La Jornada Semanal, 16 de agosto de 1998



Abilio Estévez

novela (fragmento)

Tuyo es el reino

Abilio Estévez es el multifacético y originalísimo autor de La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea, La noche y Manual de las tentaciones, obras que han obtenido importantes premios de la crítica, como el Tirso de Molina y el Luis Cernuda. Ofrecemos este adelanto de reciente aparición en Tusquets.

El reloj de la señorita Berta está marcando las once y trece minutos mientras ella lee sobre Barrabás en Figuras de la pasión del Señor. Sentada a la mesa de comer, una pequeña lámpara ilumina bien las hojas amarillas y de grandes letras del libro. Desde sus años de estudiante, tiene la señorita Berta la costumbre de leer a la mesa. Y tiene también la costumbre de ir bebiendo sorbos de tilo frío mientras lee, que ella, muy temprano, lo primero que hace después de asearse y antes de preparase para las clases es hervir un gran jarro de cocimiento de tilo que después pone a refrescar y coloca en el refrigerador. El tilo la calma, la ayuda a pensar con claridad. Y por la noche, la ayuda a dormir. También, mientras lee, tiene la costumbre de marcar las palabras con los labios. Algo que no le permite a los alumnos y que ella no ha podido eliminar nunca. Además, le gusta hurgarse la nariz y sacar los pies de las chancletas y depositar las plantas callosas y cansadas en el piso. Son más o menos los hábitos de la señorita Berta mientras lee. Tiene otros; no son tan persistentes como éstos, adquiridos hace más de cincuenta años. Aunque quizá habría que agregar otra costumbre: levantarse cada cierto tiempo para observar el sueño de doña Juana.

Sigilosa, con suma precaución, la señorita entra al cuarto y, sin siquiera encender la luz, se detiene frente a la cama de la madre. Se inclina no sólo para ver, sino también escuchar, cómo respira la anciana. Doña Juana duerme boca arriba, las manos cruzadas sobre el pecho, prendido de ellas el rosario, como si quisiera adelantársele a la muerte, como si quisiera que esa última posición fuera lo más natural posible. A veces, la señorita Berta hasta se olvida de las lecturas piadosas y queda allí, en el cuarto, y observa el modo en que sube y baja el gran pecho de la madre, y estudia como puede en medio de la oscuridad, la expresion que adquiere el semblante de doña Juana, no diferente a la de cuando está despierta. La señorita Berta espera. Hace mucho que espera. El doctor Orozco le dijo una tarde que a doña Juana le quedaban a lo sumo seis meses de vida. Hace teinta años de esa profecía y veinticinco que el doctor Orozco descansa en el panteón de la Logia Unión Ibérica del Cementerio de Colón. Este año doña Juana cumplió noventa. La señorita Berta no ha llamado más al médico. Espera. Estudia, se prepara, y sobre todo observa. Allí, en la oscuridad, sigue el ritmo no tan acompasado de la respiración de la madre. Mira con detenimiento, y estudia palmo a palmo el cuerpo vasto. Hay noches en que el tilo no sirve y la señorita Berta pierde la paciencia, busca una linternita que guarda en la gaveta de la mesa de noche e ilumina el cuerpo de la anciana. Doña Juana, en tanto, duerme maravillosamente y jamás altera el ritmo de su respiración. Doña Juana se entrega al sueño con la seguridad de los que nacieron para eternos.

No pasa la página, no puede leer, no entiende lo que lee, y vuelve una y otra vez sobre las mismas palabras y nada, no hay modo de saber lo que le está ocurriendo a Barrabás en las viñas esas adonde va. La señorita Berta levanta los ojos hacia la ventana. Vuelve la cabeza hacia el cuarto, la vuelve hacia la cocina. No hay nadie, por supuesto. ¿Quién iba a haber? Persiste, de todos modos, la sensación de que alguien la observa, de que alguien, apostado en algún rincón, sigue cada uno de sus movimientos con insidiosa curiosidad, con grosera terquedad. Deja el libro, apaga la lámpara, se acerca a la ventana y abre los postigos con el convencimiento de que va a encontrar los ojos que tanto la molestan. En la galería no hay nadie, al parecer. No ve más que una confusa oscuridad de viento, árboles y hojas. Entra el aire por las ventanas, húmedo y con olor a tierra, con olor a lluvia. Vuelve a cerrar. Deambula por la sala-comedor diciéndose que es una tonta, una loca, está bueno ya de estupideces, nadie, absolutamente nadie, la observa. Al mismo tiempo, sin embargo, se descubre adoptando actitudes, ¿es que uno nunca es uno cuando está delante de los demás, o es que uno sólo es uno cuando está delante de los demás? ¿Y dónde están los ojos? No sabe, no puede saber dónde están los ojos, lo más terrible es que los ojos están en todas partes. Y la señorita Berta se deja caer en la butaca de muaré y hurga en su nariz. Recuerda que hace unos meses, por mayo o junio (Domingo de Pentecostés) se sintió observada por primera vez. En la parroquia. Bien temprano. No había nadie. Se había terminado la misa de seis y faltaba todavía para la próxima, y no había llegado nadie. Ella se sentó en el primer banco, y después se arrodilló para rezar y allí, arrodillada, sintió que la estaban mirando. Experimentó una sensación tan viva que se sobresaltó, incluso se puso de pie y miró hacia atrás, buscó entre las columnas, con el convencimiento de que alguien había entrado a la parroquia. Nadie había, sin embargo. Nadie. La señorita Berta regresó al banco, trató de rezar, intentó decir el Credo, varias veces alzó los ojos hacia el Cristo del altar mayor, con las sangrantes heridas de color sepia y la piel de cera, el pelo endrino, los ojos dulcemente cerrados, y no pudo decir el Credo, las palabras escapaban de su mente borradas por aquella mirada que recorría su cuerpo como una mano enfangada. Volvió a recorrer con la mirada la nave desierta de la parroquia. Creyó ver el fulgor de unos ojos en el confesionario, y se dijo que a lo mejor el padre Fuentes estaba allí esperando su arrepentimiento, y rió para sus adentros. Qué tonta soy, ni que fuera la primera vez que el padre Fuentes me espera en el confesionario, y se dirigió al lujoso mueble de caoba y cayó de rodillas en el reclinatorio y, como siempre, comenzó el arrepentimiento con una exclamación, padre, soy tan desdichada, he vuelto a pecar. Tuvo la impresión de que del otro lado le respondían, como siempre, con un carraspeo y un movimiento de cabeza, afirmación o negación (nunca sabía), y el gesto de la mano que, más que de sacerdote, simulaba de director de orquesta. He vuelto a dudar, padre, exclamó, y bajó los ojos porque la ruborizaba confesarlo, no tanto por la atrocidad que implicaba como por repetir la misma frase cada domingo, dijo que había blasfemado una vez más, que había tenido pensamientos impuros para con Nuestro Señor, que había puesto en tela de juicio su magnánima obra, que se había referido a El con palabas soeces. Y quedó esperando a que el padre Fuentes comenzara con un Bueno, veamos, su responso y su castigo. En cambio, la única respuesta fue una risita. La señorita Berta se incorporó de un salto, sin tener en cuenta la artrosis, y se sintió tan indignada que tuvo deseos de llorar. No se detuvo a medir las consecuencias de su acto, abrió la puertecita del confesionario y, aunque tuvo por un segundo la sensación de que sus ojos se encontraban con otros inquisitivos, burlones, prepotentes, descubrió vacío el banco del sacerdote y retrocedió con el miedo que provoca el no tener a qué temer. Levantó los ojos y descubrió los ojos en el fresco. El Cristo (esta vez rubio) ofreciendo sus manos en señal de bondadosa entrega, la miraba con expresión tan dulce que sólo podía ser irónica. No importó que la señorita Berta retrocediera hasta el baptisterio, los ojos la siguieron hasta allí, y luego fueron junto con ella a lo largo de la nave, hasta el altar mayor, y cuando la señorita Berta no pudo más y vio aparecer al padre Fuentes y se echó a llorar como una loca, los ojos no tuvieron la benevolencia de apartarse sino que siguieron clavados en ella con actitud de franca burla. Claro que ahora, sentada en la butaca de muaré, y mientras busca con el índice en su nariz, tiene la certeza de que aquella fue una confusión, que los ojos del Cristo en el fresco de la parroquia no fueron los que la miraron, de haber sido así hubiera sucedido sólo en la parroquia, no en la plaza de Marianao ni en la Quincallera ni en el aula ni en su propia casa como ahora sucede. Y cierra los ojos para huir de la mirada. Sólo que el cerrarlos no sirve de nada y continúa con la mirada que es una mano enfangada sobre su cuerpo, sobre todo su cuerpo, acariciándola. Y la señorita Berta levanta los ojos al cielo, que no es el cielo sino el techo de la casa manchado por la humedad, y dice Señor, si eres Tú, escucha mi ruego, deja de mirarme, olvídame, no tomes tanto trabajo por mí, por esta humilde sierva tuya, no me ilumines con tus ojos, déjame permanecer en la oscuridad de tu ignorancia, Señor, no me distingas con esa insistencia tuya, aparta de mí Tu divina curiosidad, no me destaques, no me des la importancia que no merezco. Así clama y no por eso deja de saber que la miran. Y lo repite varias veces porque descubre que cuando habla es menor la insistencia de la mirada. Y, como si Dios hubiera decidido responderle, se oyen, tímidos, unos golpes en la puerta.