Masiosare, domingo 16 de agosto de 1998
Los mensajes electrónicos son nuestros compañeros permanentes a finales de este milenio: radio, televisión y hasta los digitales que circulan por lo que ahora se llama Internet. Quizá el denominador común de estos nuevos entes es lo efímero de su existencia. Se liberan una y otra de vez del molde magnético o físico que los atrapa, cual moderna tela de araña de ideas, y se convierten en las señales visibles y audibles que vuelan a nuestros sentidos. Tropel no siempre invitado, invade con su griterío nuestros espacios más privados. Con su terquedad ciega, propia de su producción mecánica, pisotean lo íntimo, con el torrente de lo público. Y luego, como suspiros, se disuelven sin dejar huella en el aire que nos rodea.
¿Sin dejar huella? Quizá física no. Pero como los suspiros que dejan su marca indeleble en el alma ansiosa de ellos, estos fugaces visitantes troquelan las inteligencias que tocan. Voces, imágenes y sonidos que circulan por ahí, no identificados, ni identificables, pero marcando el sentido de nuestras decisiones más importantes. Desde qué vamos a comer hoy, hasta en quién vamos a delegar nuestra confianza para gobernarnos. El anonimato de estos fantasmas etéreos es, sin embargo, algo remediable. Cuestión, sólo, de bautizarlos, inscribirlos en un registro y darles la capacidad para que presenten su tarjeta de visita. Llegados a este punto surgen dos preguntas inmediatas para el lector curioso: ¿Qué utilidad tendría identificar a estos intrusos electrónicos? ¿Y cómo es posible hacerlo?
Con respecto a la primera pregunta, la respuesta varía en función de los distintos grupos y sus intereses. Las autoridades podrían desear saber qué proporción de mensajes publicitarios y qué porcentaje de mensajes públicos se transmiten, para vigilar el cumplimiento de la ley que obliga a las estaciones a reservar un porcentaje de sus tiempos a campañas de interés social. Las estaciones, a su vez, ganarían control sobre lo que transmiten sus repetidoras, dado que se dan casos de fraude en algunas situaciones de transmisión en cadena. Los anunciantes deben asegurarse que sus contrataciones son emitidas con la difusión contratada en los días y los horarios solicitados. El público podría llevar una bitácora de lo que ha escuchado o visto.
La utilidad en resumen, es la transparencia para todos. Trasparencia quizá puede verse como un lujo innecesario en algunos casos. Los mensajes, como es práctica común para las personas que visitan oficinas públicas en la ciudad de México, tendrían que dejar su identificación por razones de seguridad. Por eso, aun cuando hay casos en que evidentemente esto sería un lujo, en otros sería una necesidad. Quizá convenga precisar en estos últimos, a modo de ejemplo.
No cabe duda que el Instituto Federal Electoral encontraría de gran interés medir con exactitud cuántos anuncios de radio y televisión contrata cada agrupación política. Evidentemente, tales anuncios deberían corresponder, dentro de ciertos márgenes, a los ingresos que reciben del Estado. Al mismo tiempo, se podría llevar un archivo del contenido de los mensajes, para asegurarse que no se incurre en ninguna práctica indebida. Si la identidad de cada nuevo mensaje puede establecerse de forma inequívoca, esta necesaria tarea se facilitaría.
Otro ejemplo. Las autoridades hacendarias podrían asegurarse de que los anuncios cuyo contenido han sancionado como correcto son los mismos que se están transmitiendo. Qué manera más sencilla de hacerlo que grabar en el propio anuncio el número de autorización otorgado por los sensores y la fecha y hora en que fue grabado. Cualquier modificación en el anuncio, por lo tanto, podría ser detectada de forma mecánica.
Lo dicho para las autoridades hacendarias se extiende con facilidad a las autoridades de salud, si bien aquí el control adquiere una especial importancia social. Desde luego las autorizaciones de las medicinas (OTC) que van adquiriendo creciente importancia en nuestra sociedad serían un tema de gran trascendencia, pero también lo serían otras áreas periféricas a la labor central de la salud, como el control de las bebidas alcohólicas y del tabaco. Los mensajes de promoción de estos productos asociados al vicio son de los más restringidos tanto en horarios como en contenido, por lo que son un área potencial de violaciones.
Hoy por hoy es posible darles este nombre a los mensajes. Al igual que los códigos de barras marcan los productos y con unos lectores especiales es posible reconocerlos, los mensajes electrónicos pueden, con una nueva tecnología de origen mexicano, llevar una marca indeleble e invisible que es reconocida por una computadora.
La tecnología que consiste en insertar en el mensaje grabado una señal electrónica, que no es perceptible por el ojo u oído humanos y permite detectarlos cada vez que son reproducidos. La señal se graba en el ``master'' de manera que cada una de las copias cuenta con esta señal de identificación. Para detectarla se utiliza una computadora con un sistema que le permite separar la señal y este código oculto.
El código es parte de la naturaleza de la señal sonora, como una especie de código genético que no se puede borrar sin destruir el propio mensaje, ni tampoco alterar, por lo que resulta prácticamente imposible duplicarlo o falsificarlo. Cada vez que se produce toma una forma diferente que se entremezcla con las características del mensaje.
Esta tecnología de vanguardia pone a México en una posición muy favorable para competir en un mundo en que la información, cada vez más, va a circular a través de los medios electrónicos. Este artilugio quizá pueda resolver algunos problemas de un país que, por lo menos en los temas políticos, se ha hecho desconfiado.
Se llama Sidivia (Sistema Información Digital para la Identificación de Video y Audio), y es una tecnología que está ya entre nosotros, aunque para instaurarse requerirá de muchas cosas. Quizá la principal sea la vocación de transparencia, pero no es la única, porque este sistema le ha tocado la fortuna de ser una innovación tecnológica mexicana, donde los mecanismos de adopción de la nueva tecnología pasan porque no sea nueva. La desconfianza proverbial de nuestra cultura pasa por desconfiar primero de lo propio. Se han elaborado mecanismos de gestión que son muy adversos al riesgo. Una cultura que castiga severamente el equivocarse y no premia más que tímidamente el acertar.
Aun así sería muy agradable acabar con el clandestinaje de los mensajes y poder, de una vez por todas, hacerlos circular sin máscaras.