El escándalo financiero en torno al Fobaproa no puede reducirse a la discusión, tan importante como necesaria, sobre el secreto bancario y otras prácticas habituales en el mundo de las finanzas nacionales. Es incuestionable que los legisladores deben proceder con cautela a fin de separar el grano de la paja, es decir, a reconocer la deuda que finalmente habrá de asumirse como ``deuda pública'' de los ilícitos que sin duda se cometieron, si bien han de cumplir esa tarea con enorme responsabilidad republicana, anteponiendo el interés general a las ganancias pasajeras.
Quienes aprovecharon su posición para hacer negocios con el desastre colectivo deben ser castigados sin miramientos, pero, hasta donde entiendo el problema y las posturas de los partidos, al final nadie nos liberará del compromiso de pagar.
Se puede demostrar con pelos y señales que en este proceso se cometieron graves irregularidades e injusticias y, sin embargo, al final siempre nos toparemos con un hecho incontrovertible: la ley vigente ampara usos y costumbres financieras que, a más de injustas, pueden ser aberrantes.
Cuando López Portillo se desgarró las vestiduras denunciando que en México teníamos ``empresas pobres y empresarios ricos'' describía una anomalía propia de nuestras formas peculiares de acumulación salvaje. Pero ya desde entonces era la ley la que permitía tales procederes, de tal manera que los mexicanos debimos conformarnos con la increíble paradoja de que los grandes propietarios de empresas quebradas siguieran ocupando altas posiciones en el club de los más ricos del mundo.
Las reformas de fondo realizadas para convertir a México en un país capitalista moderno no cambiaron, sin embargo, algunas de las leyes reguladoras del sistema financiero. A pesar del antiestatismo galopante de estos años se mantuvo intacta una legalidad que es, en verdad, una maraña acuciosamente tejida para que el Estado proteja a los grandes dueños del capital.
Sorprende, por tanto, que el escándalo actual se reduzca al ámbito político financiero sin asumir que la definición de una nueva legalidad en este rubro es un asunto de economía política, una cuestión que afecta el rumbo nacional.
Algunos empresarios respondieron airados al verse contra la pared buscando exorcizar al fantasma de la ``lucha de clases'' a fin de eludir la evaluación pública de su desempeño. Se refugiaron, como el gobierno, en un penoso y chato legalismo que explica poco y resuelve nada. Tienen derecho a la reserva, por supuesto, pero es evidente también que ampararse en el argumento de que los abusos se cometieron sólo porque la ley no los castigaba, es la forma más torpe de mostrar su rezago ante las exigencias de la economía y la política contemporánea, es decir, de vivir en el pasado.
La oposición política reacciona bajo la sospecha de que hay cierta connivencia demostrable entre las autoridades y algunos fraudulentos beneficiarios del Fondo, pero no ha cuestionado hasta ahora, al menos no lo ha hecho con energía suficiente, la legalidad que hoy mismo permite a los involucrados salir indemnes. También vive en el pasado.
La ``salida'' al nudo planteado por Fobaproa no puede resolverse en el ámbito político puro. Tampoco es mera contabilidad o materia de consulta a los cuatro vientos. Todos somos perdedores en este punto. Quienes cometieron delitos deben ser enjuiciados, pero los partidos, los empresarios, la sociedad civil y los legisladores, desde luego, tenemos que darle cauce a una discusión de fondo que vaya más lejos: redefinir las reglas y los fines del Estado democrático.