Luis de la Barreda Solórzano
El corazón de la abogacía
Una acusación puede ser falsa, en virtud de lo cual se presume inocente a un acusado mientras no se le dicte sentencia condenatoria y se le otorga el derecho a contar con un abogado que lo defienda. Así lo ordena la Constitución -y las constituciones de todo el mundo- y así lo ordena también el sentido común. Por eso, cuando el acusado no tiene recursos económicos para pagar los honorarios del abogado, o no conoce ninguno que le inspire confianza, es deber del juez nombrarle a un defensor de oficio, que no le cobra pues recibe un salario del Estado. Este defensor tiene el deber de defender a los acusados que le asignen. Desde luego, su labor no es la de falsear los hechos sino la de evitar que se cometan injusticias contra su defenso.
Un abogado particular tiene derecho a defender a cualquiera, pero no está obligado a asumir toda defensa que se le proponga. A diferencia de un médico, por ejemplo, que no puede negarse a atender a paciente alguno, el litigante privado elige a sus clientes. La acción del médico siempre se orienta a lograr un bien: preservar o restaurar la salud, aliviar el dolor o salvar la vida. En cambio, la acción del abogado puede servir disyuntivamente --por emplear términos que no por su sabor medieval han perdido vigencia-- al bien o al mal.
En el caso de los litigantes particulares no cabe duda de que la opción profesional es un dilema ético: se defiende a quien se cree incriminado injustamente o que quizá cometió un delito en circunstancias dramáticamente difíciles, o se defiende a quien dañó severamente y sin atenuantes a otro ser humano; se asume la defensa de un caso en el que luchar por la absolución o por una punición leve es batallar por la justicia, o se toma una causa en la que sólo puede tenerse éxito no si se hace prevalecer la verdad sino si se soborna, se engaña o se intimida al juzgador. La abogacía tiene un legítimo móvil en el justo impulso de evitar condenas injustas o penas excesivas, y se ensucia cuando se pone al servicio de las fuerzas que destruyen al ser humano.
¿Puede un abogado particular defender, por ejemplo, a un secuestrador o a un violador a sabiendas de que su defenso es culpable? Legalmente, sí, sin duda. Pero éticamente asumir por una paga la defensa de quien no se detuvo ante ninguna consideración de humanidad para dañar a seres indefensos, pisotear las flores del alma, zaherir la dignidad y ocasionar amarguras probablemente incurables, es vender la conciencia y poner la técnica del derecho al servicio de la injusticia, y eso es una forma deplorable de corrupción. La ley del corazón --dice Fernando Savater-- nos compromete con una forma de reconocer lo humano más ambiciosa que la vigente bajo cualquier tutela estatal.
El ejercicio de la abogacía no es éticamente neutral. Lo que sucede es que su código moral --tácito, no formulado-- no coincide con los imperativos del afán sin escrúpulos de lucro fácil. En la interioridad de ese código radica la fuerza de sus preceptos éticos.