Desde el siglo VI la Iglesia católica adhiere al dogma de la Sagrada Trinidad que contempla la existencia de tres personas distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Según el credo de Atanasio las tres formarían un Dios único, verdadero y eterno cuya sustancia es indivisible. La idea de que somos persona a partir de la fecundación del óvulo (fetismo) es reciente en el catolicismo. No figura en el Génesis, ni fue inventada por Jesucristo hace dos mil años, ni fue preocupación de la Iglesia cuando nació hace mil 500 años, ni de cuando en 1580 añadió ``...y romana''. El ``fetismo'' surgió de los avances científicos del siglo XIX que al catolicismo causaban horror. Horror del cual nació el dogma de la Inmaculada Concepción y el de la Infalibilidad Papal, formulados por Pío IX en el Concilio Vaticano de 1870.
Ex cathedra, la Iglesia sentencia: el feto es persona. Ni siquiera admite que esta ``persona'' carece de mínima autonomía, atributo que distingue a la persona, físicamente separada de otras personas y capaz de interactuar en sociedad. ¿Cómo ser y no ser persona al mismo tiempo? Misterio persa que el fetismo resuelve de un tajo, anulando las diferencias del proceso evolutivo y dando por acabado un dilema que sólo atormenta a quienes creen en los beneficios de la duda. Bien. Se trata de una moral. La moral de una Iglesia que asegura reunir las características de la ``verdadera Iglesia de Cristo'': unidad, santidad, catolicidad apostolicidad. Pero... ¿y la ética institucional de esta moral?
En junio de 1995, víspera de la Conferencia Internacional de la Mujer (Pekín) el papa Juan Pablo II expresó ``...profunda admiración por las mujeres que llevan a término un proceso de embarazo derivado de la injusticia de relaciones sexuales impuestas por la fuerza''. Jefe de Estado al fin, el prelado matizó las cosas diciendo que, si bien pecado grave, ``la opción del aborto es un crimen imputable al hombre y a la complicidad del ambiente que lo rodea''. Sin embargo, un año atrás Juan Pablo II había calificado de ``proyecto de muerte sistemática'' iniciativas como la establecida en el compromiso 8.25 de la Conferencia Interna- cional de Población celebrada en El Cairo, que propone afrontar con políticas de salud los ``abortos realizados en malas condiciones''.
Entonces, cuando uno ve a personas con tanto poder moral como el Papa diciéndole a unas monjas violadas en Bosnia que no aborten tenemos derecho a preguntarnos si en el Vaticano Cristo purga condena o si su política exterior consiste en cargar de culpas y aterrorizar con la excomunión a las millones de ``madres-asesinas-que-matan-a-indefensos-bebés''.
Las monjas recibieron el consuelo de la bendición papal. ¿Y la niña de Yucatán violada el mes pasado a quien se le negó el aborto? ¿Qué será de la vida de ella si a más de pobre está desnutrida y con 12 años su pelvis no tiene el desarrollo conveniente para un parto normal? Salvar al ``feto-persona'' de sus entrañas ¿es atenuante o agravante frente a esta niña-mamá-persona desahuciada por los ``defensores de la vida''? ¿Qué le dirán a su mamá? ¿Que si la niña muere al dar a luz podría ser beatificada como Gianna Beretta, pediatra italiana embarazada de su cuarto hijo que padecía un cáncer uterino terminal y antes de morir prefirió sacrificar su vida a favor de su hijo por nacer? ¿O le recordarán el caso de la beata Elisabetta Mora, que murió en 1825 y permaneció en un matrimonio en el que su marido abusaba físicamente de ella?
En varios países, la inclusión del derecho al aborto como tema de campaña electoral se ha prestado al amarillismo y a la perversión del interés ético y social o a planteamientos maniqueos del tipo ``abortar-no abortar'', que casi siempre acaban en vía muerta. Pero investigadoras como Adriana Ortiz Ortega, autora de Razones y pasiones en el tema del aborto (Population Council y Edamex, 1994) piensan que ``...detrás de esta discusión se encuentra la discusión de qué entendemos por familia, sexualidad, intervención del gobierno en la vida de las mujeres y procesos de representación de las mujeres''.
Quizá, la interrogante de fondo no consista tanto en la opción ``aborto sí/ no'' cuanto en preguntar a las fuerzas políticas si pretenden o no seguir legislando sobre el cuerpo de las mujeres. Si la respuesta fuese negativa, el problema del aborto tendría visos de solución. Quedaría fuera de la histeria religiosa fundamentalista y sería incluido en el debate mayor que cuestiona a un modelo económico infanticida, que a mediano y largo plazo aborta y mata igual.