor abstracto y aún bastante tiempo antes de esa escuela, practicaba una solitaria representación verosímil en la que aparecían fragmentos de la vida moderna norteamericana.
El aporte más significativo consumado por Roy Lichtenstein a las innovaciones del pop, fue su glosa, sobre la tela del cuadro, del comic y de la textura que éste poseía en el papel periódico. Las pinturas Masterpiece (1962), Científico loco (1963), Lo sé... Brad (1963), Torpedo...Los! (1963) y Bkan (1962), son algunos ejemplos; ninguna de ellas está en la exposición del Museo de Bellas Artes. ¿A qué apunta esta transposición de una imagen y de un sistema dado, el de la historieta, hacia los cánones de otro sistema, el de la pintura?, ¿pretente sólo retomar, prestigiándolos, los elementos de la cultura popular que surcan a la sociedad estadunidense del momento? Si nos limitamos a estos indudables presupuestos, nos quedamos cortos. Por el contrario, si buscamos otros resortes propositivos implícitos en la repetición y en la glosa, estaremos penetrando en todo otro marco conceptual que sustentó a Lichtenstein y al arte pop en general y que emerge como una de las claves de la vanguardia.
Los pintores de los siglos pasados retrataban a sus modelos en vivo, en la intimidad del taller o del salón real. En cambio, Warhol reprodujo los rostros públicos de Marilyn Monroe, Liz Taylor o la señora Kennedy; Rauschenberg hizo lo propio con el nombrado presidente; Rosenquist tomó a Joan Crawford y también a Kennedy, y Lichtenstein hizo lo propio con Popeye y otros personajes de historieta. Es decir, las figuras pintadas por estos artistas crean la ilusión de realidad, permiten que el espectador identifique a sus mitos populares, pero, al fracturar el contexto global de la imagen descolocando a sus objetos de su ubicación tal como podría ser vista en lo real, instauran un distanciamiento respecto al realismo tradicional, una incisión conceptual. Toman, insisto, a sus modelos de carteles, revistas y de la pantalla cinematográfica; es decir, se valen de otros medios de reproducción cultural, estableciendo una circulación de motivos que se mantienen dentro de una diversidad de corpus intelectuales.
En ese marco, la obra de Roy Lichtenstein reconoce por lo menos dos niveles de intersección entre su propia materialidad y otras manifestaciones de la cultura y el arte. La textura granulada de la historieta provee a uno de esos cruces un ordenamiento de puntos y rayas que, junto a la conformación de figuras y objetos por medio del dibujo, fijarán una constante a lo largo de toda la producción de este autor. Y accionarán, simultáneamente, su desagregación de la reproducción ilusionista. Otro punto de intersección sitúa a Lichtenstein como alguien que, desde su propia aventura visual, reflexiona acerca de los distintos movimientos que pueblan al arte del siglo XX; o, para decirlo en otros términos, como un historiador que prueba a la historia de las formas en el interior de su producción. Por eso alterna entre la figuración y la abstracción geométrica, o entre algún daliniano rasgo surrealista y el cubismo.
Promueve, análogamente, juegos de contrastes, trastocamientos y forzamientos entre los materiales, así como disparidades. Por eso en 1967 y 1968 concreta esculturas de latón dorado que simulan bronce para evocar partes de escaleras y otros acompañamientos arquitectónicos con aire arte decó, mientras que usa el bronce pintado y esmaltado, en esculturas próximas al arte objeto como espejos, tazas y jarras. Hoy, frente el despliegue y el mayor grado de irreverencia que atestiguan muchos resultados del arte objeto y la instalación, tales tazas, jarras y vasos trasuntan cierta rigidez, pero como derivador de las propuestas sesentinas, estas volumetrías de Lichtenstein guardan un incuestionable valor histórico.
Cabe agregar, finalmente, que otra cuerda de inflexión reflexiva en torno al problema de la representación vehiculizada por este artista, aflora simbólicamente en el tema del espejo y del agua presente, justamente, en su jarrones, espejos, tazas y vasos ampliamente mostrados en la exposición de Bellas Artes. Se trata, en suma, de unidades de un acervo doméstico que recrean al bodegón y a la naturaleza muerta -otra recurrencia a un género histórico- cuya inmediatez inicial está tensada por un proceso de hieratización cuyo sustento teórico hace de su autor uno de los cabales representantes de la vanguardia.