Nuestro suplemento, en sus últimos números, ha estado lleno de Cuba. Hemos recogido materiales creados en la querida Isla o en los muchos lugares en donde habitan los miembros de las distintas diásporas. Como siempre, el panorama es deslumbrador, pues Cuba y literatura son palabras que han estado muy juntas a través de los años, los daños, los desengaños y los regocijos. Para demostrar esta enfática teoría, es necesario dar un brinco en el tiempo y recordar algunos nombres fundamentales de las letras insulares. No se trata de una investigación sistemática sino de un recuento a vuela pluma para declarar admiraciones. Empecemos por José María Heredia, nacido en Santiago de Cuba en 1803 y muerto en México en 1839. Heredia inicia la poesía sobre Cuba y para Cuba. Poeta civil y visionario, apoya con su voz al liberalismo español, a Riego y a los reformadores democráticos de la declinante España ``de charanga y pandereta'', de espadones golpistas y monarquías dominadas por taumaturgas delirantes y consejeros de mentes contrahechas. El ``Teocalli'' de la cultura de México, país que le dio asilo y recomienzo, se alza revivido en uno de los mejores poemas de Heredia, también admirado cantor de las inmensas aguas del Niágara. En su ostracismo, la isla de la infancia fue una memoria amable y dolorosa a la vez: ``las palmas ¡ay! las palmas deliciosas que en las llanuras de mi ardiente patria nacen del sol a la sonrisa y crecen y al soplo de las brisas del oceano bajo un cielo purísimo se mecen''. El mulato ``Plácido'' y José Jacinto Milanés continúan los esfuerzos por implantar el romanticismo. Muchos cubanos recuerdan el poema escrito por ``Plácido'' en la cárcel poco antes de ser ejecutado: ``fuera de Vos, Señor, el todo es nada que en la insondable eternidad perece...'' Por su parte, el Padre Valera, a través de sus enseñanzas y textos escolásticos, se adelanta a los iniciadores de una independencia filosófica precursora de la lucha por la independencia política. Tuvieron preocupaciones similares José Antonio Saco, José de la Luz y Caballero, los novelistas Suárez y Romero y Villaverde y Juan Clemente Zenea. Lugar especial merece Gertrudis Gómez de Avellaneda, estudiada por los dómines rigoristas en el apartado de la literatura peninsular y, en particular, castellana. Doña Gertrudis, quien pasó la mayor parte de su vida en España, fue una poeta romántica poderosa y original. Escribió una novela de acento cubano: Sab, cuyo protagonista es el esclavo mulato, Dolores. Algunos críticos la consideran como la principal escritora latinoamericana del siglo XIX. Esas calificaciones son, a veces, caprichosas, pero, sin la menor duda, doña Gertrudis, ``española de ultramar'' y de alma plenamente cubana, merece nuestra atención más esmerada, y la relectura de su obra siempre despierta nuestro interés y nuestra admiración. Los Versos sencillos y los Versos libres son grandes momentos de la poesía lírica. Su autor, José Martí, es el más universal de los cubanos, el más cubano de los grandes pensadores universales. Preside la literatura de la isla y sigue señalando el camino a su pueblo. Mucho se habla de su pensamiento político, que casi siempre se interpreta de acuerdo con lo que conviene a los exégetas (algo parecido hacemos los mexicanos con el pensamiento de Benito Juárez. Por eso, a últimas fechas, hemos perdido muchos rumbos y nos aqueja la desorientación). Este fenómeno nos obliga a regresar con frecuencia a su lectura, pues, como dice el infatigable ordenador Prampolini, hay en Martí ``un poderoso y sutil espíritu angélico''. Tal vez lo más notable de su vida y de su obra haya sido su humanismo profundo, su heroica confianza en la bondad auténtica, que, en lo colectivo, se realiza en la solidaridad y en la libertad, conceptos que, para nuestro infortunio, generalmente no van juntos. En los dinteles del siglo XX murió, muy joven, Julián del Casal, cuya obra de rara intensidad poética bebió en las fuentes del simbolismo. Lo mataron el demonio baudeleriano del tedio y un pesimismo radical. Sobre todo esto, triunfa su amor por las palabras y su ingenua creencia en la redención por la poesía. La Cuba independiente fue, en sus principios, el esperado ``jardín martiano'' con sus floraciones abundantes y súbitas: Marinello, Brull, Florit, Guirao, Navarro Luna, Guillén (Motivos del son, Sóngoro Cosongo y West Indies Ltd mantienen su imponente frescura original), Ballagas... Todo se mueve y progresa hasta llegar a Orígenes, el momento auroral presidido por Lezama Lima y Gastón Baquero. Y sigue la aventura de esta isla inmensamente inteligente y creativa. Siguen Alejo, Virgilio, Cintio, Fina, Dulce María, Eliseo, Guillermo, Severo, Reinaldo, Pablo Armando, Miguel, Pío, Abilio, Arturo, el hijo de Eliseo que hace tan buenas novelas, çngel, Justo, Lidia, Heberto, José, Orlando, María Elena, Lisandro... siguen (vivos o nada más en sus obras, en la casa o fuera de la casa) y seguirán, pues la literatura cubana es y será una hermosa y contradictoria aventura del espíritu del hombre. ``Comprendo y sigo garabateando en la arena. Como un niño inocente que hace lo que le dictan desde el cielo'', decía y dice Gastón Baquero. HGV
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Tengo un amigo que se llama Juan Manuel Rodrigo, y vive en Caballero de Gracia 10, entre la calle de la Montera y la de Virgen de los Peligros. ¿Dónde?, ¿dónde va a ser?, ¿cabe ubicación más española? Pues, claro, mi amigo vive en el Madrid viejo, el Madrid de Fortunata y Jacinta. Tiene ahí Juan Manuel, en el último piso de un edificio sólido, muy europeo, con portero diligente y ascensor de reja en el vano de la escalera de madera, dos departamentos unidos por una terraza soleada y deliciosa. Mi amigo es robusto, de unos 45 años, de barba negra y cerrada y generosísimo. De paso por Madrid me alojo en su casa. -Cuántas golondrinas -observo en voz alta al verlas deslizarse allá arriba. ``La golondrina de escritura hebrea'', dice Gorostiza, esbelta y oscura, pájaro heráldico, de lujo, con alas puntiaguadas y cola de frac, hace verano: estoy reclinado en la hamaca, en la terraza del Madrid galdosiano, comiendo cerezas recién cortadas en Gavilanes, pueblo de la provincia de çvila, mirando el lento y esforzado crepúsculo. -No son golondrinas -puntualiza Juan Manuel Rodrigo-, son vencejos. ``Vencejo'', la palabra se hunde en mi conciencia y hace vibrar viejísimos recuerdos. Nunca la había oído, sólo leído. ¿Dónde? En un cuento infantil ilustrado que se llamaba, creo así, ``El Vencejo''. No la había oído, digo, y menos pronunciada así, a la española, con esa C de lengua entre los dientes y esa profunda J, casi árabe. Y nunca había visto, tampoco, un vencejo. Era para mí un animal literario, tan irreal como el dragón o el unicornio. No es raro; hay otros pájaros infantiles que no he visto nunca, pájaros de cuento con discretos y elegantes nombres: el mirlo, la alondra y, claro, el más poético de todos, el ruiseñor, la dulce Filomela que canta en la noche. ¿Podrías tú reconocer un mirlo, una alondra o un ruiseñor? Pero tampoco voy a decir que no reconozco ningún pájaro. Identifico al canario elemental, desde luego, ¿quién no? Y he visto al zenzontle, versión mexicana del ruiseñor, y es tan grande y lucidor que parece rey shakespereano de la volatería nacional, y lo he visto, como calificó López Velarde, ``impávido''. Todos los otros pájaros, tiendo a identificarlos indiscriminadamente como tordos. ``Es un tordo'', juzgo con total irresponsabilidad.
Juan Manuel Rodrigo también me enseñó un bogavante, y también sentí con esa palabra la emoción de un nombre viejo y olvidado. ¿Dónde habré leído esa palabra? ¿En un cuento de Pinocho y Chapete que tanto me gustaban? No lo sé. Bogavante. Pero eso no fue al aire libre, sino en un restaurante, porque el bogavante no es pájaro, es crustáceo, una especie de langosta, pero menos rojo. Es delicioso. -Ese mueble -me dice la pequeña Amalia, de cinco años, hija de Rodrigo y Amor, su esposa- es de mi padre. Aquí los niños no dicen, como en México, ``mi papá'', sino ``mi padre''. Tan chiquita y ya con la vehemencia española, no me canso de oírla. Es contento y maravilla oírla explicar cualquier cosa. Cómo usa ya el idioma esa niña; creyera uno estar ante Azorín o algún otro maestro de la lengua. Ya en la noche, al bajar al cuarto donde me alojaba, un piso abajo de donde vive Rodrigo, sentí por un momento algo que hacía años que no sentía. Iba solo y muy cansado, porque no había dormido, o sí, un rato en el avión, pero poco, y la escalera estaba muy oscura. Y de pronto sentí miedo. Ese viejo miedo infantil a la oscuridad. ``¿Y si hay alguien, o algo, ahí, en lo oscuro?'' Me detuve. Reconocí mi miedo, casi puedo decir que lo saludé como a un viejo conocido que hace años que no ves. ``¿Cómo?, ¿tú aquí?'' Pero no retrocedí. ``Lo que sea que suene'', me dije, y empecé a bajar la escalera. Y claro, como avancé hacia el miedo, el miedo se fue. Llegué sin novedad a mi cuarto y me dormí agotado. Ese miedo es muy primitivo. Wittgenstein, que a veces lo padecía, observa que sólo se lo podía quitar rezando. Simbad el Marino aconsejaba, en cambio, cantar, o, al menos, silbar alguna melodía, para conjurarlo. Para mí ese miedo fue como otro pájaro infantil, irreal y fantasioso, que venía a visitarme agitando sus alas en la negrura de la escalera recordándome que, aunque tengo ya 56 años, sigo siendo el mismo que fui cuando leía los cuentos del vencejo, el bogavante y el mirlo blanco.
Hace algunas semanas escuché por la televisión al vocero de la Liga en Defensa del Feto Agraviado, en un ``debate'' sobre la despenalización del aborto. Según él, la vida de todo ser humano comienza en el momento de la concepción. Esto es: que uno empieza a existir en algún momento entre el ``aaaaahhhh'' y los cigarros lánguidos, que uno viene ya creciendo en el ``ponte algo en la tele, ¿no?'', y que cualquiera de nosotros ya tenía ``alma'' sujeta a la condenación eterna o a la salvación jubilosa mientras nuestra madre se cepillaba los dientes. Según el vocero de la Liga por la Defensa del Feto Consentido, todos somos un clic. Somos así de pronto, como el borracho que aparece detrás de la pareja en la boda y cuya presencia bobalicona sólo podremos constatar cuando revelamos la foto, varios meses después. Pero no sólo. La metafísica idea de que el espermatozoide pillando al óvulo éramos ya nosotros, y no algún proyecto vago o un descuido por la falta de farmacias cercanas, implica: Que todos somos un promedio de nueve meses más viejos de lo que pensábamos. Que, siendo así, nuestras actas de nacimiento no deberían especificar el lugar de nacimiento como ``ciudad de México'', ``Puerto de Veracruz'' o ``Guadalajara'', sino como ``Hotel Mocambo'', ``Volkswagen 74'' o ``Parque Arboledas y/o Elevador Steele, capacidad máxima 200 kilos''.
Que tenemos, pues, un pasado de casi un año más. Para algunas personas esto acarrea un trastorno: les cambia de signo zodiacal. Para otras, como yo, implica difíciles preguntas de nuestros psicoanalistas: ¿qué tan agarrado estaba usted a la pared uterina, lo recuerda? ¿Diría que se colgaba de ella o sólo se apoyaba un poco? ¿Era usted un tejido bien estructurado o era un indolente desde el principio? Cuando dice ``mi papá'', ¿se refiere a su padre, o al Papanicolau de cuando lo descubrieron? Yo no recuerdo nada de esa época. Que yo sepa, sólo el doctor Timothy Leary en sus ``viajes'' de LSD dijo haber alcanzado su memoria ``prenatal'', aunque sus amigos declararon que, más bien, se cayó de bruces en una cama de agua de la que trató de salir durante doce horas. Luego, en el programa de tele, el vocero del Comité Pro-Tejido Intocable enseñó lo que, a su científica consideración, era un embrión abortado. No extrajo de la chistera un entramado de células no diferenciadas, sino un niñito de rosca de Reyes. De veras. No sé si él cree que los embriones son hombrecitos que vienen ya listos, con traje y corbata, medio ahogándose en el semen con sus portafolios y sus celulares, pero traía un bebé sentado, de color rosa, tallándose un ojo. -Esto es lo que los legalizadores del aborto van a asesinar -dijo y sentó al niño de Reyes sobre el escritorio de su entrevistador como si hubiera extraído la Piedra Filosal. Y nadie le respondió algo coherente, como que los fetos ya crecidos son, si acaso, las difusas imágenes de los ultrasonidos en monitores de blanco y negro (``mire con atención, ahí se ve su mano'', dice la enfermera, y todo lo que alcanza uno a ver es la cara descompuesta y mal sintonizada de un comentarista del Canal 40) o que, a la edad en que se suspenden los embarazos, son esos amasijos en color ámbar con un punto negro por ojo, frente a las cuales todo el mundo se siente obligado a ver en sus viscosidades algo lejanamente relacionado con Odisea 2001. El entrevistador hubiera hecho bien en sacar una imagen más publicitable que el bebé de plástico rosa: el ``Whatizit'', el emblema de la Olimpiada de Atlanta '96, y ponerse a jugar guerritas. Pero, más tarde, el defensor de los ``derechos'' del tejido embrionario opinó que, en el caso de que los intereses de un tejido agarrado a la pared del útero de una mujer entren en contradicción con la vida y los deseos de la mujer misma, los intereses del tejido deberían prevalecer. No explicó por qué él, como vocero, estaba capacitado para decidir lo que todas las madres deberían hacer, es decir, no elegir. No dijo. Sólo se quedó ahí, jugando en el escritorio con su niño de la rosca, fascinado por el ``milagro de la vida''. Tampoco especificó los ``derechos'' del tejido celular. Lo que me imagino es que cree que debe discutirse si la madre incurre en delitos graves por detener al tejido durante más de tres días sin auto de formal prisión o que los tejidos tienen derecho a votar y a ser votados y que, por lo tanto, hay que exigir que los debates del Congreso sean transmitidos intrauterinamente. Así -imagino que él imagina- la educación cívica les llegaría a los tejidos, antes que la sexual. Y todos acabaríamos pidiéndole permiso a nuestro ``jefe de manzana'' para besar a nuestras parejas en privado.
``Sobreabundancia'': dos grandes escritores cubanos del siglo XX han solicitado esta palabra para plantear sus ideas estéticas. En un ensayo memorable, ``Necesidad de la poesía'', Eliseo Diego nos dice que la vida de algunos hombres y mujeres muy sencillos nos hace a veces el efecto del más satisfactorio de los poemas; enseguida, nos hace notar que si a estas personas les pidiéramos que escribiesen versos, sin duda se sonreirían: ``no les hacen, literalmente, falta''. Por eso, concluye el autor de Inventario de asombros, al gran arte popular debe entendérsele ``como un desbordamiento, una sobreabundancia. De aquí su transparencia inimitable, su vigor, su frescura''. Por su lado, al describir la forma en que el discurso científico y el arte intercambian la utilería de sus representaciones durante el primer Barroco, Severo Sarduy explica cómo la ciencia empleaba en la exposición de sus hipótesis el arte del arreglo, pero escondía sus argucias tras la apariencia de un rigor cercano al grado cero de la teatralidad, como si esa fuera la condición para que su reflejo en el espacio de los símbolos tuviera ``la levadura de la sobreabundancia, el germen de la proliferación...'' En Mi vida con los delfines confluyen dos registros complementarios de la literatura cubana: la visión de una poesía nacida del principio de necesidad, y la idea de un arte cuyos signos giran y se expanden hacia los límites del pensamiento: Eliseo Diego y Sarduy, Lezama Lima y Martí, Carpentier y Guillén, ejes de una misma espiral imaginante. Orlando González Esteva (Cuba, 1952), el autor de esta singular poética delfinaria, comulga con los misterios del círculo. Para él, irreverencia y tradición, arte culto y folclor, lo minúsculo y lo inconmensurable ocupan posiciones a la cola y al frente de un mismo cuerpo: la redondilla. Compuesta de cuatro versos octosílabos, esta forma poética revela su naturaleza circular en la obligación retórica de que su primera línea rime con la final. Las ocho sílabas iniciales proponen un enigma sonoro que en el último verso vuelve sobre sí mismo: el término remite al origen, el misterio comunica con el misterio. Trazada la maqueta discoidal de la estrofa, el perfil rectangular que dibuja en el papel debe aceptarse como una de esas formaciones aparentes con que las realidades complejas se manifiestan a primera vista. Como se sabe, a una esfera se le confunde fácilmente con un plano. Pero en sentido estricto, una redondilla no empieza ni termina; como un Ouroboros, se devora y se crea a sí misma. El momento de este poemilla, tal y como González Esteva lo ha cultivado en sus dos títulos de poesía más recientes, Fosa común y Escrito para borrar, es el de una cosmogonía: todo está siempre a punto de ocurrir, tanto como a punto de no producirse. Y no es un abuso el símil con el soplo genésico: dueño del espacio circulatorio de su estrofa, el poeta vuelve a inventar el mundo en cada vuelta, y al descubrir su poder se pone a ejercerlo con una alegría inmensa: ``Un cochero celestial/ se detiene en los umbrales/ del silencio: no hay señales/ del árbol del Bien y el Mal.// El son desciende. La puerta/ se embosca, cruje. El son pasa./ Y el silencio es ya una brasa/ contra la nada desierta.'' Mi vida con los delfines comienza como una larga reflexión en prosa referente a la práctica del verso, pero ya metida en honduras se transforma en una poética especular. Si la redondilla es un círculo que contiene al mundo, el ensayo destinado a explorar su naturaleza representa un intento de asomarse sobre el mirador del mundo. Entonces, la codicia del texto se torna en alucinada desmesura, y convertido en esa poesía que la poesía no es, para decirlo con la luminosa fórmula de Pasolini, despliega un juego de asociaciones potencialmente infinito. Antes de la primera redondilla, trueno, gaviota, cocuyo y güiro, el mar y el son estelar existían sin orden o concierto, sin vibración ni movimiento, estáticos, replegados. Entonces aparecieron dos luces, blanca y negra, que hicieron surgir dos gotas, blanca y negra. En el interior de cada gota, la mirada descubre los caminos que llevan de una realidad a otra, el alboroto de la vida. Estamos en el núcleo del misterio. Bien guardado en su celda, ese núcleo va a proliferar, va a aglomerar las imágenes más distantes. El poema compuesto en redondillas, afirma Orlando González Esteva, es como ``una clepsidra verbal donde vemos caer, gota a gota, con una lentitud rayana en la inmovilidad, la sustancia de que estamos hechos''. Un arte que vislumbra su más allá en la opulencia de lo real, en la sobreabundancia, debe emplear todos los medios para fisgonear en el complicado interior de cada cosa y hacer que sus misterios comuniquen. González Esteva encuentra que, colocadas en el espacio de una forma tradicional, sometidas a las exigencias del metro y de la rima, las cosas dialogan solas; desperezadas, las palabras ofrecen todos sus recursos y dejan entrar en la voz, como quería Alfonso Reyes, cierto tono coloquial, cierto prosaísmo. Como esos delfines empleados en el tratamiento del autismo, los versos de González Esteva se empeñan en sacar a las cosas de sus términos, en invitarlas a intercambiar olores y sabores. Convertida en la olla de un puchero universal, la estrofa se desborda a sí misma. Redondilla: una forma para trasvasar las apariciones de lo real, tan precarias, a esa otra forma del tiempo que es la poesía: ``El tiempo no representa/ la edad que tiene. Quizás/ el tiempo corre hacia atrás/ y nadie se ha dado cuenta.// Mientras el olvidadizo/ del hombre sigue adelante,/ el tiempo raudo, fragante,/ irrumpe en el paraíso.''
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